A lo largo de Su vida y de Su ministerio, Jesús enseñó muchas cosas en parábolas. Una de las más breves y a la vez mas profundas de todas fue la parábola del fariseo y el publicano. La Biblia nos relata que Jesús “dijo esta parábola a unos que confiaban en si mismos, teniéndose por justos, y despreciaban y miraban por encima del hombro a los demás” (Luc.18:9).
Antes de pasar a leer la parábola propiamente dicha, quizá convenga saber qué era exactamente un “fariseo” y qué era un “publicano”. Los fariseos constituían la más influyente de todas las sectas religiosas judaicas de la época de Jesús. La palabra “fariseo” significa textualmente “los separados, los separatistas”, definición que da a entender la naturaleza fundamental de sus creencias. Eran los más estrictos, legalistas de la época, y se comprometían a obedecer y observar toda la infinidad de reglas restrictivas, tradiciones y leyes ceremoniales del judaísmo ortodoxo. Se consideraban como los únicos seguidores auténticos de las leyes divinas, por lo que se creían mucho mejores y más santos que ninguna otra persona. De ahí que se separaban no solo de los no judíos -a quienes trataban con perfecto desdén y consideraban “perros gentiles” paganos-, sino que inclusive se ponían por encima y aparte de sus propios hermanos judíos.
¡Los publicanos, por otra parte, eran considerados por sus compatriotas judíos como gentes de la peor clase! Esto obedecía a que eran recaudadores de impuestos para las fuerzas extranjeras que ocupaban y regían Palestina: la Roma imperial. Sus hermanos los tenían por traidores por el hecho de que tenían autoridad para cobrar impuestos en nombre del César. Los romanos indicaban a los publicanos las sumas que debían cobrar al pueblo en forma de impuestos, y éstos podían recaudar lo que quisieran por encima de esa cantidad para sus propios ingresos. Generalmente eran, pues, unos desfalcadores, estafadores y ladrones de los judíos, por lo cual sus compatriotas los despreciaban muchísimo y los consideraban como la escoria de la sociedad.
De ahí que cuando Jesús narró esta parábola estableciendo el contraste entre un fariseo y un publicano, eligió a las dos figuras más diametralmente opuestas de toda la sociedad judía. Al uno se le tenía como el mejor, el más justo, el más religioso, el más santo y el mas piadoso de todos los hombres. ¡Mientras que el otro era visto como el peor, el más asqueroso y traicionero canalla que pudiera existir!
He aquí la parábola en las propias palabras de Jesús: “Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: ´Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, estafadores, injustos, malos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy fielmente diezmos, una décima parte de todo lo que gano´.”
“Mas el cobrador de impuestos se mantuvo lejos y ni se atrevía a alzar los ojos al Cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Dios, sé propicio a mí, pecador!”
“Entonces Jesús dijo a los que lo rodeaban: ´En verdad os digo que éste descendió a su casa justificado delante de Dios; porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido.” (Lucas 18:10-14)
Según Jesús, ¿cuál de estos hombres llegó a justificarse ante Dios? ¿El fariseo que aparentaba ser muy justo y santo, y que innegablemente se creía recto y bueno? ¿O el cobrador de impuestos, el pecador, al que otros desdeñaban y que según parece hasta se desdeñaba a sí mismo; aquel pecador que se sentía tan avergonzado que ni se atrevía a levantar los ojos al Cielo sino que, sin presunción alguna, imploraba misericordia y perdón a Dios?
¡El modo de ver Dios las cosas suele ser muy distinto del nuestro! Él dice: “¡Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos Mis caminos!” (Isaías 55:8,9) Si bien indudablemente eran muchos los pecados del publicano, gracias a que confesó y reconoció con humildad y sinceridad al hecho de que era pecador y que precisaba de ayuda divina, ¡Jesús dijo que éste fue el que abandonó aquel día el templo justificado, no el fariseo que se enorgullecía tanto de su propia bondad y rectitud, que a su modo de ver ni necesidad tenía de pedir ayuda a Dios! ¡Antes, probablemente creía que le estaba haciendo un favor a Dios al honrarle con sus oraciones!
Hay que aclarar, sin embargo, que a los ojos de Dios, el orgullo religioso santurrón como el manifestado por aquel fariseo, es el peor y más grande de los pecados, esa actitud hipócrita y beata de considerarse mejor que los demás, ¡y que lleva los farisaicos a despreciar y a tener en menos a los demás por no considerarlos tan santos, puros, fieles o buenos como creen ser ellos! ¡A las personas así, los demás con frecuencia llegan a tenerlas por los seres más difíciles, intolerantes y de miras estrechas que hayan conocido jamás! ¡Ya que en vez de amar, perdonar y entender a los que los rodean, viven siempre criticando, juzgando y condenando a quienes no practican todos los “buenos actos” que hacen ellos!
Los Evangelios nos cuentan que “cuando los fariseos vieron a Jesús sentado a la mesa y que muchos publicanos y pecadores habían venido a sentarse y comer juntamente con Él, se encendieron de ira y preguntaron a Sus discípulos: ¿Cómo es que vuestro Amo come con los inmundos publicanos y pecadores? Pero Jesús les respondió: “Tienen que ir a aprender lo que significa: ¡Misericordia quiero, y no sacrificio!” (Mateo 9:10-13). Explicado de otro modo, Jesús les quiso decir: “!Preferiría que tuvieran más bien amor y misericordia, en lugar de limitarse a guardar la Ley y hacer toda una serie de sacrificios movidos por un rígido sentido del deber! ¡Preferiría que manifestasen amor a los demás en vez de ser tan santurrones y criticones!”
¡Seamos realistas, ninguno tenemos ni una pizca de bondad propia; si algo de bueno hay en nosotros se debe exclusivamente al Señor y Su bondad! ¡Dios es el Único que es que bueno! Su Palabra dice: “Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). ¡Todo el mundo es malo salvo los que tienen fe y poseen la bondad de Dios, el amor de Dios, la justicia de Dios! El propio San Pablo dijo: “!Yo se que en mi, en mi naturaleza, no mora cosa buena!” (Romanos 7:18)
¡Jesús se encolerizó tanto con la hipocresía santurrona y mojigata de los fariseos, que los catalogo de peores que los borrachos y las prostitutas, que los publicanos y los pecadores a quienes aquellos desdeñaban! ¡Y añadió que dichos pecadores tenían más posibilidades de llegar al Cielo que los fariseos!
Jesús les dijo en la cara: “¡De cierto les digo que los publicanos y las rameras van delante de ustedes al Reino de Dios!” (Mateo 21:31) Hasta llegó a decir a Sus propios discípulos: “!En verdad les digo que si su justicia no supera a las de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos!” (Mateo 5:20) Es decir, a menos que sean mejores que ellos, ¡jamás llegarán al Cielo! Y la única forma de ser mejores que ellos es tener la justicia de Cristo, porque los fariseos eran de los más buenos que pudiera haber en el plano natural.
Tanto detestaba Jesús la hipocresía de los fariseos que siempre simulaban ser tan justos y rectos, que en la más enconada denuncia que profirió jamás contra persona alguna, les declaró en público: “¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, porque limpian lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro están llenos de estafas y de injusticia! ¡Fariseo ciego! ¡Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio!”
“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas, porque son semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera se muestran hermosos, más por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia! Así también, ¡por fuera se muestran justos a los hombres, pero por dentro están llenos de hipocresía e iniquidad!” (Mateo 23:25-28)
¡Lo que hacía tan hipócritas y santurrones a los fariseos era su soberbia! Eran demasiado orgullosos para confesarse pecadores como todos los demás. Es más, no solo eran incapaces de confesar sus pecados, ¡sino que ni siquiera los veían! ¡Eran incapaces de admitir que pudiera existir algún mal en ellos, por lo que resultaban siendo “ciegos guías de ciegos”! (Mateo 15:14)
Es casi un alivio saber que uno es malo, admitir llanamente que uno no es bueno. ¡Al fin y al cabo, Dios ha dicho en Su Palabra que nadie es bueno! Por eso la peor clase de personas a los ojos de Dios son los que simulan ser buenos y miran a todo el mundo por encima del hombro. Su Palabra dice: ¡”No hay justo, ni aun uno! De ahí que por gracia somos salvos por medio de la fe; y esto no de nosotros, pues es don de Dios; no por nuestras propias obras ni bondad, para que ninguno nos gloriemos” (Romanos 3:10; Efesios 2:8, 9). Basta con que seamos sinceros y confesemos: “No soy bueno. Soy malo. Soy pecador. ¡Por supuesto que cometo errores! ¡Si, algo tengo de bueno es gracias a Jesús y nada más!”
El concepto que Dios tiene de la bondad y de la justicia no es el del perfeccionista que se cree inmaculado, ¡Sino el del pecador lastimoso, sin remedio, humilde y pecaminoso que sabe que necesita a Dios! ¡A éstos vino a salvar! “¡Porque no he venido a llamar a justo -dijo Jesús--, Sino a pecadores!” (Mateo 9:13) Así que para Dios la virtud consiste en depended de Él, el pecador que sabe necesita a Dios y que cuenta con Él para salvarse; ¡no el fariseo hipócrita y santurrón, convencido de que puede triunfar por sus propios esfuerzos y salvarse a base de su propia bondad!
¡El concepto divino de la santidad es el del pecador salvado por gracia, desprovisto de toda perfección y de toda justicia propia, que depende totalmente de la gracia, el amor y la misericordia de Dios! Y aunque parezca mentira, ¡esos son los únicos santos que existen! ¡No hay otros!
Total que ¿a cuál de los dos te pareces tú? ¿Al fariseo o al publicano?
ORACIÓN: Señor, Jesús, sabemos que la santurronería es orgullo, y que el orgullo es lo contrario del amor y la humildad. Te rogamos, pues, Señor, que no llenes hoy mismo de amor. Ayúdanos a no condenar a los demás, a ni siquiera pensar o rezar: “Oh Dios, te doy gracias que no soy como los otros hombres”. Cuando criticamos y nos ponemos orgullosos y nos alegramos de que no somos tan malos como los demás, ¡en realidad somos aún peores!
Tú dijiste: “Misericordia quiero y no sacrificio”. ¡Debemos pasar tiempo a solas contigo para aprender lo que esto significa! ¡Te rogamos, Señor, que nos ayudes a amar y perdonar los pecados ajenos así como Tú nos has perdonado a nosotros! Y ayúdanos a apiadarnos de los demás como Tú te has apiadado de nosotros. En el nombre de Jesús te lo pedimos, amén.