Prólogo
Dios es diferente, y Sus hijos también deberían serlo en cuanto a su modo de vida y a la influencia que ejercen sobre sus semejantes y su entorno. Este es el tema central de la presente obra, en la cual hemos reunido varios ensayos que estimularán y fortalecerán la fe del lector.
Los caminos de Dios no concuerdan con los de los hombres, dice la Biblia (v. Isaías 55:8). Recurriendo a numerosos ejemplos bíblicos, David Brandt Berg proyecta al Creador como un iconoclasta, frecuentemente adverso al statu quo instaurado por Sus propias criaturas.
Al mismo tiempo, este libro nos revela el amor universal e incondicional que Dios abriga por cada uno de nosotros, lo único que puede satisfacer realmente nuestra alma, transformar nuestra vida y dotarnos de un sólido cimiento de fe.
«El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Juan 4:8). El autor sostiene que el amor de Dios constituye la mayor fuerza del universo -mayor que todas las fuerzas del mal combinadas- y que el cristiano tiene el deber sagrado de transmitir el amor de Dios a sus semejantes. Tomando a Jesucristo como modelo e ideal y Sus enseñanzas como manual de conducta, David Berg nos incentiva a expresar nuestra fe de tal manera que marque nuestra vida y la de los seres que nos rodean.
Atrévete a ser diferente captará el interés de creyentes de toda edad, origen y formación cultural o religiosa, tanto a los que buscan la verdad como a los que aspiran a un mayor conocimiento del amor y los caminos de Dios. Presenta importantes preceptos cristianos de manera muy sentida y sincera, en un plano muy asequible. Pero sobre todo nos comunica la convicción de que sean cuales nuestras circunstancias, ¡podemos contribuir a mejorar el mundo!
Los editores
Cambia el mundo
Esta mañana, mientras escuchaba la radio, oí una breve charla a cargo del director de programas religiosos de la emisora. Contó un relato muy interesante que no creo que vaya a olvidar jamás, ya que se aplica muy bien a la labor que realizamos diariamente sirviendo al Señor.
Era la historia de un joven de unos veinte años que recorrió a pie la Provenza, región del sur de Francia, allá por 1913. Iba con mochila y saco de dormir por zonas apartadas y poco pobladas. Las más de las veces tomaba senderos y caminos secundarios y pernoctaba en pequeños campings o albergues juveniles, o en casa de algún campesino hospitalario.
En aquel tiempo, esa comarca era una región netamente rural y estaba muy yerma y abandonada. Había quedado poco menos que devastada por la explotación forestal y agrícola desmedida.
Para que la tierra produzca en abundancia es necesario que haya árboles, ya que éstos retienen la humedad del suelo y lo resguardan del sol que lo reseca. Asimismo, lo asientan y reducen los efectos de la erosión. En regiones donde escasean los árboles, es frecuente que las lluvias arrastren el suelo ocasionando inundaciones. En esas circunstancias el terreno no tarda en volverse estéril, como sucedió durante la Gran Depresión de los años treinta en una región del sudoeste de los Estados Unidos que llegó a ser conocida por sus tormentas de polvo.
Los bosques de aquella región del sur de Francia habían quedado prácticamente asolados a causa de la explotación abusiva del suelo que, por carecer de árboles que lo asentaran, terminó empobrecido a consecuencia de las lluvias. Toda la zona se había tornado árida y estéril, y se cultivaba muy poco. Hasta la fauna había emigrado, ya que los animales necesitan de lugares resguardados donde construir sus moradas, es decir, maleza que les proporcione protección. Sin árboles no hay maleza. Los animales también necesitan alimento, pero sin follaje éste escaseaba. Más aún, precisan agua; sin embargo, cuando no hay muchos árboles y el suelo no retiene la humedad, quedan muy pocos arroyos donde abastecerse de agua.
Aquel joven efectuaba un recorrido a pie por aquella región, en la que ya no se cultivaba mucho. Los pueblos se hallaban en estado decadente y ruinoso. Las casas se veían deterioradas, y casi todos los aldeanos habían emigrado a la ciudad.
El muchacho pasó una noche en la humilde cabaña de un pastor que, a pesar de sus canas y de sus cincuenta y tantos años, se conservaba muy robusto y fornido. Si bien la cabaña era pequeña y el mobiliario muy modesto, estaba bien mantenida. El joven se acogió a la hospitalidad de aquel amable pastor. Pernoctó allí y terminó quedándose varios días.
Observó con curiosidad que cada noche su anfitrión pasaba varias horas a la luz de una lámpara clasificando diversos tipos de frutos secos, como bellotas, avellanas y castañas. Con gran concentración y paciencia los examinaba, los iba colocando en hileras, los comparaba y separaba los que a su juicio estaban en mal estado y no servían. Terminada su tarea, guardaba en su morral los que había seleccionado.
Por la mañana llevaba sus ovejas a pastar e iba sembrando por el camino. Tomaba su cayado y, sin perder de vista el rebaño, recorría un buen trecho en línea recta. Daba unos pasos e, hincando con firmeza en el suelo la punta de su cayado, hacía un hueco de varios centímetros de profundidad. Dejaba caer en él una semilla y lo cubría de tierra con los pies. Luego daba unos pasos más, volvía a clavar su vara en el suelo y dejaba caer otra semilla. A lo largo del día recorría varios kilómetros de aquella comarca apacentando sus ovejas. Cada jornada recorría una zona diferente -todas ellas prácticamente despobladas de árboles- y a su paso sembraba bellotas, avellanas, castañas y nueces.
El joven forastero observaba al pastor sin comprender qué se proponía. Finalmente le preguntó:
-¿Qué hace?
-Como verá, joven, siembro árboles -repuso el pastor.
El muchacho volvió a inquirir:
-Pero... ¿para qué? Esos árboles tardarán muchísimos años en crecer y serle de provecho. Puede que ni viva para verlos.
-Ya sé -respondió el pastor-, pero algún día le serán de provecho a alguien y contribuirán a devolver a la tierra su fertilidad. Quizá no lo vea yo, pero sí mis hijos.
El joven se maravilló de la previsión, el desinterés y la iniciativa que mostraba el pastor al preparar el terreno para otras personas sin tener la menor certeza de que llegaría a ver o cosechar el fruto de su labor. Las semillas que sembraba se convertirían con el tiempo en árboles que conservarían la tierra para las generaciones venideras.
Veinte años después, aquel excursionista -ya de cuarenta y tantos años- volvió a visitar la región. Quedó boquiabierto ante lo que vio: un extenso valle totalmente cubierto por un bellísimo bosque natural en el que prosperaban árboles de todas las variedades. Naturalmente, eran ejemplares jóvenes, pero árboles al fin y al cabo.
El valle entero había revivido. La hierba había recobrado su verdor. La fauna volvía a poblar la zona, la maleza había crecido, el suelo había recuperado la humedad y los agricultores labraban nuevamente la tierra. En contraste con la aridez y la desolación que había visto veinte años atrás, toda la comarca florecía.
El viajero sintió curiosidad por saber qué habría sido del anciano pastor, y se quedó sorprendido al enterarse de que aún vivía. El viejo pastor -ya de unos setenta y cinco años- seguía vivo y fuerte como un roble. Aún residía en su cabañita, y no había abandonado su costumbre vespertina de clasificar frutos secos. El visitante se enteró además de que poco tiempo antes había llegado de París una comisión de parlamentarios para ver lo que a su juicio era un bosque natural que había surgido por milagro. Unos agricultores les señalaron que había sido producto de la perseverancia de aquel solitario pastor. Gracias a ella, todo el valle y la comarca se habían cubierto de un manto de vegetación y de hermosos árboles jóvenes. Tan impresionados quedaron los parlamentarios que a su regreso a la capital votaron en la Asamblea Nacional para que se le otorgara al pastor una pensión vitalicia en señal de agradecimiento por haber reforestado toda aquella región sin ayuda de nadie.
El visitante manifestó su sorpresa por la transformación que se había producido: además de los magníficos árboles, había resurgido la agricultura, la fauna había retornado y la flora se veía exuberante. Las pequeñas granjas prosperaban, y la actividad había vuelto a las aldeas. Con renovadas esperanzas, los campesinos habían reconstruido y pintado sus cabañas. ¡Qué contraste con el cuadro de ruina y abandono que había visto veinte años antes!
Gracias a la previsión, la diligencia, la paciencia, la abnegación y la constancia de un solo hombre, que durante años, día tras día perseveró haciendo lo que estaba a su alcance, la prosperidad había vuelto a aquella región. El hombre que a los veinte años visitó por primera vez al pastor se enteró de que en aquel entonces éste ya llevaba varios años sembrando pacientemente las semillas que dos décadas después se convertirían en árboles de gran tamaño. Un solo hombre había repoblado de árboles la región, devolviéndole la vida y la belleza. A consecuencia de ello se reactivaron la economía y la agricultura, la fauna volvió a habitar la zona, se recuperó el suelo, nuevamente hubo agua en abundancia y las aldeas volvieron a poblarse.
De modo que si a veces te sientes impotente al ver la situación en que se encuentra el mundo, no te dejes vencer. Dicen que son los grandes imperios, los gobiernos, los ejércitos y las guerras los que producen alteraciones en el curso de la Historia y cambian la faz de la Tierra. De ahí que a veces nos deprimamos y pensemos que no somos nada o que nada podemos hacer. La situación nos parece irremediable y caemos en la desesperanza. Nos da la impresión de que una sola persona nada puede hacer para mejorar las cosas. Terminamos creyendo que ni vale la pena intentarlo, que de nada sirve malgastar esfuerzos. Nos vemos inclinados a desistir y dejar que el mundo se vaya al infierno, lo cual al parecer se merece.
Pero como demostró al cabo de varios años aquel humilde pastor, un solo hombre puede transformar el mundo. Tal vez no consigas cambiar el mundo entero, pero al menos puedes modificar el ámbito en que vives. Sin ayuda de nadie y esforzándose abnegada y perseverantemente día tras día, año tras año, aquel pastor renovó por completo una comarca y le devolvió la vida.
Me recuerda lo que nos dijeron a mi esposa y a mí hace algunos años cuando vinimos a vivir aquí. Un matrimonio de mediana edad que residía en la localidad había oído hablar de nuestra fe y del deseo que teníamos de pregonar el amor de Dios y ayudar a la gente del país.
Un día, la señora nos preguntó:
-¿No les parece absurdo intentar cambiar la idiosincrasia de la gente de aquí? Hace siglos que tiene la misma mentalidad. Jamás conseguirán que la gente de esta ciudad cambie de actitud. Este país seguirá siempre igual; jamás cambiará. Lo que se proponen es imposible. No lo lograrán. Es una locura intentarlo siquiera.
Yo repuse:
-Es posible que no lleguemos a transformar todo el país, tal vez ni siquiera esta ciudad. Desde luego jamás conseguiremos que cambien todos sus habitantes. Pero no me cabe duda de que, poco a poco, estamos influyendo positivamente en unos cuantos. Todos los días sembramos las semillas de la verdad, las semillas del amor de Dios y de Su Palabra en el corazón de la gente, y es inevitable que de algunas de ellas brote nueva vida.
»¿Quién sabe si algún día no habrá aquí muchas vidas nuevas que lleguen a transformar por completo esta ciudad? Puede que para entonces nos hayamos marchado, o que ya no estemos con vida para verlo y disfrutar de sus beneficios; pero tal vez el día de mañana lo disfruten nuestros hijos o nuestros nietos, así como su ciudad y su país. Aunque no se beneficie más que una pequeña parte de la provincia o no lleguemos a cambiar la ciudad o el país en su totalidad, al menos habremos cambiado una parte.»
Amigo, si se transforma una vida, se ha transformado parte del mundo, y con ello queda demostrado que hay esperanzas de cambiarlo todo. Si se puede transformar una vida, es indudable que se puede hacer lo mismo con muchísimas otras. Es posible regenerar regiones enteras hasta transformar el mundo por completo, todo a partir de una sola persona... que tal vez seas tú.
Desde que mi esposa y yo llegamos aquí hace algunos años hemos transformado muchas vidas. En algunas ocasiones el proceso ha sido muy lento, arduo y penoso, y el fruto de nuestros esfuerzos muy escaso, pero gracias a la cantidad de semillas que plantamos, esas vidas se han transformado. Te parecerá que no estamos cambiando el mundo. Sin embargo, cuando llegamos aquí, si bien no éramos más que dos personas, por lo menos comenzamos a transformar la parte del mundo en que vivimos. Y hemos conquistado para Cristo a cientos de almas que ahora dan testimonio de Él, y a su vez siembran semillas de las que un día crecerán más árboles. Todo el mundo habla de nosotros, y de cómo vivimos, de nuestra obra, creencias y enseñanzas.
¿Qué pueden hacer, pues, una o dos personas? ¿Cómo puede un solo matrimonio llevar a cabo una obra misionera en un país de una idiosincrasia tan rígida, insensible y cerrada? Al principio parecía una empresa imposible. No obstante, comenzamos a sembrar las semillas de la Palabra de Dios y el amor de Cristo en el corazón de los que nos rodeaban, y así se transformaron cientos de personas que a su vez contribuyeron a influir en otras. Nuestra labor de cambiar vidas se ha multiplicado colosalmente. No intentamos convertirlas a todas de una vez; no hubiéramos podido. Más bien emprendimos con paciencia y detenimiento la labor de renovar uno a uno el corazón y la vida de los que nos rodeaban. Sembramos una semilla a la vez, llenando así el vacío interior de aquellas personas. Día tras día, año tras año, las atendimos con ternura, cuidado y desvelo.
Ahora todos comentan que los resultados se hacen evidentes, y ellos mismos están cambiando. Un destacado médico que se había mostrado bastante escéptico ante los esfuerzos que hacíamos por ayudar a la gente a experimentar una transformación espiritual, reconoció que ejercemos una influencia muy grande en la ciudad. Admitió que era precisa gente como nosotros aquí y que desde hacía mucho tiempo la ciudad necesitaba esa influencia espiritual. Dijo que tenían una holgada situación económica y razones de sobra para estar contentos, pero que carecían del espíritu que traíamos nosotros. Eso les hacía mucha falta. No cabe duda de que hemos tenido efecto en esta ciudad. No todos se han convertido ni han aceptado la Salvación, pero hemos dado testimonio a casi todos con el mensaje del amor de Dios.
Muchos nos han visitado y han experimentado en sí mismos el amor y la verdad que transmitimos poco a poco, día a día, persona a persona, corazón por corazón. Una por una sembramos las semillas en esos huecos. Tanto es así que ahora se ve crecer todo un nuevo bosquecillo, y la gente se maravilla y habla de ello.
Opinas que no es posible cambiar el mundo? ¿Te parece que ya es tarde, que no tiene remedio, que es una tarea demasiado grande y difícil? Pues, ¿por qué no pruebas a cambiar la parcela en que vives? ¿Por qué no empiezas por renovar tu propio corazón, tu mente, tu espíritu, tu vida? Por el solo hecho de cambiar tu vida, habrás cambiado todo un universo, el universo de tu existencia y la esfera en que mora tu alma. Basta con que dejes que el poder del amor de Dios te transforme. El lugar en que vives y el ambiente que te rodea experimentarán a la postre un gran cambio.
No te limites a cambiar solamente tu vida. Ayuda a transformar también la de tu familia, tus seres queridos. Así se producirán en tu hogar y familia modificaciones profundas. Llevarán una vida diferente, tendrán una nueva mentalidad, un corazón y un espíritu renovados, imbuidos de la verdad y el amor de Dios, de Su Palabra y de la vida que Él comunica. Una familia entera habrá cambiado, y eso representa todo un mundo, el tuyo. Cambia el mundo en que vives, transforma tu vida, tu hogar y tu familia. Así habrás cambiado el mundo, tu mundo.
Luego tu familia puede hacer lo mismo por sus vecinos y amigos, sus compañeros de trabajo o de estudios, por los comerciantes, las visitas y toda persona con quien trabe relación cada día, como hacemos nosotros. En cualquier momento pueden salir y hacer un esfuerzo por acercarse a un alma solitaria y necesitada de afecto, que busque la verdad, que ansíe sentir que alguien se interesa por ella, que busque algo sin saber a ciencia cierta qué. Gente que busca afanosamente alcanzar la felicidad y llenar su alma vacía, yerma y sedienta por falta del agua de la Palabra de Dios y del cálido amor que Él nos brinda.
Puedes empezar de forma individual, tú solo o con tu familia, sembrando cada día semillas de la verdad en este y en aquel corazón. Una forma de hacerlo es distribuir folletos cristianos por dondequiera que pases. Con paciencia, dedicación y constancia, se puede implantar en un corazón vacío la verdad contenida en la Palabra de Dios, y cubrirla con la calidez de Su amor. Luego no resta más que confiar en que el Espíritu Santo -el inefable sol del amor divino- y el agua de las Palabras de Dios produzcan el milagro de una vida nueva.
Puede que al principio no parezca más que una diminuta yema, una ramita insignificante o un simple retoño. ¿Qué diferencia hace eso en una vasta extensión de tierra? ¿Qué es eso comparado con el inmenso bosque que hace falta? Pues bien, es el comienzo. Es el milagro de la gestación de una vida nueva que con el tiempo crecerá y florecerá, hasta convertirse en un árbol majestuoso, grande y robusto. Se trata de un renacimiento total. Quizás hasta dé origen a un mundo completamente nuevo. ¿Por qué no intentarlo?
No me digas que es imposible cambiar el mundo. ¿Por qué no haces la prueba? ¿Por qué no intentas cambiar la parte del mundo en que vives, tu mundo, el mundo en el que te desenvuelves: tu familia, tu casa, tus vecinos, tu ciudad? Anímate, y puede que te sorprendas al ver lo que sucede.
No es que vayamos a transformar el mundo en lo futuro; dondequiera que damos testimonio a los demás del amor de Dios, ya lo estamos haciendo. Cada uno de nosotros está transformando el pequeño universo en que vive, el universo de nuestro ser, el de nuestra familia, el de nuestro hogar. Por todo el orbe tenemos hermanos en la fe que día a día, por dondequiera que pasan, siembran incansablemente semillas de vida en el corazón de cada persona. Tengo el convencimiento de que dentro de poco tiempo, de mediar las condiciones propicias para que estas semillas se desarrollen, presenciaremos en todo el mundo el surgimiento de un inmenso bosque formado por millones de flamantes y vigorosos árboles en crecimiento, es decir, conversos que madurarán hasta alcanzar la plena estatura de un verdadero cristiano. Los árboles de ese nuevo bosque -esos conversos- harán revivir la tierra, salvarán el mundo, lo protegerán, lo redimirán, resguardarán el suelo, haciendo que retenga el agua, regenerarán por completo las regiones donde se encuentren y les devolverán la prosperidad -la espiritualidad-. Dondequiera que estén crearán un mundo enteramente nuevo.
No vayas a pensar que no vale la pena abocarse al intento, que solo no puedes hacer mucho porque no eres gran cosa. Puedes empezar a transformar el mundo hoy mismo, amigo. No serías el primero ni el último. Johnny Appleseed se hizo famoso en la época de la colonización de los Estados Unidos porque siempre enterraba el corazón de las manzanas que se comía. Se dice que gracias a sus esfuerzos, por toda Nueva Inglaterra se ven cantidad de manzanos cuyos frutos siguen aprovechando sus moradores hasta el día de hoy.
¿Que no se puede cambiar el mundo? Claro que se puede. Si transmites la Palabra y el amor de Dios a los que te rodean, ya lo estás cambiando; estás transformando el mundo. Y si perseveras en ello -como el anciano pastor cuyos esfuerzos premió el gobierno-, un día de estos, cuando llegue el momento de tu retribución, Dios te recompensará. Te dirá: «Bien, buen siervo y fiel. Sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.» (Mateo 25:21.) Puede que en algunos casos no alcances lo que te habías propuesto, pero al menos habrás sido fiel. Aunque no hayas sido una figura destacada, se podrá decir de ti que te entregaste de lleno a servir al Señor, que lo hiciste con gran dedicación y que realizaste una buena labor.
Obraste a conciencia, día tras día, a cada paso y en cada oportunidad que se te presentó. Sin duda segarás lo que sembraste. Como dijo Jesús en el Evangelio según Mateo (Mateo 13:3-9, 18-23), es posible que no todas las semillas germinen. Tal vez el Enemigo -el Diablo- arrebate algunas, y quizás otras caigan en terreno árido o pedregoso. Habrá semillas que por no haber llegado a suficiente profundidad se secarán, como es el caso de los que abandonan ante las pruebas y las persecuciones. Otras se dejarán sofocar por los afanes y las riquezas de este mundo. Con todo, es inevitable que algunas caigan en tierra fértil y den buenas cosechas, unas a treinta, otras a sesenta y otras al ciento por uno. Éstas compensarán los esfuerzos invertidos en las semillas infructuosas, y con ello habrás transformado el mundo. No me cabe la menor duda. No se trata de una posibilidad, sino de un hecho; estamos cambiándolo y en parte ya lo hemos transformado. Si hay algo de lo que estoy seguro es de que al menos yo he cambiado el mundo en que vivo. ¿Estás haciendo tú algo por cambiar tu parte del planeta?
Quisiera agregar algo más que considero digno de mención. Como recordarás, el joven le había dicho al pastor que no viviría para ver el fruto de sus labores ni se beneficiaría de ellas. Es más, que ni siquiera llegaría a saber si su esfuerzo había servido de algo. Sin embargo, aquel anciano pastor vivió hasta los ochenta y nueve años. Alcanzó a ver en todo su esplendor y magnificencia el bosque que había sembrado y la región que había transformado, es decir, los cambios que se habían producido a su alrededor gracias a sus esfuerzos. Esa fue la recompensa que Dios le otorgó. Llegó a apreciar el milagro que había obrado Dios por su intermedio. Esto me trae a la memoria las palabras que escribió el apóstol Pablo en el Nuevo Testamento: «No nos cansemos de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos». (Gálatas 6:9) ¿Quién sabe? Quizá llegues a ver el día en que -gracias a ti- el mundo sea diferente. Algún día todos llegaremos a ver el mundo que habremos transformado, si no aquí en la Tierra, al menos en el Cielo.
Estás haciendo algo por cambiar el mundo en que te desenvuelves? No creas que es muy difícil cambiar la vida de una persona. Aún recuerdo una oportunidad en que visité con mi familia la Exposición Universal de Montreal en 1967. Por entonces mi madre tenía ya 80 años, pese a lo cual todavía era una cristiana de lo más entusiasta. Mientras pasábamos por el pabellón soviético sucedió algo inesperado. Se acercó el jefe de la delegación a ofrecer una silla de ruedas a mi anciana madre. Era un joven ruso muy apuesto, alto, de cabello rubio y aspecto impecable. Muy amablemente se ofreció a pasearla por el pabellón y explicarle las diversas facetas de la exposición.
Desde un principio congeniaron bastante y se enfrascaron en una conversación de lo más animada. Mientras aquel joven ruso le enseñaba a mi madre el pabellón y le explicaba los diversos artefactos que allí se exponían, conversaron casi dos horas. Más tarde me enteré, sin embargo, de que hablaron de mucho más que de artefactos. Al final de nuestra visita, el joven se despidió muy efusivamente y nos rogó que volviéramos. Se mostró de lo más cordial, y por lo que se ve, en el breve tiempo que pasó hablando con mi madre estableció una relación bastante estrecha con ella.
Varias semanas después nos llegó una carta suya en la que le decía a mi madre: «Usted ha transformado mi vida. Reflexioné acerca de lo que me dijo y acepté a Cristo. Usted ha producido un giro total en mi forma de pensar y en mis creencias; soy otro hombre. Pero soy casado, tengo tres hijos y vivo en un país comunista en el que la práctica del cristianismo es ilegal. ¿Qué hago ahora?»
El consejo que le dio mi madre en la carta con que le contestó se podría resumir en las siguientes palabras: «Cambie el mundo. Transforme el mundo en que vive. Comience ahora mismo en el lugar donde se encuentra. No deje de dar testimonio de la transformación que se ha producido en su vida. Hable de lo que ha obrado Dios en usted, del efecto que han tenido en su vida el amor de Dios y Su verdad, y así podrá empezar a transformar la parte del mundo donde vive, así sea en la esfera comunista.»
¡Sí puedes cambiar el mundo! ¡Comienza hoy mismo! Transforma tu vida, la de tu familia, la de tus vecinos. Transforma tu hogar, tu ciudad. Transforma tu país. ¡Cambiemos el mundo!
Declaración de amor
Nosotros, como cristianos, creemos en el amor. Amor a Dios y al prójimo, porque «Dios es amor». (1 Juan 4:8) En eso consiste nuestra religión: en amar.
El amor lo es todo, pues sin amor no habría nada: ni amigos, ni familias, ni padres, ni madres, ni hijos, ni sexualidad, ni salud, ni felicidad, ni Dios, ni Cielo. Nada de ello existiría sin amor. Y nada de ello sería posible sin Dios, porque Dios es amor.
La solución a todos los problemas que han aquejado a la humanidad a lo largo de la Historia ha sido siempre el amor -amor verdadero, amor a Dios y al prójimo-. Sigue siendo la solución que ofrece Dios aun en una sociedad tan confusa y compleja como la actual.
Es precisamente el rechazo del amor de Dios y de Sus amorosas leyes lo que lleva a los hombres a ser egoístas, desamorados, desconsiderados y hasta perversos y crueles. He ahí el origen de su inhumanidad para con sus semejantes, la cual salta a la vista en este atribulado mundo actual sometido al yugo de la opresión, la tiranía y la explotación. Tanta gente es víctima del hambre, la desnutrición, las enfermedades, la pobreza, el desamparo, el exceso de trabajo, odiosas vejaciones, los tormentos de la guerra y la pesadilla de vivir con un perpetuo sentimiento de inseguridad y miedo. La causa de todos estos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía.
Efectivamente, es así de sencillo: Amar a Dios nos hace capaces de amarnos los unos a los otros. Podemos entonces seguir Sus preceptos sobre la vida, la libertad y la felicidad, con lo que todo se arregla y todos nos sentimos satisfechos en Él.
Por eso dijo Jesús que el primer y mayor mandamiento es amar: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. [...] Y el segundo es semejante -casi igual, casi lo mismo-: amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mateo 22:37-39)
En otra ocasión en que Jesús procuraba ilustrar ese mismo principio, un intérprete de la ley le preguntó: «¿Quién es mi prójimo?» La Biblia dice que aquel jurista intentaba enredarlo. Quería saber quién era técnica y legalmente su prójimo. Lo que en realidad se proponía era que Jesús le ayudara a discernir a quién debía amar y a quién no. Pero con la parábola del buen samaritano (Se llamaba samaritanos a los pobladores de Samaria, región de la Palestina central que linda con Judea. Como los samaritanos eran mestizos, los judíos ortodoxos los despreciaban y rehuían.) Jesús enseñó que se trata de toda persona que necesite nuestra ayuda, sea cual sea su raza, el color de su piel, su religión, su nacionalidad o su condición social.
«Un hombre [judío] descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita [asistente del templo], llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.
»Otro día al partir, sacó dos denarios [equivalente a dos días de jornal], y los dio al mesonero, y le dijo: “Cuídamele, y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él [el intérprete de la ley] dijo: “El que usó de misericordia con él”. Entonces Jesús le dijo: “Ve, y haz tú lo mismo”.» (Lucas 10:30-37)
Si estamos provistos de amor verdadero, no podemos presenciar una situación de apuro sin intervenir. No podemos pasar de largo delante del pobre hombre en el camino de Jericó. Debemos actuar, como hizo el samaritano. Hoy en día hay mucha gente que, cuando ve a un necesitado, reacciona diciendo: «¡Ay, qué lástima, qué pena!» Sin embargo, la compasión hay que traducirla en obras. He aquí la diferencia entre lástima y compasión: la lástima no es más que un sentimiento de pena; la compasión lo impulsa a uno a hacer algo.
Debemos manifestar nuestra fe con obras. Es difícil demostrar amor sin una acción palpable. Afirmar que se ama a alguien y no ayudarlo físicamente en lo que pueda necesitar -proporcionándole comida, ropa, techo, etc.- no es amor. Si bien es cierto que la necesidad de amor verdadero es espiritual, éste debe manifestarse físicamente, por medio de obras. «La fe que obra por el amor.» (Gálatas 5:6) «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:17,18).»
Por otra parte, consideramos que la forma más sublime de manifestar amor no consiste exclusivamente en compartir simples pertenencias y bienes materiales. Se basa en entregar la vida en servicio a los demás, como expresión de nuestra fe. Las buenas obras y la entrega de dichas posesiones vienen como consecuencia. El propio Jesús no tenía nada material que dar a Sus discípulos, salvo Su amor y Su vida, que dio por ellos y por nosotros, para que todos pudiéramos disfrutar de vida y amor eternos.
«Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos (Juan 15:13).» Profesamos, pues, que lo máximo que podemos dar a los demás es nuestra persona, nuestro amor y nuestra vida. Ese es nuestro ideal.
Con esa finalidad precisamente creó Dios al hombre en un principio. Nos hizo para que lo amáramos, disfrutáramos de Él eternamente y ayudáramos a los demás a hacer lo mismo. Dios fue el creador del amor y el que puso en el hombre la necesidad de amar y ser amado. Él es el único capaz de satisfacer esa ansia profunda de amor total y comprensión absoluta presente en toda alma.
Por eso, aunque las cosas temporales de este mundo puedan satisfacer el cuerpo, sólo Dios y Su amor eterno pueden llenar ese angustioso vacío espiritual que hay en el corazón de cada persona y que Dios creó exclusivamente para Sí. El espíritu humano -ese algo intangible, esa esencia de nuestro ser que habita en nuestro cuerpo- sólo halla plena satisfacción en la unión total con el gran Espíritu amoroso que lo creó.
Él es el mismísimo Espíritu del amor, amor verdadero, eterno, amor auténtico que nunca deja de ser, el amor de un Amante que nunca abandona, el Amante por excelencia, Dios mismo.
Lo vemos reflejado en Su Hijo Jesucristo, que vino al mundo por amor, vivió con amor y murió por amor para que nosotros pudiéramos vivir y amar eternamente. «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).»
Para recibir el amor de Dios personificado en Jesús no tienes más que abrir tu corazón y pedirle que entre en ti. Jesús prometió: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Apocalipsis 3:20). Con amor y mansedumbre, Él aguarda a la puerta de tu corazón. No la fuerza, no te obliga a aceptarlo; más bien espera a que le pidas que entre. ¿Se lo pedirás?
Una vez que lo hayas hecho, experimentarás toda una transformación. Será como si acabaras de nacer a un mundo del todo nuevo. Te convertirás en un nuevo hijo de Dios, con un nuevo espíritu. Entonces Su Espíritu, que morará en ti, te permitirá hacer lo que resulta humanamente imposible: amar a Dios y a tus semejantes.
Descubrirás la verdadera felicidad, que no se halla buscando de modo egoísta placeres y satisfacciones, sino al encontrar a Dios, comunicar Su vida a los demás y procurar la felicidad ajena. Entonces la felicidad te busca, te toma por asalto y se adueña de ti, sin que la hayas procurado siquiera.
«Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará (Gálatas 6:7).» Si siembras amor, recoges amor. Si siembras amistad, recoges amistad. Obedece, pues, la ley divina del amor, amor desinteresado, amor a Dios y al prójimo. Manifiesta a los demás el amor que les debes, y tú también recibirás amor. «Con la misma vara con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:38.).»
Descubre las maravillas que puede hacer el amor. Hallarás todo un nuevo mundo de amor que sólo habías concebido en sueños. En compañía de otra alma solitaria, puedes disfrutar de los milagros que obra el amor. Pruébalo. El amor que manifiestes volverá a ti.
El amor no se te dio para guardarlo.
Para que sea amor, a otros hay que darlo.
Guerra entre dos mundos
Carta abierta a cuantos desean sinceramente transformar la sociedad
Todos los que hemos respondido al llamamiento de Cristo de seguirlo y llevar Su luz al prójimo libramos una guerra cósmica. Luchamos juntos en defensa de nuestra fe, de la verdad y la libertad. Movidos por el amor, nos hemos comprometido a entregar la vida por nuestros hermanos de todo el mundo. Estamos empeñados en lograr que la gente humilde del mundo tenga a su alcance la posibilidad de alimentarse y vestirse adecuadamente y adquirir una vivienda digna; que pueda gozar de buena salud y trabajar en paz y libertad a fin de satisfacer sus necesidades elementales y alcanzar la felicidad. Nos hemos dedicado de lleno a lograr que todos los habitantes del planeta, sin restricciones, puedan conocer la dicha de vivir fraternalmente y en cooperación unos con otros, de tal modo que cada uno aporte conforme a sus posibilidades y reciba según su necesidad (V. Juan 15:13; 2 Corintios 8:14; Hechos 4:35; 11:29).
Los ideales comunes que perseguimos son que la humanidad se libre de la miseria, de la dominación, del dolor, del mal y del miedo. Los hombres no pueden ser felices cuando padecen hambre, viven bajo el yugo de la opresión, la tiranía y la explotación, o son víctimas de la desnutrición, la falta de salud, las enfermedades y el exceso de trabajo. No pueden conocer la alegría cuando soportan las penalidades que ocasionan interminables guerras y conflictos, y enfrentan la pesadilla de una espantosa inseguridad.
Sostenemos que la causa de todos esos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y con el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía con el Creador, con la creación y con sus semejantes. Esas leyes constituyen el fundamento de nuestra fe y de la de todos los que creen profundamente en Dios y en Su amor.
A demás de saber a favor y en contra de qué luchamos, es necesario tener claro en qué plano debemos hacerlo. La nuestra no es una guerra de armas y ejércitos que combaten físicamente. No es una contienda en el plano material, en la que se enfrenten hombres, naciones o grupos étnicos. No es una guerra entre ricos y pobres ni entre socialistas y capitalistas. No se trata de un conflicto entre sistemas políticos o económicos, entre sociedades o culturas, o entre confesiones religiosas. No nos referimos a una conflagración motivada por el rencor y el odio, la saña y la venganza, que conducen a matanzas y a salvajismo, torturas, sufrimiento y muerte. No se trata de sojuzgar a un pueblo, ni de conquistar territorios, ni de adquirir bienes materiales o satisfacer la vanagloria del hombre.
Tales guerras carnales raramente han contribuido a superar conflictos o a resolver los problemas fundamentales que aquejan a la humanidad. Por lo general, solo han dado lugar a más sufrimiento, angustia, dolor, hambre, esclavitud, resentimiento y revanchas. No han hecho otra cosa que generar más luchas, tormentos, privaciones, destrucción, pérdidas, aflicción, miseria y muerte. El resultado de la inmensa mayoría de las mezquinas y execrables guerras que desatan los hombres no es más que un simple relevo del tirano de turno en el que se invierten los papeles entre opresores y oprimidos, un interminable círculo vicioso de males que enriquece aún más a un sector cada vez más reducido de privilegiados, y a la vez engrosa las filas de los pobres. Y tanto unos como otros son desgraciados e infelices con la vida que llevan, asediada por el espectro del miedo y la muerte.
La nuestra es una guerra que se libra en el plano espiritual, por medio de la fe y el amor, y tiene por objetivo conquistar el corazón y el espíritu de los hombres, influir en sus ideas y salvar tanto su alma como su cuerpo. Combatimos por liberarlos de la maldad que se adueña de su espíritu, de su corazón y de su mente, y los induce a ser egoístas, desconsiderados, ofensivos, crueles y perversos con sus congéneres. La inhumanidad de los hombres para con sus semejantes tiene raíz en su ignorancia de los caminos que conducen a la felicidad. No conocer bien el amor, la fe y el poder de Dios, así como los principios espirituales que Él amorosamente ha instituido para que alcancemos la dicha eterna.
Lidiamos en esta contienda a fin de romper las cadenas de iniquidad y el yugo del Diablo que esclavizan el alma, la mente, el corazón y el espíritu de los hombres, y que son la causa de que nos hayan sobrevenido todas las desgracias que enfrentamos hoy en día. Se trata de una guerra cósmica, una guerra entre dos mundos. Una guerra entre el bien y el mal, entre Dios y el Diablo, la rectitud y la vileza, lo mundano y lo espiritual, ángeles y demonios. Un enfrentamiento entre el amor y el odio, la vida y la muerte, la alegría y la desdicha. Nos referimos a un conflicto universal en el que las fuerzas celestiales defensoras del bien se oponen a las fuerzas espirituales del Infierno, que luchan por nuestro cuerpo y nuestra alma, tanto en el plano terrenal como en la dimensión espiritual.
Por tanto, es menester que, además de defender nuestros derechos humanos, libremos esta guerra espiritual -de mucha mayor trascendencia que cualquier otra- con armas mucho más eficaces como son la fe, el amor y la piedad, acompañadas de palabras y actos de bondad. Para liberar a los hombres del temor es necesario infundirles fe; para librarlos del odio hay que manifestarles amor; para aliviar su angustia es preciso brindarles alegría; para librarlos de la guerra debemos forjar la paz; para sacarlos de la miseria hay que satisfacer plenamente sus necesidades; para salvarlos de la muerte tenemos que indicarles el camino que conduce a la dicha eterna en el Cielo.
La espada vence, la palabra convence. Nuestra guerra se libra con palabras e ideas capaces de encender en los hombres la llama de la fe y la esperanza. Aspiramos a colmarlos de alegría, de paz y de amor, a fin de que su espíritu sea libre. Asimismo, nos proponemos liberarlos del dolor físico con actos de amor y de bondad. Debemos, por tanto, librar una guerra de palabras contra las ideas del mal, una guerra de fe contra el temor y de esperanza contra la duda. Es vital que inspiremos a los hombres a creer en Dios y en Su amor, y que Él ha concebido un plan para llevar al hombre hacia un futuro glorioso, cuando se instaure el Reino de Dios en la Tierra, en el que gobernarán los justos y ya no habrá pesar, ni llanto, ni dolor, ni muerte. Todo será luz y vida, y habrá paz, felicidad y abundancia para todos.
Es necesario enseñar a la gente las amorosas y vivificantes Palabras que Dios mismo nos legó en Su libro sagrado, la Biblia, por medio de Sus santos profetas, a fin de que la humanidad alcance la vida, la dicha y el amor eternos que Dios ofrece. Imperios poderosos construidos a punta de espada desaparecieron con el mismo ímpetu con que aparecieron. En cambio, las divinas Palabras de vida y amor permanecen para siempre y no han dejado de ser fuente de gozo, paz, amor, vida y esperanza para miles de millones de personas generación tras generación. Grandes conquistadores como Alejandro Magno, César, Gengis Kan, Napoleón y Hitler han quedado relegados al pasado. Sin embargo, las ideas, la fe y las palabras de los profetas de Dios son imperecederas.
Trascienden las fronteras. Se extienden por todas las naciones, razas e imperios. No conocen límites de tiempo ni de espacio. No han podido ser reprimidas por personas, por guerras ni por el poder de las armas. Engloban a la humanidad entera, y unen los pensamientos, el corazón y el espíritu de los hombres en la fe y el amor a Dios y al prójimo, para bien de todos.
Los filósofos, maestros, profetas y siervos de Dios en raras ocasiones han dirigido imperios. No obstante, han ganado a multitudes de personas a su causa por medio de sus palabras, su fe y sus ideas, que cautivaron corazones, conciencias y espíritus liberándolos para siempre. Los seguidores de Dios desde el principio del mundo se cuentan por miles de millones, y a diferencia de los efímeros imperios terrenales, que subyugan por la espada, el Reino eterno de Dios conquista los espíritus inmortales de los hombres.
No se puede obligar a nadie a hacer el bien. No se puede imponer la moralidad a fuerza de leyes. Para impulsar al hombre a obrar limpiamente y a abstenerse del mal por iniciativa propia es necesario persuadirlo, ganar su corazón, iluminar su espíritu y salvar su alma. Para conquistar de veras el amor de una mujer, de nada vale forzarla. Hay que cortejarla. No es posible cambiar el mundo de los hombres sin cambiar su manera de pensar. Para eso es imperativo transformar su corazón, lo cual sólo es viable mediante la inspiración del Espíritu de Dios, que no sólo salva el cuerpo, sino también el alma.
Debemos empeñarnos en la salvación integral de los hombres, no solamente de su cuerpo y de su medio ambiente. Nunca podrán ser felices teniendo el corazón amargado, los pensamientos turbados, el espíritu abatido y el alma desprovista de salvación. Tenemos que consagrarnos a la tarea de salvar a los hombres en su totalidad, no en forma parcial. Es necesario bregar por la salvación de la humanidad entera, no sólo de una parte de ella. Esa salvación debe ser eterna y no circunscribirse a la existencia actual.
Sólo el poder, la vida, la luz, el amor y las palabras de Dios pueden lograr ese objetivo. Debemos valernos de cuanto medio haya disponible en el mundo para comunicar esas palabras a toda persona. Debemos hacer llegar a los ojos y pensamientos de todos los hombres en todo lugar los preceptos de Dios, Su esperanza, fe y amor, y los designios que ha determinado para Sus criaturas, a fin de que se transformen todos los corazones, se eleven todos los espíritus y se salven todas las almas, así como los cuerpos que las componen, para que convivan en unidad y armonía para siempre.
Es imprescindible que tengamos por objetivo la salvación universal de la humanidad, no sólo la de nuestra nación. No podemos limitarnos a resolver las nimias cuestiones temporales, los afanes de esta vida, las dificultades de nuestro ámbito o los conflictos de un determinado pueblo, nación, raza, cultura, religión, ideología, filosofía política o sistema económico.
Para que todos los hombres alcancen la felicidad, la salvación no puede exceptuar a nadie; debe abarcar a la humanidad entera. Aunque las noventa y nueve ovejas estaban en el redil, el pastor no se conformó hasta que hubo hallado y rescatado a la perdida. La grey no estaba completa. El pastor no podía descansar mientras una de ellas estuviera sufriendo por su descarrío (V. Mateo 18:12-14; Lucas 15:3-7; Juan 10:1-16 ).
Es preciso que busquemos a todas las ovejas perdidas del Buen Pastor, a fin de transmitirles las palabras de amor, vida y fe. Hay que traerlas a todas al redil, de manera que sean por la eternidad un solo rebaño con un solo Pastor.
Tenemos la obligación de llevar el mensaje a todos, aunque no todos lo escuchen ni respondan ni acepten la salvación. Debemos a todo hombre el mensaje de Dios y la vida de amor que Él quiere dar, pero sobre todo a los que se muestren dispuestos a creerlo y aceptarlo. Dios únicamente sacia al alma hambrienta; a los que creen no tener necesidad de Él ni de una transformación los envía vacíos (V. Lucas 1:53). No tiene sentido perder el tiempo discutiendo con los que se niegan a reconocer la verdad. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Debemos empezar hoy mismo a saciar a los hambrientos, a dar vista a los que ansían luz y amor a los abandonados.
Si Dios está de nuestra parte, nadie podrá hacer-nos frente, por mucho poder que ostente o por muchos que sean sus seguidores. Confía en Dios. «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros (Romanos 8:31)?» ¿Quién podrá detener al que hace el bien? Ninguno podrá resistirse al poder de Dios en ti ni a Sus huestes celestiales si Dios está a tu favor y tú a favor Suyo, y estás obrando conforme a Su voluntad (V. Hechos 5:38-39).
Libramos una lucha sin cuartel, y la victoria es nuestra. Alabado sea Dios. Puede que perdamos algunas batallas, pero estamos ganando la guerra, y muy pronto estableceremos el Reino de Dios en la tierra. No te des por vencido. No desmayes, no pierdas la fe, ten ánimo. No podemos fracasar. Tenemos la victoria asegurada, porque Dios está con nosotros y porque luchamos por una causa justa y santa, basada en la fe y el amor a Dios y al prójimo. El amor es infalible, porque «Dios es amor» (1 Juan 4:8).
Jesús dijo que el cielo y la tierra pasarán, pero las Palabras de Dios no pasarán (V. Mateo 24:35). Para siempre permanecen en los Cielos, y nadie podrá desmentirlas u oponerse perpetuamente a ellas. Invócalas y divúlgalas, junto con el amor de Dios, tanto de palabra como de hecho. Aprovecha para ello todos los medios que tengas a tu alcance, y así brindarás a los demás luz, esperanza, amor, paz, abundancia, satisfacción y felicidad celestial para siempre.
No es de necios dar una vida pasajera por un amor imperecedero.
¿Se equivocó Dios
Se equivocó Dios al poner a Adán y Eva en el Paraíso y permitirles que tomaran por su cuenta una decisión que resultó ser desacertada (V. Génesis 3:6)? ¿No reconoció Dios Su fracaso cuando tuvo que aniquilar a la humanidad por su impiedad mediante el diluvio universal (V. Génesis 6:5-7)? ¿Fue la torre de Babel un desastre total, y la confusión de lenguas una catástrofe? ¿O fue todo ello necesario para cumplir el propósito divino de enseñar humildad al hombre y dispersarlo sobre la faz de la Tierra (V. Génesis 11:1-9)?
¿Fue un error que Moisés matara al cruel egipcio y tuviera que huir para salvar la vida, con lo que acabó pasando cuarenta años en el desierto aprendiendo a ser un humilde pastor de ovejas (V. Éxodo 2)? ¿No fue aquello un terrible contratiempo para la causa y la liberación de su pueblo? ¿O fue necesario que Moisés terminara en el exilio a fin de que aprendiera lo que Dios tenía que enseñarle y se transformara en la persona que tenía que ser para liberar a su pueblo? Es decir, en un hombre que ponía toda su confianza en Dios y no en sí mismo.
¿Se equivocó Dios cuando escogió a Saúl por rey de Israel, teniendo en cuenta cómo salió? ¿Fue Saúl un fracaso? ¿O sirvió para cumplir el plan divino y preparar al rey que Dios realmente buscaba: David (V. 1 Samuel 9-22 )? Dios obtiene algunas de Sus mayores victorias de aparentes derrotas, y hace que la ira del hombre lo alabe (V. Salmo 76:10).
¿Se equivocó Dios cuando dejó que David sucumbiera en los brazos de Betsabé, cayera en desgracia delante de sus súbditos, fuera destronado por su propio hijo, el rebelde Absalón, y se marchara a otro país en medio del oprobio y el escándalo, escoltado por unos pocos amigos (V. 2 Samuel 15)? ¿Será que David cayó? ¿O a raíz de todo ello acabó subiendo? Algunas veces, Dios para levantar derriba... de hecho, casi siempre. Exactamente lo contrario de lo que pensamos. A Dios le encanta hacer las cosas al revés de lo que uno espera, porque eso requiere un milagro y demuestra que son obra de Dios y no del hombre. Gracias a aquello, David fue humillado, junto con todo el reino, lo que les recordó que todo lo que eran y tenían se lo debían al Señor.
De esos aprietos y quebrantos que sufrió David brotaron la dulzura de los Salmos y la fragancia de sus alabanzas al Señor por la misericordia que tuvo con Él. Fue todo obra de Dios, fue todo por gracia, nada de sí mismo ni de su propia justicia. Es una enseñanza que desde entonces ha animado a muchos otros grandes pecadores como cualquiera de nosotros.
¿Se frustró la misión de Elías cuando huyó de Jezabel después de su gran victoria en el monte Carmelo? Cuando se escondió cobardemente en el desierto, ¿quedó en nada la gran valentía exhibida en aquella ocasión? Después de matar a cientos de falsos profetas, huyó de una simple mujer. ¡Qué cuadro (V. 1 Reyes 18-19)! Aquel profeta audaz, formidable e impresionante, el que había descollado entre todos los demás por estar lleno del poder y la fortaleza de Dios, el mismo que en la cima del Carmelo había hecho descender fuego de los cielos, huía esta vez -temerosa y deshonrosamente- de la perversa reina Jezabel. ¿No supuso eso un descalabro, la ruina total de su obra? ¿No menoscabó aquello todo su testimonio? ¿No demostró que a fin de cuentas no era un gran profeta? ¿No ocasionó que sus seguidores lo abandonaran? ¿O será que Dios pretendía enseñarle algo que haría de él un profeta mejor, más humilde, el cual, después de regresar, no temería siquiera al rey, mucho menos a la reina?
¿No fue un desprestigio y un apoteósico revés para la causa de Dios que Jeremías, el gran profeta de males y destrucción, fuera puesto en un cepo frente a la puerta del templo, para que sus hermanos le escupieran en la cara? ¿O que sus enemigos lo hundieran hasta las axilas en barro, y tuviera que ir a rescatarlo en secreto su buen amigo Ebed? Finalmente, ¿no fue lo más ignominioso y escandaloso de todo que terminara en la cárcel, tildado de traidor y delincuente, acusado de ser desleal a su patria y a su pueblo (V. Jeremías 38-41)?
Sí, pero no para Dios. Todo ello formaba parte del plan divino para conservar humilde a Jeremías y evitar que se distanciara de Dios, de manera que pusiera toda su confianza en Él y no en su familia, en sus amigos o en el rey. Dios lo tuvo allí entre rejas para mantenerlo a buen recaudo hasta que lo liberaron los babilonios. Fue protegido, sustentado y alentado por aquellos de quienes menos cabía esperar un trato benigno: los crueles enemigos paganos de su pueblo. ¿Fue todo una equivocación? ¿No había acaso una mejor opción, un modo más correcto de hacerlo (Isaías 55:8-9)?
¡Qué importa lo correcto! Los que se preocupan por hacer las cosas correctamente son los hombres. Dios más bien suele obrar de maneras inesperadas, incorrectas, poco tradicionales, poco ortodoxas y poco ceremoniosas, al revés de como nos imaginamos. «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos Mis caminos -dice el Señor-. Como son más altos los cielos que la tierra, así son Mis caminos más altos que vuestros caminos, y Mis pensamientos más que vuestros pensamientos (V. Isaías 40:13-14; 1 Corintios 2:16).» ¿Quién puede conocer la mente del Señor? Y ¿quién puede enseñarle algo?
¿Quiénes nos creemos que somos para decirle a Dios lo que tiene que hacer y cómo? Dios sabe lo que hace. Su forma de proceder no es asunto nuestro. No nos corresponde a nosotros instruir a Dios en cómo debe hacer las cosas. «Mira, Señor, debes hacerlo de esta forma o de esta otra, para que la gente nos acepte y nos comprenda.» No te preocupes por los que no entienden. Confía en que Él sabe lo que hace. «Fíate del Señor de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas» (Proverbios 3:5-6).
A Dios le encanta obrar al revés de como nos parece que debería hacerlo. Pero ¿es eso un error? ¿Está mal que lo haga así?
¿Por qué no se valió Dios de los 32.000 hombres de Gedeón para aniquilar el ejército de los madianitas? Así habrían podido atribuirse el mérito a sí mismos y jactarse de ser un pueblo superior. En cambio, mandó a una ridícula cuadrilla de 300 hombres a que rompieran vasijas en medio de la noche, montaran un espectáculo luminoso, hicieran sonar sus trompetas y gritaran como desaforados. Sin embargo, eso hizo que les temblara la barba a los soldados enemigos, los cuales acabaron matándose unos a otros (V. Jueces 7).
¡Qué manera más ignominiosa de ganar una batalla! ¡Qué forma más vergonzosa de vencer al enemigo! Una bufonada, un disparate que no tenía sentido; pero fue todo cosa de Dios. Gedeón y su cuadrilla no tuvieron más remedio que dar gracias a Dios por la victoria, pues lo único que se les podía atribuir a ellos eran tonterías como romper platos, agitar antorchas y soltar alaridos mientras Dios se encargaba del enemigo. ¿A quién sino al Señor se le podría reconocer el mérito de la victoria en semejante batalla? Desde luego no a un hombre simple como Gedeón, que tuvo la intrepidez de creer y obedecer lo que Dios le había dicho. Pero con tal de cumplir su misión, no le importó hacer el ridículo ni que se rieran de él.
Quien trate de analizar racionalmente los planes del Señor más vale que desista. Lo más probable es que de todas formas las cosas no resulten como él piensa. No sea que diga: «Mi mano me ha salvado» (Jueces 7:22).
Yqué más digo? Porque el tiempo me faltaría para hablar de Barac y del loco de Sansón. Ese sí que dio un pésimo ejemplo. Semejante melenudo, mujeriego, pendenciero, jaranero, bromista y apostador. Mató a mil filisteos con una quijada de burro, y a veces él mismo hacía tremendas burradas (V. Jueces 14-16). Vaya forma imprudente, insólita y alocada de salvar Dios a Su pueblo, por medio de semejante rebelde. ¿Se equivocó Dios? ¿O será que para demostrar que Él puede servirse de cualquiera, hasta de personas como nosotros, nos dio el alentador ejemplo de esos desastres que tuvieron éxito, esos fabulosos incapaces que se atrevieron a confiar en Él a pesar de sí mismos y le atribuyeron toda la gloria, a sabiendas de que sin Él nada podían hacer!
No habría sido mucho más respetable y correc-to que el Rey de reyes, Jesús, naciera en un palacio, en presencia de ilustres cortesanos, y que lo agraciaran con los honores y alabanzas de la sociedad? En cambio, vio la luz en el suelo sucio de un establo, entre vacas y asnos, y lo envolvieron en trapos para acostarlo en un comedero de animales. Desde entonces, la gente ha venerado tanto el pesebre que olvida el uso que tenía: era simplemente un cajón tosco del que comían las vacas. Los únicos presentes fueron un variopinto grupo de pastorcillos pobres hincados de rodillas en el suelo, y unas cuantas vacas y asnos.
¿No habría sido más ventajoso que Su padre terrenal fuera un eminente potentado en lugar de un simple carpintero? De haber recibido el espaldarazo del orden establecido, ¿no se les habrían facilitado mucho las cosas a Jesús y a Sus seguidores y no se habría agilizado la propagación de Su obra? ¿Y no fue un tanto bochornoso para Sus humildes padres convertirse en fugitivos de la injusticia y salir huyendo del país como delincuentes comunes por haber traído al mundo al caudillo de un gobierno revolucionario opositor, el Reino de los Cielos (V. Mateo 1-2)?
Por lo mismo, ¿no le habría convenido vivir un poco más decente y aceptablemente en lugar de nacer en un establo que ni siquiera era de Él, gorronear comida en campos de otros hombres, dormir en casas ajenas -particularmente en la de un par de adorables hermanas solteras, María y Marta- y ser sepultado en la tumba de otro (V. Lucas 10:38-42; Juan 19:38-42)?
¿Era necesario que estuviera constantemente enfrentándose a las instituciones religiosas, rompiendo convencionalismos, derribando tradiciones y amenazando el statu quo, de tal manera que tuvo que terminar ejecutado junto a delincuentes comunes, dejando atrás la mala reputación de haberse codeado con publicanos y pecadores, de haber sido un comilón y bebedor de vino, de andar codeándose con borrachos y prostitutas, de infringir la ley, de ser un agitador, de alterar el orden público, de ser un fanático endemoniado y un falso profeta. Así lo calificaron (V. Lucas 7:34; 23:2; Juan 10:20). ¿No habría podido recurrir Dios a tácticas menos controvertidas y procedido de forma más pacífica, respetable y aceptable? ¿No habría podido el Rey de reyes empezar con mejor pie en lugar de hacerse odiar desde el principio? ¿No fue aquello un desatino de Dios?
Jesús, ¿por qué ofendiste adrede al orden estable-cido? ¿Para qué escoger a propósito, por discípu-los, a unos malolientes pescadores melenudos y a un odiado recaudador de impuestos? ¿No habría sido más ventajoso actuar a la manera de los hombres y elegirlos de entre los eruditos del Sanedrín [consejo supremo de la antigua nación judía] con la aprobación de las sinagogas, la venia de los principales sacerdotes y la autorización de Roma por intermedio del gobernador? Jesús, ¿no te habría convenido más haberlo hecho así desde el comienzo? ¿No crees que Tus tácticas habrían podido refinarse un poco? ¿No crees que te creaste muchas dificultades desde el principio y te acarreaste penas y persecuciones totalmente innecesarias e inmerecidas con Tus métodos temerarios y Tu imprudencia?
¿Era preciso que te marginaras de tal manera y que escogieras tal amalgama de inútiles, entre ellos algunas de las peores rameras y algunos de los personajes más radicales de la ciudad? Seguro que habrías podido adoptar mejores procedimientos. Se comprende que cometieras algunos errores, pero ¿no fue una tontería que actuaras sistemática y testarudamente contra la lógica, la razón y las buenas costumbres?
Si hubieras dado sólo una paliza a los cambistas del templo, tal vez lo podrían haber pasado por alto como una atolondrada excentricidad de un demente, de un tipo que andaba mal de la cabeza. Pero echarlos a latigazos, destrozar los muebles y esparcir todo el dinero dos veces... ¡Sabes muy bien que eso ya era pasarse! Era inevitable que alguien se enfureciera y terminara eliminándote (V. Juan 2:13-16; Mateo 21:12-13; Marcos 11:15).
Hiciste las cosas de tal modo que nos resulta muy difícil explicar a la sociedad decente por qué tuviste que ser tan inconformista y polémico, semejante iconoclasta. ¿No crees que habrías podido transigir un poco en algunas de esas cuestiones para no enfrentarte tan de plano a las autoridades eclesiásticas con Tus doctrinas revolucionarias? ¿No habrías podido refinar un poco Tu estilo y Tu mensaje para que no resultaran tan difíciles de tragar? Como cuando dijiste a Tus discípulos que comieran Tu carne y bebieran Tu sangre. Santo cielo, habrían podido pensar que profesabas el canibalismo (V. Juan 6:48-63).
Señor, seguro que había mejor forma de proceder. Es indiscutible que habrías podido vivir en mejores condiciones. ¿Cómo se te ocurre acampar en el prado a la sombra de los árboles? Eras perfectamente consciente de que con eso motivarías gestos de extrañeza y levantarías sospechas sobre Tu carácter y moralidad y la de Tus discípulos, ya de por sí personas de dudosa conducta. Es evidente que te equivocaste en algunos de esos métodos de actuación, Señor. Algunas cosas habrías podido hacerlas mejor.
No podemos ser vagabundos como Tú y Tus discípulos, Señor. Ni siquiera como el gran apóstol Pablo. Imagínate lo que sería «no tener morada fija» (1 Corintios 4:11). Eso es inconcebible en esta era moderna. Simplemente no se hace. Sabes bien que esa forma de vida inevitablemente acarrea críticas y concita el aborrecimiento de la sociedad, sobre todo teniendo en cuenta que según la corriente actual la vida no consiste en unos valores espirituales imprecisos sino en la abundancia de bienes materiales.
Francamente, dificultas bastante las cosas. Por lo menos parte de todo eso fue desacertado. Era lógico que Tus estúpidos e ignorantes seguidores cometieran algunos disparates así; pero, ¿Tú, que eras su jefe? ¿Cómo es posible que incurrieras en una conducta tan deshonrosa? ¿Qué esperabas que la gente pensase? Es comprensible que te acusaran de ser un borracho, un glotón, un libertino y un extremista. La verdad es que no pusiste mucho de Tu parte con miras a que te aceptaran. Para los que estamos acostumbrados siquiera a un mínimo de honorabilidad, Tu mensaje y Tu proceder resultaron muy difíciles de tragar. ¿Es que no te importaban nada las opiniones de los hombres? ¿No te interesaba acaso lo que la gente pensara de Ti y de Tus seguidores? ¿No tenían para Ti ninguna importancia los chismes que circulaban en torno a Tu persona y a los hombres y mujeres que te seguían?
Para colmo, elegiste a ese fanático de Pablo como uno de Tus principales apóstoles. Tenías que haber sabido que a los judíos no les iba a hacer ninguna gracia que les arrebataras a uno de sus hombres clave y lo convirtieras en cristiano radical. Te habrías debido percatar de que Tus propios discípulos dudarían de la sinceridad de semejante hombre y de que les iba a costar creer que hubieras hecho semejante barbaridad: escoger a su peor perseguidor y esperar que, después de todo el daño que les había hecho, se convencieran de que a partir de entonces sería su buen amigo y compañero (V. Hechos 9).
Señor, ¿cómo pudiste hacernos esto? Nos compli-caste enormemente las cosas. ¿Cómo hacemos ahora para que la sociedad te comprenda? ¿Qué esperas que crea la sociedad, si Tus actos fueron prácticamente inexcusables? La gente se basa en lo que ve y oye, y en Tu caso, eso de por sí es terrible.
Señor, por lo que más quieras, déjanos mejorar Tus métodos, pulir un poquito Tu mensaje y eliminar algunos rasgos irreconciliables y polémicos de Tu ministerio. Nosotros no queremos cometer los mismos errores que Tú. Por lo que más quieras, ayúdanos a ser mejor vistos por el mundo. ¿No entraría eso en las mayores obras que dijiste que haríamos (V. Juan 14:12), que nosotros, a diferencia de Ti, consigamos ser aceptados por la sociedad; más aún, que podamos granjearnos el reconocimiento y la bendición de la misma y hasta cooperar con ella? ¿No nos permitirías, en este caso, «unirnos en yugo desigual con los incrédulos» (2 Corintios 6:14)?
¿No podrías, en nuestro caso, igualar ese yugo sólo un poquito para que no tengamos que padecer la dura persecución que Tú y Tus primeros seguidores sufrieron? ¿No te parece que algo deberíamos haber aprendido del pésimo ejemplo que diste Tú, para evitar caer en los mismos errores? Está claro que se podría sacar alguna lección de Tus metidas de pata. De otro modo, si a lo largo de la Historia Tus discípulos imitan Tu modelo de inconformismo, se verán en constantes aprietos. Tú sabes que el mundo no va a tolerar esas cosas y que de seguir así el cristianismo acabará por desaparecer.
Otra cosa, Señor, es que debiste haber manifestado mucho más respeto por el templo y las sinagogas. Sabes bien que los templos constituyen la base de toda religión. Sin ellos, ¿qué sería de la nuestra? Válgame Dios, ni siquiera podríamos celebrar cultos. Y si careciéramos de una organización eclesiástica, ¿a qué diríamos que pertenecemos? Nos quedaríamos en la calle, sin otra cosa que hacer que divulgar Tu mensaje. No tendríamos más apoyo y respaldo que el Tuyo. Obrar así no resulta muy eficiente. A ese paso no duraríamos mucho. Fíjate en lo que les pasó a Tus seguidores de todas las épocas que se empeñaron en prescindir de las instituciones religiosas y quisieron predicar en las calles, sin medios económicos tangibles, sin empleo, sin vivienda, sin contar con el reconocimiento de los gobiernos. Casi todos sin excepción -desde Tus primeros profetas hasta Tus mártires más recientes- fueron ridiculizados, escarnecidos, tratados con incredulidad, encarcelados, multados, azotados y hasta llevados a la muerte.
Era de esperarse, Señor. Tenías que haber sabido que la gente no toleraría eso, que la sociedad no accedería a que personas de esa clase anduvieran sueltas sin imponérseles limitaciones. Podrían socavar toda la organización social y minar la confianza que tiene la gente en su religión, sus templos y su clero. Tú sabes que esas cosas no se pueden consentir, Señor. Todo debe hacerse decentemente y con orden. Es inconcebible dejar que todos esos fanáticos anden sueltos gritando: «¡Jesús te ama!» Lo considerarán una alteración del orden público, por cuanto no coincide con el orden que ellos han implantado, el orden tradicional.
No te habrás equivocado, Señor? ¿No habrá una manera mejor de trabajar, con gente un poquito más distinguida, métodos algo más aceptables y un mensaje menos ofensivo, algo que no moleste y no enoje tanto a la gente contra Ti? Por lo general aspiramos a tener un mínimo de reputación y a ser bien vistos y respetados por nuestros vecinos. A la mayoría no nos hace mucha gracia aparecer en los titulares de los periódicos, y menos de una forma francamente desagradable. A pocos les atrae la idea de que se los considere fanáticos religiosos. ¿No crees que Tú y Tus primeros seguidores dieron un ejemplo más bien equivocado, que ya de entrada les acarreó una mala reputación? Soy consciente de que tuvieron mucho éxito en la difusión del Evangelio, pero ¡menudo Evangelio!
Y ¿qué tiene de malo realizar estudios superiores? ¿No crees que de haber sido Tú y Tus discípulos un poco más letrados, cultos y versados en los asuntos del mundo y en todas aquellas cosas que se espera que conozcan unos dirigentes religiosos, habría sido mucho más fácil que tuvieran buena acogida entre la gente de bien (V. Hechos 4:13)?
Y mira que afirmar que su templo sería destruido. ¿No era acaso sacrílego proclamar que lo que a juicio de ellos era la mismísima casa de Dios estaba condenado a la destrucción (V. Mateo 24:1-2)? ¿Quién crees que nos seguiría si nosotros dijéramos barbaridades de ese porte, Señor? Sólo la chusma, como la que te seguía a Ti, a Jeremías, a San Francisco y a algunos de esos rebeldes inconformistas que fueron discípulos Tuyos. No nos beneficiaría en nada ante la sociedad y la opinión pública, como tampoco los benefició en nada a ellos. No los condujo sino a la cárcel, a juicio y ejecución. Estoy seguro de que tendríamos que haber aprendido algo de todo ello. No tenemos ningún interés en repetir Tus errores. En este mundo nuestro, tan moderno y civilizado, es menester aplicar métodos nuevos, más avanzados y refinados, más a tono con la era científica en que vivimos, caracterizada por la cultura y el bienestar económico.
Señor, ¿hace falta que el mundo nos censure de manera tan tajante para poder mantenernos separados de él y firmes en nuestras convicciones, y no ser absorbidos otra vez por él? ¿Tiene acaso que rechazarnos por completo a fin de que acudamos afanosamente a Ti? ¿Es necesario cortarnos la retirada de esta manera tan total, de modo que nos resulte imposible regresar? ¿No es eso pedirnos demasiado, convertirnos en la hez de la humanidad, como lo fue Pablo y como declaró él que eran los apóstoles? La escoria de la humanidad, al estilo de Tus primeros seguidores. Unos inadaptados, gente rara, fanática y chiflada (V. 1 Corintios 4:13; 1 Pedro 2:9). Si llegamos a ese extremo, ya no podremos volver atrás. La sociedad no nos aceptará si decidimos reintegrarnos. Tal postura podría originar una división y dar lugar a que ciertos elementos desleales nos traicionaran, como hizo Judas contigo. Podría hacer tropezar a cantidad de hermanos débiles, y quedaríamos muy pocos. No lograríamos persuadir a casi nadie a imitar tales extremos de lealtad, entrega y doctrina. Sucedería algo parecido a lo que te pasó a Ti después del sermón aquel sobre la carne y la sangre (V. Juan 6:48-66).
Es cierto que Gedeón, por ser tan extremista, despachó a la mayor parte de su ejército; pero eso fue hace muchos siglos. Las cosas han cambiado, Señor. Hoy en día no debes poner pruebas tan difíciles que te hagan perder la mayor parte de Tu ejército. ¿Qué sería de la iglesia oficial si procediera así en estos tiempos? No quedarían muchos fieles. Tus propios discípulos te abandonaron a raíz de algunas de Tus duras Palabras (V. Juan 6:66). Eso es pasarse de la raya. Así nunca lograrás reunir un ejército muy grande. Recurriendo a extremismos de ese estilo jamás llegaremos a tener muy buena acogida entre la gente. Si predicamos y practicamos todo lo que dice la Biblia, nunca disfrutaremos de la aceptación del público. Vamos, no nos vas a pedir eso. Sería excesivo. Tiene que ser una equivocación. No nos exijas eso a nosotros. Te lo suplicamos. ¿Es preciso que seamos tan diferentes? ¿No estarás cometiendo un error, Señor? ¿No habrá otra vía, algún otro camino?
Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida; nadie viene al Padre sino por Mí... Estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan... Muchos son los llamados, y pocos los escogidos... No sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios, y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte... Al oír esto, muchos de Sus discípulos dijeron: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?”... Desde entonces muchos de Sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con Él. Dijo entonces Jesús a los doce: “¿Queréis acaso iros también vosotros?”» En otra ocasión, la Escritura refiere que «los discípulos, dejándole, huyeron» (Juan 14:6; Mateo 7:14; 22:14; 1 Corintios 1:26-27; Juan 6:60,66-67; Mateo 26:56).
«Salgamos, pues, a Él, fuera del campamento, llevando Su vituperio... Se despojó a sí mismo [de toda honra], tomando forma de siervo... Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; por cárcel y por juicio fue quitado... y se dispuso con los impíos Su sepultura, mas con los ricos fue en Su muerte... Y seréis aborrecidos por todas las naciones por causa de Mi Nombre... Porque no sois del mundo, antes Yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Si a Mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán... El que a vosotros recibe, a Mí me recibe; y el que me recibe a Mí, recibe al que me envió... El discípulo no es mayor que su maestro, ni el siervo mayor que su señor» (Hebreos 13:13; Filipenses 2:7; Isaías 53:3,8-9; Mateo 24:9; Juan 15:19-20; Mateo 10:40,24).
Dios no se equivoca, y hasta «lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres». No hay mejor camino que el de Dios. «A Él oíd.» Y les dijo [a los que habrían de ser Sus discípulos]: «Venid en pos de Mí y os haré pescadores de hombres». Ellos entonces, dejando al instante todo, le siguieron... hasta la muerte, y muerte de cruz. «El que se avergonzare de Mí y de Mis Palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él cuando venga en la gloria de Su Padre con los santos ángeles.» ¡Cuidado «cuando todos los hombres hablen bien de vosotros» (V. 1 Corintios 1:25; Mateo 4:19-20; Filipenses 2:8; Marcos 8:38; Lucas 6:26)!
Montañeses
Cuando Jesús subió al monte, dejó atrás las multitudes. «Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a Él Sus discípulos» (Mateo 5:1). Los picos de las montañas nunca son muy concurridos. He subido a muchas montañas y casi siempre lo hice solo. ¿Por qué? Porque cuesta mucho esfuerzo. No hay mucha gente a la que le guste escalar. Es una actividad solitaria y hay que dejarlo todo atrás. Generalmente se sufren muchos rasguños y golpes. Hasta le puede costar a uno la vida.
En la cumbre hay más luz. Mucho después que ha anochecido en el valle, desde los montes todavía se ve el sol. El valle casi siempre está en sombras, lleno de gente y de cosas, pero normalmente oscuro. En las alturas hace frío y viento, pero es emocionante.
Para escalar una montaña hay que tener la convicción de que realmente vale la pena arriesgar la vida por ello. Cualquier montaña... la montaña de esta vida, la montaña de los triunfos, la montaña de los obstáculos, de las dificultades. Antes de empezar el ascenso hay que tener la sensación de que vale la pena morir por ello y arrostrar el viento, el frío y las tormentas, que representan las adversidades. Pero a solas en la cumbre uno se siente muy cerca del Señor. Allí, la voz de Su Espíritu se oye tan fuerte que casi resulta atronadora. En el valle, en cambio, la voz de la multitud retumba tanto que no se oye la voz de Dios. El silencio que reina en la cima es ensordecedor. Uno se siente verdaderamente transportado. Es estremecedor. Casi escalofriante.
Desde luego, escalar es sumamente peligroso. Nunca se está tan cerca del abismo como cuando se tiene el pie en el borde. Basta un paso en falso para ir a parar al fondo. En el montañismo ocurre algo curioso: la ascensión resulta mucho más fácil que el descenso. Los que consiguen coronar la cima, quizá nunca logren volver. Ese es uno de los riesgos que se corren al escalar. La mayoría de los escaladores que mueren se accidentan en la bajada, ya que cuando uno sube, ve a dónde va; pero no cuando baja.
Allá arriba se tiene una sensación muy peculiar: no se quiere abandonar el monte. No hay inspiración en el descenso. En cambio, en la subida uno siente un impulso, casi una inspiración espiritual. Arriesgaría cualquier cosa. Al descender es lo contrario. No se siente ninguna inspiración, no se persigue ninguna meta, no se logrará nada. Uno sólo se deja arrastrar otra vez al pantano de la humanidad, al fango de la multitud.
Los únicos que escalan montañas son los pioneros, los que quieren hacer algo que nadie ha logrado nunca, los que desean sobresalir de la multitud, superar lo ya realizado o alcanzado. Los pioneros deben tener horizontes, para ver lo que nadie más ve; fe, para creer lo que nadie más cree; iniciativa, para ser los primeros en intentarlo; y valor, agallas para luchar hasta conseguirlo.
Los que están en la cima son los primeros en ver el amanecer y los últimos en contemplar la puesta del sol. Divisan el círculo completo de la gloriosa creación de Dios, los 360 grados del horizonte, lo abarcan todo. Es como ver la vida entera de principio a fin, y entenderla.
Da la impresión de que se vive en la eternidad, mientras que abajo viven en la dimensión del tiempo. En la sierra se ve el mundo con la debida perspectiva, cadenas de cumbres que conquistar, todo un mundo que se extiende más allá del horizonte del hombre corriente, que desde su perspectiva él no alcanza a ver. Se divisan picos que aún no han sido escalados y lejanos valles inexplorados. Se aprecian paisajes que los habitantes de los valles no ven nunca y que ni siquiera comprenden.
En el valle, uno se enreda tanto con la multitud y con la farsa del materialismo que no ve nada más que el tiempo, creaciones temporales y cosas temporales, las cuales pronto pasarán. En cambio, si levanta la cabeza por encima de los que lo rodean, él mismo se convierte en un monte en medio de ellos. Los demás se resienten contra él, lo resisten y lo combaten, porque no lo entienden ni lo aceptan. No quieren ni saber que existen montes. No quieren que otras personas se enteren de que hay montañas ni que respiren siquiera por un instante el aire puro del monte cristalino. Las quieren mantener encerradas, empantanadas en el fango de los valles.
Cuando los demás notan que uno está en un monte mientras que ellos siguen en el valle, le toman odio. Se hace evidente que él se ha elevado sobre ellos, y no quieren que nadie descuelle. Lo quieren mantener atascado en el lodo igual que todos ellos. No quieren que se sepa que existe otro lugar y que se puede salir del valle. Hacen todo lo posible por disuadirlo a uno de subir.
Has observado que desde tiempos inmemoriales se han librado guerras entre los pueblos que vivían en los valles y los que habitaban las montañas? Es histórico. Aunque menos numerosos, los montañeses siempre han sido más robustos. Sobrevivieron porque siempre podían huir a sus montañas. Los del valle no los seguían, pues estaban desprovistos de la fortaleza y resistencia necesarias para ello. Los perseguían un poco monte arriba y luego los dejaban escapar. Lo único que les interesaba era quitárselos de encima. Los montañeses eran espinas en su carne y aguijones en su costado, por cuanto demostraban que era factible vivir fuera del valle, lo cual era imposible según la gente del valle. La Historia abunda en casos en que un pueblo montañés conquistó a un pueblo del valle, pero rara vez sucedió lo contrario.
Así y todo, para los montañeses el gran riesgo ha sido siempre que, tras haber conquistado a los pueblos del valle, ellos mismos se asentaban en éste. El mayor peligro se presenta cuando se hace la paz con el valle, cuando ya no resulta arriesgado bajar. La mayor amenaza es precisamente la sensación de seguridad. Así se pierde la independencia de la montaña, la indómita libertad de la montaña.
El valle es territorio del hombre. Las alturas son territorio de Dios. En el valle domina el hombre. En la montaña sólo Dios domina, y los montañeses lo saben. Por el contrario, los que viven en los valles se creen dioses, porque se gobiernan a sí mismos. Los habitantes de los valles se encuentran protegidos y seguros y creen que no tienen necesidad de Dios. Como ya no pueden ver el cielo se han olvidado de que existe Dios. Los montañeses, por su parte, experimentan cosas tan sobrecogedoras y peligrosas que no tienen más remedio que vivir cerca de Dios.
El camino es arduo y difícil, la carga es pesada y penosa de llevar, y las personas que uno se encuentra en el ascenso no siempre son amables. Pero abajo en el valle son peores todavía. En la montaña no hay muchos sitios donde vivir; sólo refugios toscos y cobertizos. Escasea la comida. Hace frío y viento. Sin embargo, hasta morir en ella es emocionante. Vale más morir en la montaña que vivir en el valle. Los periódicos nunca dan la noticia de alguien que se resbala y se cae en la calle, en la ciudad. En cambio, cuando alguien muere en la montaña, así haya ocurrido en un país lejano, la noticia se publica, porque al menos se atrevió a intentarlo.
Josué y Caleb, dos hebreos del Antiguo Testamento que exploraron la Tierra Prometida, fueron verdaderos adelantados, verdaderos montañeses. Cuando los demás manifestaron temor ante los peligros y dificultades que se les presentaban, Caleb prácticamente dijo: «Los incrédulos se pueden quedar con el valle. Yo tomaré la montaña (V. Números 13:30).» Él seguía siendo un luchador, un pionero. Él y Josué fueron los únicos de toda la generación mayor que sobrevivieron a los cuarenta años en el desierto con Moisés, y Dios les permitió entrar en la Tierra Prometida y disfrutar de ella.
Los caminos trillados son para hombres vencidos, pero las cumbres son para los emprendedores valientes.
Los que se deciden a subir la montaña dejan atrás las multitudes. La Biblia dice que cuando Jesús subió al monte, sólo Sus discípulos se le acercaron (Mateo 5:1). Ellos fueron los únicos que tuvieron el privilegio de oír el sermón más famoso del mundo. Los únicos que oyeron realmente palabras del Cielo aquel día fueron los que dejaron las multitudes y subieron al monte, los que siguieron a Jesús hasta el final.
Me pregunto si hubo muchos que intentaron seguirles un rato y al final se quedaron atrás, cansados y jadeando. No me extrañaría que hubiera servido para eliminar a todos los que no querían más que los panes y los peces (V. Mateo 14:14-21), los que pensaban: «A ver qué saco yo de esto». El precio era muy alto. «Yo no voy a ganar nada trepando esta montaña tan elevada con esos chalados. A fin de cuentas, son unos fanáticos. Si no, no harían esto. ¡Qué estúpidos! ¿No saben que nadie la ha escalado antes? ¿No saben que no se puede? ¿Para qué vamos a jugarnos la vida escalando ese cerro, aunque lleguemos a presenciar un milagro o a recibir otro sandwich de pescado? No vale la pena fatigarnos subiendo. Sentémonos aquí a esperar y ver si consiguen volver. Nos quedaremos aquí descansando tranquilamente mientras ellos suben. Primero veamos si se puede hacer.»
La verdad es que pocas veces se oye hablar de los que esperan a ver si algo es realizable. Los que hacen noticia son los que lo consiguen o mueren en el intento. Pero cuando alcances la cima, oirás la voz de Dios. Él te hablará cara a cara. Él mismo te enseñará y te revelará Sus más grandes secretos.
Qué se oye, entonces, en la montaña? Cosas que harán eco en todo el mundo. ¿Qué se percibe en la quietud? Susurros que alterarán el curso de la Historia. Las leyes más relevantes que ha recibido la humanidad, por las cuales se rige aún la mayoría del mundo civilizado, fueron entregadas a un hombre solitario en la cima de una montaña. Luego de que Moisés descendiera de aquellas cumbres con los Diez Mandamientos, ni la nación hebrea ni el resto del mundo volvieron a ser los mismos.
El sermón más aclamado de la Historia, el de las bienaventuranzas, lo predicó a un puñado de hombres de montaña el más ilustre montañero de todos, Jesús, quien finalmente coronó solo Su última montaña -el Monte Calvario, el Gólgota-, para morir por los pecados del mundo. Ese fue un monte que sólo Él podía escalar por todos nosotros... pero lo logró.
Después de oír el sermón del monte, los discípulos de Jesús descendieron y transformaron el mundo. No volvieron a ser los mismos. ¿Qué los cambió a ellos que a la postre cambió el mundo? Que oyeron la voz de Dios comunicándoles verdades diametralmente opuestas a lo que se pensaba en el valle.
En la montaña justamente Jesús decía: «Bienaventurados los pobres en Espíritu [los humildes], porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mateo 5:3). Unos sencillos pescadores incultos escucharon de la boca de un carpintero enseñanzas que los harían mayores gobernantes que los césares, de un imperio más formidable que Roma. «Bienaventurados los pobres en espíritu -Sus pobres discípulos, ignorantes e incultos-, porque de ellos es el Reino» que regirá el universo.
En el valle proclamaban lo contrario: «Bienaventurados los romanos -los orgullosos, altivos y poderosos-. Hay que ver lo que han logrado. Han conquistado el mundo. Conviene ser romano.» Mientras que de Jesús y Sus seguidores pensaban: «¿Con qué derecho se meten en nuestro valle a contarnos lo que dicen en la montaña. No tenemos otro rey que César. ¡Cómo se atreven a decirnos que hay otro soberano! ¡Fuera! No tenemos otro rey que el César (V. Juan 19:15).» Y cuando martirizaron a los seguidores de Cristo, lo único que consiguieron fue ascenderlos al Reino de los Cielos, reino que un día hará desaparecer a los reinos de este mundo (V. Daniel 2:44).
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación (Mateo 5:4).» ¿Bienaventurado llorar? ¿Es más bienaventurado pasar desdichas? Sí, porque se recibirá consolación. En el valle dicen: «Es más bienaventurado regocijarse, estar alegre y hacer fiesta. Nos la pasaremos en grande ahora. ¡Cómo se atreven a venirnos con advertencias de que tenemos que cambiar!» No obstante, tú -el montañés- serás consolado, y ellos condenados.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad (Mateo 5:5).» Los que no se defienden con violencia y están dispuestos a dar la vida por el Evangelio, ganarán la batalla más importante de todas: la que determinará el futuro del mundo. Los que tengan que ir a la cárcel por su fe, poner la otra mejilla y sufrir persecución serán los que rijan el otro mundo, el venidero (V. 2 Timoteo 2:12). Los pobres en espíritu son gente de la montaña. Los que lloran habitan en la montaña. Los mansos son de las montañas.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados (Mateo 5:6).» La gente de la montaña tiene un hambre y una sed de la verdad que sólo Dios puede saciar. Los de abajo, del valle, no ven más allá de sus narices. Son individuos satisfechos de sí mismos. Están llenos. Y el Señor los envía de vuelta vacíos (V. Lucas 1:53).
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mateo 5:7).» Los misericordiosos son montañeses. Por ejemplo, en el valle casi no se ve ningún perro San Bernardo. Es una de las razas más famosas del mundo, y son perros de montaña. Rescatan y manifiestan misericordia a los montañeros. De ahí que alcancen misericordia, gloria y fama.
«Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios (Mateo 5:8).» La nieve derretida es el agua más pura del mundo. «Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana (Isaías 1:18)». Los de limpio corazón. El rey David no siempre fue puro; sin embargo, como amaba al Señor, se sabía pecador y se acogía el perdón divino, alcanzó misericordia. A pesar de los pecados y errores que cometió, agradó a Dios (Hechos 13:22). Tenía el corazón limpio. En la montaña no hay contaminación. Tanto el agua como el aire son puros. La gente es limpia de corazón. Ve a Dios.
«Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mateo 5:9).» Los que hacen la paz ¿con quién? ¿Con los enemigos? ¿Cómo va uno a hacer eso? ¿Cómo vas a estar en paz con el valle si el valle se niega a estar en paz contigo? Vienes a hacer la paz y a pregonar la paz, pero, ¿qué pasa? Ellos quieren guerra. No se puede hacer la paz con los que quieren guerra (V. Salmo 120:7).
¿Con quién se puede hacer la paz? Con Dios y con los pacificadores, con los que desean paz. Cuando Jesús nació, los ángeles cantaron: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (V. Lucas 2:14). No «buena voluntad para con los hombres», sino como dicen algunas versiones de la Biblia, «a los hombres de buena voluntad». ¿Cómo se va a estar en paz con los de mala voluntad? Es imposible. Rara vez hay paz entre los de la montaña y los del valle, porque no hay el menor asomo de entendimiento entre unos y otros. Lo único que pueden hacer los de la montaña es conquistar a los del valle. Y la vía más fácil es dejar que se pudran en su propia iniquidad, que se vuelvan débiles y perezosos, obesos, enfermos en su pecado. Así dejan de ser rivales de peso para los montañeses. La Historia lo ha confirmado a lo largo de miles de años. Los de las montañas siempre conquistan a los del valle.
«Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia...» (Mateo 5:10a.) Descienden de la montaña y ofrecen la paz de la montaña a los que están en el valle. Pero éstos los atropellan, los encarcelan y los crucifican. Así y todo, los perseguidos son bienaventurados. Más bienaventurado es ser acosado, encarcelado y crucificado sabiendo que se es de la montaña, que se vive la verdad y que se tiene razón, que vivir una mentira en el valle, una vida de ocio y seguridad.
Te persiguen porque eres justo, porque tienes la razón, y ellos no soportan la verdad. Los del valle llevan tanto tiempo sumidos en la oscuridad que la luz los ciega. No soportan descubrir que tú estás en lo cierto y ellos equivocados. No quieren quedar en evidencia.
«...Porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mateo 5:10b).» Terminamos donde empezamos. Los que padecen persecución son precisamente los pobres en espíritu, y al final, tanto unos como otros heredan el Reino de los Cielos.
«Bienaventurados sois cuando por Mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo (Mateo 5:11).» Los del valle dicen: «Están trastornando nuestra falsa sensación de seguridad, perturbando nuestra paz». En realidad lo que se quiere hacer es darles paz, pero eso trastorna su confusión. Lo que pasa es que para ellos la confusión es paz. Esa es la paz que ellos entienden. Detestan que les lleven paz verdadera, por cuanto deja patente que la suya no es tal. Por eso falsean, engañan y dicen toda clase de mal contra nosotros mintiendo.
Mas «gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los Cielos...» (Mateo 5:12.) No siempre en este mundo. Claro que si se goza de la paz y la alegría que brinda el Señor, se vive en la gloria y se recibe buena parte de ese galardón ahora mismo. Espiritualmente ya se está en la gloria. Jesús dijo: «El Reino de los Cielos está dentro de vosotros» (Lucas 17:21). Grande es, pues, ese galardón del Cielo en nuestro corazón, y grande será nuestro galardón en el Cielo por venir.
«...Porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros (Mateo 5:12a).» O sea, «a esos que fueron profetas igual que vosotros». Jesús enseñó a Sus seguidores que ellos también eran profetas. Al recibir persecución por profetizar se alcanza categoría de profeta, y «vuestro galardón es grande en los Cielos» (Mateo 5:12b).
«Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres (Mateo 5:13).» Algunos adeptos de las grandes iglesias tradicionales se consideran la sal de la tierra. El libro de los Hechos de los Apóstoles relata que hubo una época, en los albores de la Iglesia, cuando los cristianos eran perseguidos, detenidos y crucificados. Ellos sí que eran la sal de la tierra. Pero hoy en día la mayoría de esos montañeses han bajado a vivir en el valle y se han desvanecido, han perdido su sabor.
Entonces, ¿qué compromiso asumirás tú? ¿Dirás lo mismo que Caleb y Josué: «Yo tomaré la montaña»?, ¿o prefieres vivir en el lujo y la opulencia del valle con sus momias, que llegaron hasta cierto punto y no quisieron ir más lejos?
¿Qué países del mundo han permanecido libres por más tiempo? Suiza -enclavada en los Alpes-, Afganistán -situado en la cordillera del Hindu Kush- y Nepal -en las cumbres del Himalaya-. Otras civilizaciones han dejado de existir, pero ésas todavía perduran. No serán pueblos muy numerosos, de gran poder y prestigio; sin embargo, todavía existen.
En las Escrituras, el poder y la grandeza vienen representados por montañas, nunca por valles. Dios compara Su Reino con un monte que cobra tal magnitud que llena toda la tierra (V. Daniel 2:35,44). Dice que la casa del Señor es como una montaña, a la cual acudirá el mundo entero para adorar a Dios, y que de ella saldrá Su Palabra (V. Isaías 2:2).
«El Señor es mi pastor, nada me faltará; en lugares de delicados pastos me hará descansar, junto a aguas de reposo me pastoreará (Salmo 23:1,2).» ¿Dónde te imaginas esos pastos? Yo siempre los he visualizado como praderas cordilleranas, con apacibles lagunas de aguas cristalinas. «Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de Su nombre (Salmo 23:3).» ¿Cómo es Su senda? Es un sendero de montaña, estrecho y escarpado. «Aunque ande en valle de sombra de muerte... (Salmo 23:4.)» En el valle hay muerte. La vida está en la montaña. Sal del valle. Escapa al monte cual ave (Salmo 11:1).
Atrévete a ser diferente
Cuando un famoso inconformista llamado Jesús exhortó a Sus discípulos a seguirlo y dejar atrás la vida que llevaban, les advirtió que serían como «ovejas en medio de lobos» (Mateo 10:16). «Si fuerais del mundo -les dijo-, el mundo amaría lo suyo. Pero no sois del mundo; por eso el mundo os aborrece (V. Juan 15:19).»
Con ello en realidad les estaba diciendo: sean diferentes. Atrévanse a disentir de las normas impuestas por los adictos al sistema, del comportamiento que exige el orden establecido, y serán odiados por osar cuestionar esa autoridad que se atribuyen para determinar lo que está bien y lo que está mal.
Si te atreves a pensar, actuar, vivir o enseñar de una manera distinta que la vasta mayoría -según dicen, silenciosa-, ya verás que no es tan silenciosa. No pasará mucho tiempo antes que esa mayoría -esa masa robótica, narcotizada, convencionalista, presuntuosa, conformista, insensibilizada y obsecuente que engloba al común de la gente mundana- se haga oír, porque cuando se pone el dedo en la llaga, la verdad duele. Y si andas con esos lobos, aprenderás a aullar, sobre todo cuando alguien se atreva a afirmar y demostrar que existe otro modo de vida aparte del considerado normal.
La Historia ha demostrado una y otra vez que la mayoría generalmente está equivocada. Como dijo Jesús: «Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mateo 7:13,14). Al parecer se cumple lo dicho por historiador inglés Arnold Toynbee: «Lo único que aprendemos de la Historia es que nunca aprendemos de ella». En consecuencia, los sórdidos anales de la Historia no cesan de repetirse.
Cuando un valeroso iconoclasta osa destruir los ídolos del comportamiento socialmente aceptado por la vasta y descarriada mayoría, o cuando un valiente innovador en cuestiones espirituales o científicas es tan temerario como para sugerir siquiera que hay aspectos en que la sociedad podría estar equivocada, lo abuchean como a un maniático, lo tildan de demente, lo persiguen por desviacionista, y a veces hasta lo condenan como a un criminal, lo mandan a la horca por hereje o lo crucifican por constituir una amenaza para la sociedad.
¿Por qué? Porque las tinieblas no soportan la luz, los descarriados no aguantan a quienes llevan la razón, la gran mentira no tolera la verdad, y los confinados se resienten amargamente de la independencia de que gozan los libres. Todo ello deja en evidencia a la mayoría descaminada. Saca a relucir sus tenebrosos pecados, su hipocresía, su codicia y su opresión de los explotados. No le queda entonces a esa mayoría otra alternativa que empeñarse afanosamente en apagar la luz, afirmar que lo malo es bueno, tratar de ahogar a gritos la voz de la verdad, frustrar las tentativas de los libres y exterminar a quienes harían patente la hipocresía de la sociedad y le pondrían fin.
Cuando Noé construyó su enorme arca y afirmó que habría un diluvio -pese a que hasta el momento jamás había llovido-, fue ridiculizado por la abrumadora y bulliciosa mayoría de su época, que a la postre acabó pereciendo en aquel diluvio; mientras que Noé y su familia se dieron la última carcajada (V. Génesis capítulos 6-8; Hebreos 11:7).
Cuando Abraham, a la edad de 100 años, predijo que se convertiría en padre de muchas naciones y que sus descendientes serían tan numerosos como la arena del mar, su propia esposa -que era estéril- se rió de él con desdén. Pero Abraham fue pronto el último en reírse, pues Sara, de más de noventa años, dio a luz a Isaac, antepasado de los judíos. Y la sierva de Sara, Agar, engendró a Ismael, padre de los árabes (V. Génesis 17:1-21; 18:1-19; 21:1-5).
Cuando un humilde pastor del desolado Sinaí afirmó que iba a liberar él solo a seis millones de esclavos judíos de las garras de sus poderosos y explotadores amos egipcios, su propio pueblo se mofó de él. Pero fue él quien se lo pasó en grande al conducirlo milagrosamente a través del Mar Rojo sobre tierra seca (V. Éxodo 3:1-10; 14:8-30).
La gente de Jericó se burló cuando Josué mandó a los judíos dar siete veces la vuelta alrededor de aquellos muros infranqueables; pero cuando los hombres de Josué hicieron sonar trompetas, los muros se desplomaron (V. Josué 6:4-5,15-16,20).
El ejército de miles de madianitas se debió de morir de risa cuando la mayor parte de las tropas de Gedeón se marchó y éste quedó con apenas trescientos hombres. Pero cuando aquel reducido batallón les dio en mitad de la noche un susto de muerte con apenas unos cántaros, les tocó a ellos el turno de huir (V. Jueces 6:11-14; 7:1-23).
Los poderosos jerarcas de los conquistadores filisteos miraban con desprecio a Sansón, el hombre fuerte de los judíos, a quien habían hecho cautivo y cegado. Pero cuando esté separó las columnas del templo de ellos, se tomó la revancha matando a más filisteos con su muerte que durante toda su vida (V. Jueces 16:23-30).
El gigante Goliat ridiculizó al muchachito de la honda; pero cuando David lanzó certeramente un guijarro, el filisteo grandulón cayó de bruces y los hijos de Dios cantaron de júbilo (V. 1 Samuel 17:1-10,42-51).
Los profetas que vaticinaron el fin de los imperios dominantes de su época fueron acusados de chiflados y bufones; pero al caer cada una de esas potencias en el momento y del modo predichos, dejaron de ser motivo de risa.
Cuando Jesús dijo a Sus hipócritas adversarios religiosos, los fariseos, que su ostentoso templo sería destruido, lo denunciaron con escarnio. Pero cuarenta años más tarde, cuando los romanos redujeron el santuario a cenizas y lo desmontaron piedra por piedra para hacerse con el oro fundido que se había escurrido entre las grietas, lo profetizado por Cristo dejó de ser tan gracioso (V. Lucas 19:37-44).
Cuando los primeros cristianos auguraron la caída del Imperio Romano, Nerón los exiló, los decapitó, los crucificó, los quemó y los echó a los leones. Sin embargo, él acabó sus días cual maníaco pervertido, y Roma ardió. A la larga el imperio sucumbió, y los cristianos mismos se hicieron cargo de sus restos.
Los mártires cristianos de la iglesia primitiva fueron vilipendiados, escarnecidos, torturados, divididos y separados por los paganos que procuraban acabar con ellos. No obstante, esos mismos paganos fueron conquistados por la verdad, el amor y la paz de aquella magnífica banda de marginados.
Más tarde, cuando el cristianismo tuvo el poder, la institución eclesiástica intentó sofocar los hallazgos de los hombres de ciencia y acallar las voces de la libertad. Pero con ello la iglesia firmó su propia sentencia de muerte para dar paso a la nueva ilustración y al renacimiento de las artes y las letras.
Casi todos los profetas y dirigentes de Dios que vivieron en tiempos bíblicos o en otras épocas fueron considerados chiflados por el resto del mundo. Los tildaban de soñadores y visionarios que alucinaban, oían voces y estaban medio trastornados por la religión.
El convencionalista, el tradicionalista, el conformista nunca hace noticia y jamás cambia nada. Es un borrego, como los demás. ¿A quién le interesa saber de alguien que no difiere de los demás y se aviene estrictamente a la norma establecida por los hombres? Quien por lo general hace noticia es el original, el que se sale de los cánones, el inconformista, el radical, el fanático, el iconoclasta.
Los que se quedan donde están, los que nunca se aventuran a ir a ninguna parte y se atienen a lo que hace el resto de la gente, jamás causan extrañeza, no despiertan a nadie, no producen revuelo. Siempre piensan y hacen lo que se espera de ellos, lo que la sociedad les dicta. Ni por casualidad se los encuentra haciendo algo que no se estila o que nadie hace.
Nunca se oye hablar de los mequetrefes, los cobardes, los pusilánimes y los blandengues que van a la deriva y se dejan llevar por la corriente, igual que todos los demás; esos que nunca cambian nada ni hacen nada diferente, que jamás disienten de las tendencias mayoritarias ni defienden la verdad y lo que está bien; los que nunca se salen de la fila y siempre van al paso de la gran mayoría silenciosa. Se dejan llevar por la manada en medio de los residuos, los desechos, la espuma y el cieno de la normalidad. Jamás dicen ni pío. No contribuyen en modo alguno al progreso. Jamás cambian ni una pizca. No dejan huella alguna ni causan la menor impresión. El mundo ni siquiera sabe que existen. Se hunden junto a todos los demás en la ciénaga del anonimato, en la dimensión de la nada, y en consecuencia quedan relegados al olvido y jamás pasan a la Historia.
En cambio, los tildados de locos saltan a los titulares. La Historia está llena de ejemplos de personas que se atrevieron a desafiar al sistema, a ser diferentes, a nadar contra la corriente, o a escandalizar a los de su generación; de gente que tuvo las agallas para cuestionar los principios científicos o morales de su época, para defender una causa impopular o para hacer más de lo que exige el deber. Los que figuran en los anales de la Historia son aquellos que se apartaron de la norma, los radicales, los inadaptados, los presuntos herejes, los descubridores, los inventores, los exploradores, etc.
Ellos fueron soñadores locos que concibieron hacer algo que nadie había hecho antes, cuyo pensamiento y conducta diferían de los de sus predecesores. En casi todos los casos la sociedad pensaba que les faltaba más de un tornillo o que eran medio excéntricos comparados con el resto de la gente. Fueran héroes o canallas, buenos o malos, criminales diabólicos o santos angelicales, sin duda todos sobresalieron; ninguno fue indiferente.
Vivieron rodeados de fama y murieron en la infamia; pero nada ni nadie podía detenerlos, porque nadie sabía cómo reaccionar a ellos o hacerles frente. No se sabía a dónde se dirigían, dado que nadie había emprendido aquel camino ni acometido esa empresa antes. Los demás simplemente no estaban preparados para tales acciones, motivo por el cual les llevó un buen rato darles alcance.
Huelga decir que la mayoría generalmente se las arregló para sofocar la llama. Sólo lo lograron a fuerza de echarle encima cadáveres. No obstante, jamás han podido borrar de la memoria de la humanidad la existencia de hombres y mujeres que se distinguieron por sus logros. Se atrevieron a discrepar e hicieron lo que todos les advertían que no hicieran, o lo que les aseguraban que no era viable. Se lanzaron a ello por considerar que era menester hacerlo y que eran capaces, dijeran lo que dijeran los demás. Lo hicieron, y el mundo entero oyó hablar de ellos.
Los caminos trillados son para hombres vencidos. Prender nuestra vela por ambos extremos puede parecer disparatado, pero así emite más luz. Aunque no dure tanto, genera mucho calor. Y cuando llegues al final de esta vida y los ángeles te reciban en las moradas eternas, el mundo te recordará. Si obraste como debías, Dios no lo olvidará. Resplandecerás para siempre como las estrellas, y te dirá: «Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor», a ti y a todos los demás que se atrevieron a ser «insensatos por amor de Cristo» (V. Daniel 12:3; Mateo 25:21; 1 Corintios 4:10).
¿Eres un simple turista o un vidente?
Esta revelación me vino durante un recorrido en tren por las colinas de Italia. Mi esposa y yo contemplábamos por la ventanilla las ruinas de castillos, palacios y majestuosas mansiones de otros tiempos. Con el transcurso de los años aquellas grandes construcciones, aquellos gloriosos edificios, aquellas magníficas obras humanas se habían convertido en ruina y desolación.
Mientras observaba esas históricas colinas, con sus soberbias estructuras en ruinas, reviví las glorias de otros tiempos, los ejércitos que por allí pasaron, primero en una dirección, luego en la otra; las legiones romanas y las hordas de sus enemigos, siempre alterando la faz de la Historia. Uno construía, y el otro destruía; uno edificaba, y el otro derrumbaba; uno creaba, y el otro derribaba, según las variables corrientes de la Historia. Nada fue permanente. Cada nuevo régimen barría con todo, salvo unos pocos vestigios del pasado, a fin de que quedara muy poco de qué jactarse. A veces no quedaba piedra sobre piedra que no fuese derribada. En otros caso, gigantescos bloques amontonados obstaculizaban el camino del progreso. Resultaban completamente inútiles y sólo de interés para el historiador y el arqueólogo.
Uno de los mayores motivos de orgullo para el hombre son sus edificaciones, «las obras de sus manos». Éstas siempre han sido la causa de su debacle, desde las torres de Babel del ayer hasta los templos de Mamón [el materialismo] de hoy en día. La gloria del hombre está en lo que hace. Se ensoberbece de lo que piensa que serán sus obras eternas, las cuales tienen por objeto provocar el asombro de las generaciones venideras.
Pero su fin es siempre igual: los despojos de los siglos, los escombros de muchos lustros, que luego suelen retirarse para levantar un nuevo monumento a los inútiles esfuerzos y reiterados fracasos del hombre. Tienen escaso sentido en el presente, y a la larga su destino es el mismo: el sepulcro del olvido. Son escandalosos recuerdos de la transitoria existencia del hombre, clásicos testimonios de sus vanas tentativas de inmortalizarse prescindiendo de Dios.
En el transcurso de nuestros viajes misioneros nos preguntan con frecuencia: «¿Han visto esto? ¿Han visto aquello? ¿Fueron aquí? ¿Fueron allá? ¿Vieron tal creación del hombre, el edificio tal y tal, la torre tal y cual?» Y descubren con asombro que generalmente les decimos que no, incluso en lo que se refiere a los puntos de interés más conocidos que aparecen en todo folleto turístico. Las cosas que quiere ver todo el que va a Nueva York, a Londres, a París o a Roma, nosotros ni siquiera nos hemos molestado en ir a echarles un vistazo. No nos interesan las exánimes construcciones humanas que tienen una existencia efímera. No son más que gravosos, inertes y costosos montones de escombros.
Más bien lo que suscita nuestro interés son las eternas criaturas de Dios, ver cara a cara las almas inmortales de los hombres, infinitamente más fascinantes; sentir la unión de corazón con corazón, de espíritu con espíritu; descubrir el sello divino en Su creación, la hechura de Sus manos, Su obra más perdurable: la inmortal alma humana. La percibimos en cada persona con la que nos cruzamos, en todos aquellos con quienes trabamos relación. Vemos la maravillosa vida espiritual del hombre, vibrante, eterna, inmortal, creada por la mano de Dios.
Por eso, a los que nos preguntan si hemos visto algún lugar histórico o punto de interés, nos alegramos de responderles enfáticamente: «¡No! Ni siquiera nos interesa. Solo nos interesas tú. No nos preocupamos por objetos inertes, inanimados, sino por lo vivo.»
Eso es lo emocionante. Eso es lo conmovedor. Eso es lo que nos conduce a tierras lejanas, a recorrer continentes y cruzar océanos, a buscar y salvar a los perdidos, en vez de pasear y contemplar los rotundos fracasos de los hombres. Lo que vale la pena ver es la anhelante mirada de una joven temerosa, el espíritu aventurero de un muchacho viajero; la sed de conocer al Creador que hay en el corazón de una persona; el espíritu inmortal, el destello de la eternidad que brilla en el corazón de los vivientes, no los escombros inertes y ridículos de las cosas del pasado.
Por eso, nos hemos hartado del turismo y de los tours para ver las maravillas de los hombres. Hemos llegado a despreciar sus ridículas creaciones, tan exaltadas y proclamadas por los hijos de los hombres, tan elogiadas por quienes les rinden culto. En toda ciudad, en todo país, en toda gran feria, las obras humanas son siempre las más aplaudidas. El hombre se felicita a sí mismo por haberse elevado a la categoría de deidad.
El culto a los lugares, objetos y templos es culto al hombre: su religión, sus intenciones, su vida, su muerte, sus obras muertas, no la obra viva de Dios. Nosotros queremos ver criaturas vivientes, seres vivientes, seres humanos creados por la mano de Dios. Queremos ver gente: niños, muchachos, muchachas, hombres, mujeres, ¡seres humanos! Queremos ver la tierra de los vivientes, no las creaciones de los muertos; las moradas del Espíritu, no las tumbas del pasado. Queremos ver la vida, queremos vivir, palpar y comunicar calidez. Por medio del amor de Dios queremos conquistar y ganar a los vivos, no a los difuntos.
¡Deja que los muertos entierren a sus muertos! Que los muertos vayan a ver los mausoleos. En cuanto a mí y los de mi casa, viviremos en la tierra de los vivientes, en la tierra del Dios vivo, en el corazón, el alma y la vida de los inmortales, en los templos del Dios vivo: tú y yo y todos nosotros.
Jesús dijo a Sus seguidores: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura, y haced discípulos de todas las naciones». No somos turistas, sino videntes -profetas- de las maravillas del Reino de Dios. «Las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.» Por eso, no pongas la mira en las cosas de la Tierra, sino en las que están arriba, en la dimensión espiritual y en los corazones de los hombres, el Reino de Dios, cuyo edificio somos cada uno de nosotros, piedras vivientes, organismos vivientes de una morada espiritual no hecha de mano, sino eterna, en los cielos. Por eso, «buscad primeramente el Reino de Dios» (V. Marcos 16:15; Mateo 28:19-20; 2 Corintios 4:18; Colosenses 3:2; 1 Pedro 2:5; Mateo 6:33).
Eres un simple turista o un vidente de lo espiri-tual? ¿Eres un turista de tumbas o un evangeli-zador de los vivientes? ¿Haces partícipes a los demás de la Buena Nueva de Jesús? Él dijo a Sus discípulos: «Deja que los muertos entierren a sus muertos, y tú, ven y sígueme, y te haré pescador de hombres» (Lucas 9:60; Mateo 4:19). No hay en el mundo nada más conmovedor que ver un alma salvarse.
Tommy, el misionero lisiado
Aveces, cuando hablamos de la importancia de transmitir nuestra fe a los demás, me acuerdo de Tommy, un chiquillo lisiado del que me hablaron cuando era joven. Tommy vivía muy humildemente con una tía suya en un pequeño apartamento del tercer piso de un edificio viejo y ruinoso que daba a una calle bastante transitada. Tenía sus facultades físicas tan disminuidas que no podía levantarse de la cama.
Un día pidió a un vendedor de periódicos amigo suyo que le trajera el libro sobre un Hombre que fue por todas partes haciendo el bien. El otro chiquillo buscó y rebuscó aquel libro sin título hasta que un librero finalmente cayó en cuenta que debía de referirse a la Biblia y la historia de Jesús. El vendedor de diarios juntó sus escasos ahorros y el bondadoso librero le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento, el cual llevó a Tommy.
Comenzaron a leerlo juntos y, a raíz de aquellas palabras, Tommy acabó por convertirse. Acto seguido resolvió dedicarse él también a hacer el bien, como el Hombre maravilloso del libro. Pero era inválido, y ni siquiera estaba en condiciones de salir de aquel apartamento de un solo ambiente. De modo que luego de orar y pedir a Dios que lo ayudara, se le ocurrió una idea.
Laboriosamente se puso a copiar en papelitos versículos de la Biblia que pudieran ayudar a otras personas. Luego los arrojaba por la ventana para que cayeran en la transitada acera de aquella calle. Los transeúntes los veían caer revoloteando y la curiosidad los llevaba a recogerlos para ver de qué trataban. Al leerlos descubrían que hablaban del Hombre que fue por todas partes haciendo el bien: Jesucristo. Muchos de ellos cobraban ánimo, encontraban consuelo y ayuda e incluso se salvaban gracias a la sencilla obra misionera de aquel chiquillo que leía la Biblia.
Cierto día un acaudalado empresario se convirtió al leer uno de aquellos versículos. A la postre retornó al lugar donde había hallado el papelito que lo había conducido a su Salvador, deseoso de averiguar su procedencia. De pronto notó que otros papelitos caían a la acera. Observó que a una agobiada anciana se le iluminaba el rostro y que cobraba renovadas fuerzas luego de agacharse con dificultad para recoger una de aquellas misteriosas misivas y leerla.
El empresario se quedó clavado en aquel lugar mirando fijamente hacia arriba, resuelto a determinar el origen de aquellos papelitos. Tuvo que esperar bastante rato, pues al pobre Tommy le tomaba varios minutos de esfuerzo garabatear siquiera un versículo en un papelito. De repente, se fijó en una ventanita por la cual vio extenderse una escuálida mano que arrojó un papelito igual al que había transformado por completo su vida. Tomó nota con atención de la ubicación de la ventana, subió presuroso las escaleras del viejo edificio y finalmente encontró la humilde morada del pequeño Tommy, el misionero lisiado.
Enseguida el empresario entabló amistad con el muchacho y le proporcionó toda la ayuda y atención médica que pudo. Un día le preguntó si le gustaría irse a vivir con él a su mansión, ubicada en las afueras de la ciudad.
La respuesta de Tommy le causó asombro:
-Tendré que consultarlo con mi Amigo -dijo, refiriéndose a Jesús.
Al día siguiente, el empresario regresó con gran expectativa por saber la respuesta de Tommy. Le resultó extraño que el chiquillo le hiciera más preguntas:
-¿Dónde dijo que quedaba su casa?
-Ah -contestó el empresario-, en el campo, en una lujosa propiedad. Tendrás un cúarto hermoso para ti solo, sirvientes que te cuiden, comidas deliciosas, una buena cama, todas las comodidades y atenciones habidas y por haber y cualquier cosa que quieras. Mi esposa y yo te prodigaremos todo nuestro cariño y te cuidaremos como si fueras hijo nuestro.
Titubeando, Tommy preguntó:
-¿Y pasará alguien delante de mi ventana?
Sorprendido, el empresario respondió:
-Pues... no. De vez cuando algún sirviente. Tal vez el jardinero. Es que no entiendes, Tommy. Se trata de una mansión en el campo, lejos del tumulto de la ciudad. Allí gozarás de tranquilidad y podrás leer, descansar y hacer todo lo que desees, lejos de toda esta mugre y contaminación, del ruido y de las multitudes.
Al cabo de un largo silencio durante el cual Tommy reflexionó profundamente, su expresión se tornó triste, pues no quería ofender a aquel hombre de quien se había hecho amigo. Al fin, con los ojos llenos de lágrimas, dijo en voz baja, pero con firmeza:
-Lo siento, pero nunca podría vivir en un sitio donde nadie pasara delante de mi ventana.
Esta sencilla historia marcó un hito en mi vida. Cuando mi madre me la contó, resolví en ese mismo momento que, por la gracia de Dios, nunca viviría donde nadie pasara delante de la ventana de la obra de amor que Dios me encargara. Como dijo Tommy: «Nunca podría vivir en un sitio donde nadie pasara delante de mi ventana».
Habiendo conocido a Jesús, el Hombre que fue por todas partes haciendo el bien a todos los que pasaban delante de Su ventana, ¿cómo iba a volver yo a llevar una vida egoísta? Jesús dijo: «De gracia recibisteis, dad de gracia» (Mateo 10:8), y: «A todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le demandará» (Lucas 12:48 ).
Y tú? ¿Tienes tu ventana situada de tal forma que haya personas que pasen por delante de ella? ¿Haces algo por esas personas? En todo momento pasa alguien delante de nuestra ventana. ¿Obtendrá lo que necesita?
El muchacho de este relato era tan sencillo y tan desvalido que fácilmente habríamos podido prescribir que era incapaz de desempeñar obra alguna. Habría tenido el mejor de los pretextos para no ayudar al prójimo, sino más bien esperar que lo ayudasen a él. Pero movido por amor descubrió un medio de ayudar.
Todos los días pasa alguien delante de la ventana de tu vida. ¿Ha hallado tu amor la forma de ayudarlo? ¿Te ha indicado el amor de Dios -Jesucristo- cómo puedes ayudar a esa persona? Lo hará si lo deseas, sean cuales fueren las circunstancias en que te encuentres o las limitaciones a las que estés sujeto. Dios también tiene una ventana, y ha prometido que si le obedecemos y abrimos a los demás la ventana de nuestra vida, Él «abrirá las ventanas de los Cielos y derramará bendición hasta que sobreabunde» (Malaquías 3:10).
¿Te interesas tú también por los demás y dejas que el sol del amor de Dios brille a través de la ventana de tu vida? Te ruego que no les falles. Esfuérzate por darles lo que necesitan. Transmite a los demás el amor de Dios y Su Palabra. Haz «las obras del que [te] envió entre tanto que el día dura», antes que venga la noche y ningún hombre pueda trabajar (V. Juan 9:4). «Aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos (Efesios 5:16).» Si te brindas a los demás en mayor medida y pregonas más tu fe, Dios mismo hará más por ti, ¡mucho más de lo que nunca soñaste!
En cambio, si te niegas a los demás egoístamente, aun lo que tienes se desvanecerá. «Hay quienes reparten y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza. El alma generosa será prosperada, y el que saciare, él también será saciado» (Proverbios 11:24-25 ). Por mucho que des, Dios siempre te dará más.
David Livingstone, famoso misionero y explorador escocés que lo dejó todo para llevar el amor de Dios a los pueblos de África y murió allí sirviendo al Señor, dijo en cierta ocasión: «Jamás hice un sacrificio». Descubrió que no podía dar más que Dios. Aunque entregó su vida, cosechó vida y dividendos eternos a modo de almas inmortales. Dios siempre paga con creces todo sacrificio.
Pero cuesta. El rey David declaró una vez: «No ofreceré al Señor mi Dios holocaustos que no me cuesten nada» (V. 2 Samuel 24:24). Tienes que dar algo, tienes que abrir la ventana de tu vida y tienes que ser fiel. Hay que dar para recibir, verter para llenarse, sembrar para segar, invertir para obtener dividendos, morir a uno mismo a fin de vivir. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24).
«¿Qué hombre es este?»
Vino a la Tierra como un recién nacido débil e indefenso, hijo de una humilde muchacha que lo concibió milagrosamente sin haberse acostado con varón alguno. Es más, la noticia de su embarazo fue tan escandalosa que, cuando el hombre con quien debía casarse se enteró, decidió romper el compromiso y suspender la boda. Eso hasta que intervino un majestuoso ser celestial y le instruyó que se quedase con ella y criase a aquel niño tan singular.
Si bien estaba predestinado para ser rey -y lo que es más, Rey de reyes-, no nació en un palacio rodeado de ilustres cortesanos. En cambio, vio la luz en el suelo sucio de un establo, entre vacas y asnos. Sus padres lo envolvieron en trapos para acostarlo en un comedero de animales.
Su nacimiento no le proporcionó reconocimiento, honores ni fanfarria alguna por parte de las instituciones y gobiernos de Su época. Sin embargo, aquella noche, en una colina cercana, un abigarrado grupo de pastorcillos pobres quedó atónito cuando una luz casi cegadora los iluminó desde el cielo estrellado y un coro de ángeles llenó la noche con su proclama y cántico celestial: «¡Gloria a Dios en las alturas! Paz a los hombres de buena voluntad. Porque os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo el Señor.»
Lejos de allí, al Oriente, apareció otra señal en los cielos. Una estrella resplandeciente llamó la atención de ciertos sabios, quienes interpretaron su significado y la siguieron. La estrella los condujo a través de cientos de kilómetros de desiertos hasta el pueblito de Belén, donde honraron al niño con sus valiosos presentes.
El padre terrenal de este niño era carpintero, un humilde artesano, con el cual vivió y trabajó mientras crecía. Se adaptó a nuestra forma de vida, costumbres, lenguaje y vestimenta a fin de comprendernos mejor y poder comunicarse con nosotros al humilde nivel de nuestro raciocinio humano. Aprendió a amar a la humanidad. Vio nuestro sufrimiento y tuvo gran compasión de nosotros. Además de sanar nuestros cuerpos enfermos y quebrantados, ansiaba salvar nuestras almas inmortales.
Cuando le llegó el momento de comenzar Su obra maestra, fue por todas partes haciendo el bien, ayudando a la gente, interesándose por los niños, consolando, fortaleciendo a los cansados y salvando a cuantos creían en Él. Además de predicar Su mensaje, lo vivió entre la gente. No solo atendía las necesidades espirituales de las personas, sino también sus necesidades físicas y materiales, sanándolas milagrosamente cuando estaban enfermas y dándoles de comer cuando tenían hambre. En todo momento compartió Su vida y Su amor.
Su religión era tan simple que afirmó que había que volverse como un niño para aceptarla. No dijo que hubiera que celebrar cultos en templos; no predicó que hubiera que asistir a la sinagoga o a la iglesia. Nunca enseñó a la gente que tenía que observar complicados ritos ni reglas difíciles de cumplir. Lo único que hizo fue pregonar y manifestar amor, procurando conducir a los hijos de Dios al verdadero Reino Celestial, en el que las únicas leyes son «amarás al Señor con todo tu corazón» y «amarás al prójimo como a ti mismo».
Se relacionó muy poco con los pomposos dirigentes eclesiásticos de Su época, a excepción de las ocasiones en que insistían en importunarlo con sus preguntas capciosas. En ese caso los reprendía públicamente y los ponía en evidencia demostrando que eran «ciegos guías de ciegos». Hasta llegó a compararlos con sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, inmaculados y santos, pero por dentro están llenos de corrupción, inmundicia y apestosos huesos de muertos.
No fue un mero reformador religioso, sino un revolucionario. Se negó a transigir con el falso sistema religioso, y obró completamente al margen del mismo. Comunicó Su mensaje y Su amor a la gente corriente y a los pobres, la mayoría de los cuales hacía mucho tiempo que se habían apartado de la religión institucionalizada y habían sido abandonados por ésta.
Nunca entró en un bar látigo en mano para romper botellas y echar al barman. Tampoco irrumpió en un prostíbulo para golpear a las pobres muchachas, volcar las camas y a arrojar a los hombres por las ventanas. En cambió, sí condenó a los dirigentes religiosos por convertir el templo -que debía ser casa de oración- en cueva de ladrones. Dos veces improvisó un azote, entró en el templo, volcó las mesas, desparramó el dinero y expulsó a los codiciosos cambistas.
Su reputación lo tuvo sin cuidado. Fue compañero de borrachos, prostitutas, publicanos y pecadores, de los marginados y oprimidos por la sociedad. Hasta llegó a decirles que ellos entrarían en el Reino de los Cielos antes que la llamada gente buena: los farisaicos dirigentes religiosos que lo rechazaron y despreciaron Su sencillo mensaje de amor. El poder de Su amor y de Su convocatoria era tal e inspiraba tanta fe entre los que buscaban sinceramente la verdad que muchos no vacilaron en dejarlo todo y seguirlo de inmediato.
En cierta ocasión, mientras Él y Sus discípulos cruzaban un extenso lago, se desató una feroz tempestad que amenazaba con hacer zozobrar la nave en que se encontraban. Ordenó a los vientos que se calmaran y a las olas que se aquietaran, y enseguida hubo gran bonanza. Sus discípulos, atónitos ante tal demostración de poder, exclamaron: «¿Qué hombre es este, que aun los vientos y el mar le obedecen?»
En el transcurso de Su obra, dio vista a los ciegos y oído a los sordos, sanó a leprosos y resucitó muertos. Tan prodigiosas fueron Sus obras que uno de los jerarcas del orden religioso que se oponía enconadamente a Él llegó a afirmar: «Sabemos que has venido de Dios, porque nadie puede obrar estos milagros que Tú haces si no está Dios con él».
A medida que Su mensaje de amor se fue propagando y Sus seguidores se fueron multiplicando, los envidiosos dirigentes eclesiásticos se dieron cuenta de la amenaza que suponía para ellos aquel carpintero desconocido hasta hacía poco tiempo. Al liberar a la gente de la autoridad y dominio de la cúpula eclesiástica, la sencilla doctrina de amor que pregonaba iba socavando el orden religioso de la época.
Finalmente Sus poderosos enemigos obligaron a los gobernantes a detenerlo sobre la base de falsas imputaciones de sedición y subversión. Y aunque fue declarado inocente por el gobernador romano, aquellos hipócritas lo presionaron y lo convencieron para que lo mandara ejecutar.
Horas antes de Su detención, este hombre, Jesús de Nazaret, había dicho: «No podrían tocarme siquiera sin el permiso de Mi Padre. A una simple señal Mía, Él enviaría legiones de ángeles a rescatarme.» En cambio optó por dar la vida por ti y por mí. Nadie se la quitó. Él la entregó, la renunció por voluntad y decisión propia.
Pero ni siquiera Su muerte satisfizo a Sus celosos enemigos. Para impedir que Sus seguidores sustrajeran el cuerpo y afirmaran que había resucitado, cerraron el sepulcro con una enorme piedra y apostaron en el lugar a un grupo de soldados romanos para que la custodiaran. Aquella estratagema resultó inútil, pues esos mismos guardias fueron testigos del más grandioso de los milagros. Tres días después que Su cuerpo fuera depositado en aquel sepulcro frío, resucitó de la muerte, triunfando sobre ella y sobre el infierno para siempre.
Ni la muerte fue capaz de detener Su obra o de silenciar Sus palabras. Se levantó para conducir a Su pequeño grupo de seguidores a la mayor de las victorias: el derrocamiento del Imperio Romano por medio del amor y el poder del Evangelio. El amor de Dios arrolló a Sus envidiosos adversarios cual gigantesca marea que cubrió la Tierra, y fueron dejados atrás, tan inertes y áridos como Él predijo.
Desde aquel día milagroso de hace casi 2.000 años, este Hombre, Jesucristo, ha hecho más por cambiar el curso de la Historia, de nuestra civilización y de la condición humana que ningún otro dirigente, grupo, gobierno o imperio. Ha salvado a miles de millones de personas de la desesperanza, del temor a morir y de la muerte misma, y ha concedido la vida eterna y manifestado el amor de Dios a cuantos invocaron Su nombre.
Jesús no fue un simple filósofo, maestro, rabí o gurú. Ni siquiera un profeta, sino el mismísimo Hijo de Dios.
Dios, el gran Creador, es Espíritu, omnipotente, omnisciente, omnipresente. Semejante concepto sería para nosotros demasiado difícil de captar. De ahí que para manifestarnos Su amor, acercarnos a Él y llevarnos a comprender Su esencia, dispuso que Su propio Hijo, Jesucristo, tomara forma corporal y bajara a la Tierra. Si bien muchos grandes maestros han vertido enseñanzas sobre el amor y sobre Dios, Jesús es la quintaesencia del amor. Es Dios. El único que murió por los pecados del mundo y que resucitó de entre los muertos. Se encuentra, pues, en un plano totalmente distinto a todos los demás, porque es el único Salvador. Dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por Mí» (Juan 14:6).
Epílogo
¿Cómo puedes saber a ciencia cierta que Jesucristo es el Hijo de Dios, el camino de la salvación? Muy sencillo: ¡basta con ponerlo a prueba! Pídele humildemente que se te manifieste y te revele Su amor. Pídele que entre en tu corazón, te perdone tus pecados y llene tu existencia de amor, paz y alegría.
Jesús es real y te ama. Tanto es así que se sacrificó por tus pecados y murió en tu lugar a fin de evitarte el sufrimiento. No pide otra cosa de ti que aceptes Su perdón y la vida eterna que te ofrece gratuitamente. Sin embargo, Él no puede salvarte a menos que tú quieras. Su amor es todopoderoso, pero Él no entrará a la fuerza en tu vida. Jesús dice: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20). Él toca con suavidad la puerta de tu corazón. No la rompe ni la abre de un empellón, sino que aguarda mansa, paciente y amorosamente que le abras tu vida y le pidas que entre.
¿Aceptas a Jesús? Será tu más íntimo amigo y compañero. Permanecerá siempre a tu lado. Él vino por amor, vivió con amor y murió por amor, para que todos pudiéramos vivir y amar eternamente.
Puedes recibir a Jesús en tu corazón ahora mismo. No tienes más que hacer esta breve oración:
«Buen Jesús, perdóname todas mis malas acciones. Creo de verdad que eres el Hijo de Dios y que moriste por mí. Te abro la puerta de mi corazón y te invito a entrar en mí. Regálame la vida eterna que prometiste a los que creyeran en Ti. Ayúdame a comunicar Tu amor y Tu verdad a los demás. Amén.»
Dios es diferente, y Sus hijos también deberían serlo en cuanto a su modo de vida y a la influencia que ejercen sobre sus semejantes y su entorno. Este es el tema central de la presente obra, en la cual hemos reunido varios ensayos que estimularán y fortalecerán la fe del lector.
Los caminos de Dios no concuerdan con los de los hombres, dice la Biblia (v. Isaías 55:8). Recurriendo a numerosos ejemplos bíblicos, David Brandt Berg proyecta al Creador como un iconoclasta, frecuentemente adverso al statu quo instaurado por Sus propias criaturas.
Al mismo tiempo, este libro nos revela el amor universal e incondicional que Dios abriga por cada uno de nosotros, lo único que puede satisfacer realmente nuestra alma, transformar nuestra vida y dotarnos de un sólido cimiento de fe.
«El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Juan 4:8). El autor sostiene que el amor de Dios constituye la mayor fuerza del universo -mayor que todas las fuerzas del mal combinadas- y que el cristiano tiene el deber sagrado de transmitir el amor de Dios a sus semejantes. Tomando a Jesucristo como modelo e ideal y Sus enseñanzas como manual de conducta, David Berg nos incentiva a expresar nuestra fe de tal manera que marque nuestra vida y la de los seres que nos rodean.
Atrévete a ser diferente captará el interés de creyentes de toda edad, origen y formación cultural o religiosa, tanto a los que buscan la verdad como a los que aspiran a un mayor conocimiento del amor y los caminos de Dios. Presenta importantes preceptos cristianos de manera muy sentida y sincera, en un plano muy asequible. Pero sobre todo nos comunica la convicción de que sean cuales nuestras circunstancias, ¡podemos contribuir a mejorar el mundo!
Los editores
Cambia el mundo
Esta mañana, mientras escuchaba la radio, oí una breve charla a cargo del director de programas religiosos de la emisora. Contó un relato muy interesante que no creo que vaya a olvidar jamás, ya que se aplica muy bien a la labor que realizamos diariamente sirviendo al Señor.
Era la historia de un joven de unos veinte años que recorrió a pie la Provenza, región del sur de Francia, allá por 1913. Iba con mochila y saco de dormir por zonas apartadas y poco pobladas. Las más de las veces tomaba senderos y caminos secundarios y pernoctaba en pequeños campings o albergues juveniles, o en casa de algún campesino hospitalario.
En aquel tiempo, esa comarca era una región netamente rural y estaba muy yerma y abandonada. Había quedado poco menos que devastada por la explotación forestal y agrícola desmedida.
Para que la tierra produzca en abundancia es necesario que haya árboles, ya que éstos retienen la humedad del suelo y lo resguardan del sol que lo reseca. Asimismo, lo asientan y reducen los efectos de la erosión. En regiones donde escasean los árboles, es frecuente que las lluvias arrastren el suelo ocasionando inundaciones. En esas circunstancias el terreno no tarda en volverse estéril, como sucedió durante la Gran Depresión de los años treinta en una región del sudoeste de los Estados Unidos que llegó a ser conocida por sus tormentas de polvo.
Los bosques de aquella región del sur de Francia habían quedado prácticamente asolados a causa de la explotación abusiva del suelo que, por carecer de árboles que lo asentaran, terminó empobrecido a consecuencia de las lluvias. Toda la zona se había tornado árida y estéril, y se cultivaba muy poco. Hasta la fauna había emigrado, ya que los animales necesitan de lugares resguardados donde construir sus moradas, es decir, maleza que les proporcione protección. Sin árboles no hay maleza. Los animales también necesitan alimento, pero sin follaje éste escaseaba. Más aún, precisan agua; sin embargo, cuando no hay muchos árboles y el suelo no retiene la humedad, quedan muy pocos arroyos donde abastecerse de agua.
Aquel joven efectuaba un recorrido a pie por aquella región, en la que ya no se cultivaba mucho. Los pueblos se hallaban en estado decadente y ruinoso. Las casas se veían deterioradas, y casi todos los aldeanos habían emigrado a la ciudad.
El muchacho pasó una noche en la humilde cabaña de un pastor que, a pesar de sus canas y de sus cincuenta y tantos años, se conservaba muy robusto y fornido. Si bien la cabaña era pequeña y el mobiliario muy modesto, estaba bien mantenida. El joven se acogió a la hospitalidad de aquel amable pastor. Pernoctó allí y terminó quedándose varios días.
Observó con curiosidad que cada noche su anfitrión pasaba varias horas a la luz de una lámpara clasificando diversos tipos de frutos secos, como bellotas, avellanas y castañas. Con gran concentración y paciencia los examinaba, los iba colocando en hileras, los comparaba y separaba los que a su juicio estaban en mal estado y no servían. Terminada su tarea, guardaba en su morral los que había seleccionado.
Por la mañana llevaba sus ovejas a pastar e iba sembrando por el camino. Tomaba su cayado y, sin perder de vista el rebaño, recorría un buen trecho en línea recta. Daba unos pasos e, hincando con firmeza en el suelo la punta de su cayado, hacía un hueco de varios centímetros de profundidad. Dejaba caer en él una semilla y lo cubría de tierra con los pies. Luego daba unos pasos más, volvía a clavar su vara en el suelo y dejaba caer otra semilla. A lo largo del día recorría varios kilómetros de aquella comarca apacentando sus ovejas. Cada jornada recorría una zona diferente -todas ellas prácticamente despobladas de árboles- y a su paso sembraba bellotas, avellanas, castañas y nueces.
El joven forastero observaba al pastor sin comprender qué se proponía. Finalmente le preguntó:
-¿Qué hace?
-Como verá, joven, siembro árboles -repuso el pastor.
El muchacho volvió a inquirir:
-Pero... ¿para qué? Esos árboles tardarán muchísimos años en crecer y serle de provecho. Puede que ni viva para verlos.
-Ya sé -respondió el pastor-, pero algún día le serán de provecho a alguien y contribuirán a devolver a la tierra su fertilidad. Quizá no lo vea yo, pero sí mis hijos.
El joven se maravilló de la previsión, el desinterés y la iniciativa que mostraba el pastor al preparar el terreno para otras personas sin tener la menor certeza de que llegaría a ver o cosechar el fruto de su labor. Las semillas que sembraba se convertirían con el tiempo en árboles que conservarían la tierra para las generaciones venideras.
Veinte años después, aquel excursionista -ya de cuarenta y tantos años- volvió a visitar la región. Quedó boquiabierto ante lo que vio: un extenso valle totalmente cubierto por un bellísimo bosque natural en el que prosperaban árboles de todas las variedades. Naturalmente, eran ejemplares jóvenes, pero árboles al fin y al cabo.
El valle entero había revivido. La hierba había recobrado su verdor. La fauna volvía a poblar la zona, la maleza había crecido, el suelo había recuperado la humedad y los agricultores labraban nuevamente la tierra. En contraste con la aridez y la desolación que había visto veinte años atrás, toda la comarca florecía.
El viajero sintió curiosidad por saber qué habría sido del anciano pastor, y se quedó sorprendido al enterarse de que aún vivía. El viejo pastor -ya de unos setenta y cinco años- seguía vivo y fuerte como un roble. Aún residía en su cabañita, y no había abandonado su costumbre vespertina de clasificar frutos secos. El visitante se enteró además de que poco tiempo antes había llegado de París una comisión de parlamentarios para ver lo que a su juicio era un bosque natural que había surgido por milagro. Unos agricultores les señalaron que había sido producto de la perseverancia de aquel solitario pastor. Gracias a ella, todo el valle y la comarca se habían cubierto de un manto de vegetación y de hermosos árboles jóvenes. Tan impresionados quedaron los parlamentarios que a su regreso a la capital votaron en la Asamblea Nacional para que se le otorgara al pastor una pensión vitalicia en señal de agradecimiento por haber reforestado toda aquella región sin ayuda de nadie.
El visitante manifestó su sorpresa por la transformación que se había producido: además de los magníficos árboles, había resurgido la agricultura, la fauna había retornado y la flora se veía exuberante. Las pequeñas granjas prosperaban, y la actividad había vuelto a las aldeas. Con renovadas esperanzas, los campesinos habían reconstruido y pintado sus cabañas. ¡Qué contraste con el cuadro de ruina y abandono que había visto veinte años antes!
Gracias a la previsión, la diligencia, la paciencia, la abnegación y la constancia de un solo hombre, que durante años, día tras día perseveró haciendo lo que estaba a su alcance, la prosperidad había vuelto a aquella región. El hombre que a los veinte años visitó por primera vez al pastor se enteró de que en aquel entonces éste ya llevaba varios años sembrando pacientemente las semillas que dos décadas después se convertirían en árboles de gran tamaño. Un solo hombre había repoblado de árboles la región, devolviéndole la vida y la belleza. A consecuencia de ello se reactivaron la economía y la agricultura, la fauna volvió a habitar la zona, se recuperó el suelo, nuevamente hubo agua en abundancia y las aldeas volvieron a poblarse.
De modo que si a veces te sientes impotente al ver la situación en que se encuentra el mundo, no te dejes vencer. Dicen que son los grandes imperios, los gobiernos, los ejércitos y las guerras los que producen alteraciones en el curso de la Historia y cambian la faz de la Tierra. De ahí que a veces nos deprimamos y pensemos que no somos nada o que nada podemos hacer. La situación nos parece irremediable y caemos en la desesperanza. Nos da la impresión de que una sola persona nada puede hacer para mejorar las cosas. Terminamos creyendo que ni vale la pena intentarlo, que de nada sirve malgastar esfuerzos. Nos vemos inclinados a desistir y dejar que el mundo se vaya al infierno, lo cual al parecer se merece.
Pero como demostró al cabo de varios años aquel humilde pastor, un solo hombre puede transformar el mundo. Tal vez no consigas cambiar el mundo entero, pero al menos puedes modificar el ámbito en que vives. Sin ayuda de nadie y esforzándose abnegada y perseverantemente día tras día, año tras año, aquel pastor renovó por completo una comarca y le devolvió la vida.
Me recuerda lo que nos dijeron a mi esposa y a mí hace algunos años cuando vinimos a vivir aquí. Un matrimonio de mediana edad que residía en la localidad había oído hablar de nuestra fe y del deseo que teníamos de pregonar el amor de Dios y ayudar a la gente del país.
Un día, la señora nos preguntó:
-¿No les parece absurdo intentar cambiar la idiosincrasia de la gente de aquí? Hace siglos que tiene la misma mentalidad. Jamás conseguirán que la gente de esta ciudad cambie de actitud. Este país seguirá siempre igual; jamás cambiará. Lo que se proponen es imposible. No lo lograrán. Es una locura intentarlo siquiera.
Yo repuse:
-Es posible que no lleguemos a transformar todo el país, tal vez ni siquiera esta ciudad. Desde luego jamás conseguiremos que cambien todos sus habitantes. Pero no me cabe duda de que, poco a poco, estamos influyendo positivamente en unos cuantos. Todos los días sembramos las semillas de la verdad, las semillas del amor de Dios y de Su Palabra en el corazón de la gente, y es inevitable que de algunas de ellas brote nueva vida.
»¿Quién sabe si algún día no habrá aquí muchas vidas nuevas que lleguen a transformar por completo esta ciudad? Puede que para entonces nos hayamos marchado, o que ya no estemos con vida para verlo y disfrutar de sus beneficios; pero tal vez el día de mañana lo disfruten nuestros hijos o nuestros nietos, así como su ciudad y su país. Aunque no se beneficie más que una pequeña parte de la provincia o no lleguemos a cambiar la ciudad o el país en su totalidad, al menos habremos cambiado una parte.»
Amigo, si se transforma una vida, se ha transformado parte del mundo, y con ello queda demostrado que hay esperanzas de cambiarlo todo. Si se puede transformar una vida, es indudable que se puede hacer lo mismo con muchísimas otras. Es posible regenerar regiones enteras hasta transformar el mundo por completo, todo a partir de una sola persona... que tal vez seas tú.
Desde que mi esposa y yo llegamos aquí hace algunos años hemos transformado muchas vidas. En algunas ocasiones el proceso ha sido muy lento, arduo y penoso, y el fruto de nuestros esfuerzos muy escaso, pero gracias a la cantidad de semillas que plantamos, esas vidas se han transformado. Te parecerá que no estamos cambiando el mundo. Sin embargo, cuando llegamos aquí, si bien no éramos más que dos personas, por lo menos comenzamos a transformar la parte del mundo en que vivimos. Y hemos conquistado para Cristo a cientos de almas que ahora dan testimonio de Él, y a su vez siembran semillas de las que un día crecerán más árboles. Todo el mundo habla de nosotros, y de cómo vivimos, de nuestra obra, creencias y enseñanzas.
¿Qué pueden hacer, pues, una o dos personas? ¿Cómo puede un solo matrimonio llevar a cabo una obra misionera en un país de una idiosincrasia tan rígida, insensible y cerrada? Al principio parecía una empresa imposible. No obstante, comenzamos a sembrar las semillas de la Palabra de Dios y el amor de Cristo en el corazón de los que nos rodeaban, y así se transformaron cientos de personas que a su vez contribuyeron a influir en otras. Nuestra labor de cambiar vidas se ha multiplicado colosalmente. No intentamos convertirlas a todas de una vez; no hubiéramos podido. Más bien emprendimos con paciencia y detenimiento la labor de renovar uno a uno el corazón y la vida de los que nos rodeaban. Sembramos una semilla a la vez, llenando así el vacío interior de aquellas personas. Día tras día, año tras año, las atendimos con ternura, cuidado y desvelo.
Ahora todos comentan que los resultados se hacen evidentes, y ellos mismos están cambiando. Un destacado médico que se había mostrado bastante escéptico ante los esfuerzos que hacíamos por ayudar a la gente a experimentar una transformación espiritual, reconoció que ejercemos una influencia muy grande en la ciudad. Admitió que era precisa gente como nosotros aquí y que desde hacía mucho tiempo la ciudad necesitaba esa influencia espiritual. Dijo que tenían una holgada situación económica y razones de sobra para estar contentos, pero que carecían del espíritu que traíamos nosotros. Eso les hacía mucha falta. No cabe duda de que hemos tenido efecto en esta ciudad. No todos se han convertido ni han aceptado la Salvación, pero hemos dado testimonio a casi todos con el mensaje del amor de Dios.
Muchos nos han visitado y han experimentado en sí mismos el amor y la verdad que transmitimos poco a poco, día a día, persona a persona, corazón por corazón. Una por una sembramos las semillas en esos huecos. Tanto es así que ahora se ve crecer todo un nuevo bosquecillo, y la gente se maravilla y habla de ello.
Opinas que no es posible cambiar el mundo? ¿Te parece que ya es tarde, que no tiene remedio, que es una tarea demasiado grande y difícil? Pues, ¿por qué no pruebas a cambiar la parcela en que vives? ¿Por qué no empiezas por renovar tu propio corazón, tu mente, tu espíritu, tu vida? Por el solo hecho de cambiar tu vida, habrás cambiado todo un universo, el universo de tu existencia y la esfera en que mora tu alma. Basta con que dejes que el poder del amor de Dios te transforme. El lugar en que vives y el ambiente que te rodea experimentarán a la postre un gran cambio.
No te limites a cambiar solamente tu vida. Ayuda a transformar también la de tu familia, tus seres queridos. Así se producirán en tu hogar y familia modificaciones profundas. Llevarán una vida diferente, tendrán una nueva mentalidad, un corazón y un espíritu renovados, imbuidos de la verdad y el amor de Dios, de Su Palabra y de la vida que Él comunica. Una familia entera habrá cambiado, y eso representa todo un mundo, el tuyo. Cambia el mundo en que vives, transforma tu vida, tu hogar y tu familia. Así habrás cambiado el mundo, tu mundo.
Luego tu familia puede hacer lo mismo por sus vecinos y amigos, sus compañeros de trabajo o de estudios, por los comerciantes, las visitas y toda persona con quien trabe relación cada día, como hacemos nosotros. En cualquier momento pueden salir y hacer un esfuerzo por acercarse a un alma solitaria y necesitada de afecto, que busque la verdad, que ansíe sentir que alguien se interesa por ella, que busque algo sin saber a ciencia cierta qué. Gente que busca afanosamente alcanzar la felicidad y llenar su alma vacía, yerma y sedienta por falta del agua de la Palabra de Dios y del cálido amor que Él nos brinda.
Puedes empezar de forma individual, tú solo o con tu familia, sembrando cada día semillas de la verdad en este y en aquel corazón. Una forma de hacerlo es distribuir folletos cristianos por dondequiera que pases. Con paciencia, dedicación y constancia, se puede implantar en un corazón vacío la verdad contenida en la Palabra de Dios, y cubrirla con la calidez de Su amor. Luego no resta más que confiar en que el Espíritu Santo -el inefable sol del amor divino- y el agua de las Palabras de Dios produzcan el milagro de una vida nueva.
Puede que al principio no parezca más que una diminuta yema, una ramita insignificante o un simple retoño. ¿Qué diferencia hace eso en una vasta extensión de tierra? ¿Qué es eso comparado con el inmenso bosque que hace falta? Pues bien, es el comienzo. Es el milagro de la gestación de una vida nueva que con el tiempo crecerá y florecerá, hasta convertirse en un árbol majestuoso, grande y robusto. Se trata de un renacimiento total. Quizás hasta dé origen a un mundo completamente nuevo. ¿Por qué no intentarlo?
No me digas que es imposible cambiar el mundo. ¿Por qué no haces la prueba? ¿Por qué no intentas cambiar la parte del mundo en que vives, tu mundo, el mundo en el que te desenvuelves: tu familia, tu casa, tus vecinos, tu ciudad? Anímate, y puede que te sorprendas al ver lo que sucede.
No es que vayamos a transformar el mundo en lo futuro; dondequiera que damos testimonio a los demás del amor de Dios, ya lo estamos haciendo. Cada uno de nosotros está transformando el pequeño universo en que vive, el universo de nuestro ser, el de nuestra familia, el de nuestro hogar. Por todo el orbe tenemos hermanos en la fe que día a día, por dondequiera que pasan, siembran incansablemente semillas de vida en el corazón de cada persona. Tengo el convencimiento de que dentro de poco tiempo, de mediar las condiciones propicias para que estas semillas se desarrollen, presenciaremos en todo el mundo el surgimiento de un inmenso bosque formado por millones de flamantes y vigorosos árboles en crecimiento, es decir, conversos que madurarán hasta alcanzar la plena estatura de un verdadero cristiano. Los árboles de ese nuevo bosque -esos conversos- harán revivir la tierra, salvarán el mundo, lo protegerán, lo redimirán, resguardarán el suelo, haciendo que retenga el agua, regenerarán por completo las regiones donde se encuentren y les devolverán la prosperidad -la espiritualidad-. Dondequiera que estén crearán un mundo enteramente nuevo.
No vayas a pensar que no vale la pena abocarse al intento, que solo no puedes hacer mucho porque no eres gran cosa. Puedes empezar a transformar el mundo hoy mismo, amigo. No serías el primero ni el último. Johnny Appleseed se hizo famoso en la época de la colonización de los Estados Unidos porque siempre enterraba el corazón de las manzanas que se comía. Se dice que gracias a sus esfuerzos, por toda Nueva Inglaterra se ven cantidad de manzanos cuyos frutos siguen aprovechando sus moradores hasta el día de hoy.
¿Que no se puede cambiar el mundo? Claro que se puede. Si transmites la Palabra y el amor de Dios a los que te rodean, ya lo estás cambiando; estás transformando el mundo. Y si perseveras en ello -como el anciano pastor cuyos esfuerzos premió el gobierno-, un día de estos, cuando llegue el momento de tu retribución, Dios te recompensará. Te dirá: «Bien, buen siervo y fiel. Sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu Señor.» (Mateo 25:21.) Puede que en algunos casos no alcances lo que te habías propuesto, pero al menos habrás sido fiel. Aunque no hayas sido una figura destacada, se podrá decir de ti que te entregaste de lleno a servir al Señor, que lo hiciste con gran dedicación y que realizaste una buena labor.
Obraste a conciencia, día tras día, a cada paso y en cada oportunidad que se te presentó. Sin duda segarás lo que sembraste. Como dijo Jesús en el Evangelio según Mateo (Mateo 13:3-9, 18-23), es posible que no todas las semillas germinen. Tal vez el Enemigo -el Diablo- arrebate algunas, y quizás otras caigan en terreno árido o pedregoso. Habrá semillas que por no haber llegado a suficiente profundidad se secarán, como es el caso de los que abandonan ante las pruebas y las persecuciones. Otras se dejarán sofocar por los afanes y las riquezas de este mundo. Con todo, es inevitable que algunas caigan en tierra fértil y den buenas cosechas, unas a treinta, otras a sesenta y otras al ciento por uno. Éstas compensarán los esfuerzos invertidos en las semillas infructuosas, y con ello habrás transformado el mundo. No me cabe la menor duda. No se trata de una posibilidad, sino de un hecho; estamos cambiándolo y en parte ya lo hemos transformado. Si hay algo de lo que estoy seguro es de que al menos yo he cambiado el mundo en que vivo. ¿Estás haciendo tú algo por cambiar tu parte del planeta?
Quisiera agregar algo más que considero digno de mención. Como recordarás, el joven le había dicho al pastor que no viviría para ver el fruto de sus labores ni se beneficiaría de ellas. Es más, que ni siquiera llegaría a saber si su esfuerzo había servido de algo. Sin embargo, aquel anciano pastor vivió hasta los ochenta y nueve años. Alcanzó a ver en todo su esplendor y magnificencia el bosque que había sembrado y la región que había transformado, es decir, los cambios que se habían producido a su alrededor gracias a sus esfuerzos. Esa fue la recompensa que Dios le otorgó. Llegó a apreciar el milagro que había obrado Dios por su intermedio. Esto me trae a la memoria las palabras que escribió el apóstol Pablo en el Nuevo Testamento: «No nos cansemos de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos». (Gálatas 6:9) ¿Quién sabe? Quizá llegues a ver el día en que -gracias a ti- el mundo sea diferente. Algún día todos llegaremos a ver el mundo que habremos transformado, si no aquí en la Tierra, al menos en el Cielo.
Estás haciendo algo por cambiar el mundo en que te desenvuelves? No creas que es muy difícil cambiar la vida de una persona. Aún recuerdo una oportunidad en que visité con mi familia la Exposición Universal de Montreal en 1967. Por entonces mi madre tenía ya 80 años, pese a lo cual todavía era una cristiana de lo más entusiasta. Mientras pasábamos por el pabellón soviético sucedió algo inesperado. Se acercó el jefe de la delegación a ofrecer una silla de ruedas a mi anciana madre. Era un joven ruso muy apuesto, alto, de cabello rubio y aspecto impecable. Muy amablemente se ofreció a pasearla por el pabellón y explicarle las diversas facetas de la exposición.
Desde un principio congeniaron bastante y se enfrascaron en una conversación de lo más animada. Mientras aquel joven ruso le enseñaba a mi madre el pabellón y le explicaba los diversos artefactos que allí se exponían, conversaron casi dos horas. Más tarde me enteré, sin embargo, de que hablaron de mucho más que de artefactos. Al final de nuestra visita, el joven se despidió muy efusivamente y nos rogó que volviéramos. Se mostró de lo más cordial, y por lo que se ve, en el breve tiempo que pasó hablando con mi madre estableció una relación bastante estrecha con ella.
Varias semanas después nos llegó una carta suya en la que le decía a mi madre: «Usted ha transformado mi vida. Reflexioné acerca de lo que me dijo y acepté a Cristo. Usted ha producido un giro total en mi forma de pensar y en mis creencias; soy otro hombre. Pero soy casado, tengo tres hijos y vivo en un país comunista en el que la práctica del cristianismo es ilegal. ¿Qué hago ahora?»
El consejo que le dio mi madre en la carta con que le contestó se podría resumir en las siguientes palabras: «Cambie el mundo. Transforme el mundo en que vive. Comience ahora mismo en el lugar donde se encuentra. No deje de dar testimonio de la transformación que se ha producido en su vida. Hable de lo que ha obrado Dios en usted, del efecto que han tenido en su vida el amor de Dios y Su verdad, y así podrá empezar a transformar la parte del mundo donde vive, así sea en la esfera comunista.»
¡Sí puedes cambiar el mundo! ¡Comienza hoy mismo! Transforma tu vida, la de tu familia, la de tus vecinos. Transforma tu hogar, tu ciudad. Transforma tu país. ¡Cambiemos el mundo!
Declaración de amor
Nosotros, como cristianos, creemos en el amor. Amor a Dios y al prójimo, porque «Dios es amor». (1 Juan 4:8) En eso consiste nuestra religión: en amar.
El amor lo es todo, pues sin amor no habría nada: ni amigos, ni familias, ni padres, ni madres, ni hijos, ni sexualidad, ni salud, ni felicidad, ni Dios, ni Cielo. Nada de ello existiría sin amor. Y nada de ello sería posible sin Dios, porque Dios es amor.
La solución a todos los problemas que han aquejado a la humanidad a lo largo de la Historia ha sido siempre el amor -amor verdadero, amor a Dios y al prójimo-. Sigue siendo la solución que ofrece Dios aun en una sociedad tan confusa y compleja como la actual.
Es precisamente el rechazo del amor de Dios y de Sus amorosas leyes lo que lleva a los hombres a ser egoístas, desamorados, desconsiderados y hasta perversos y crueles. He ahí el origen de su inhumanidad para con sus semejantes, la cual salta a la vista en este atribulado mundo actual sometido al yugo de la opresión, la tiranía y la explotación. Tanta gente es víctima del hambre, la desnutrición, las enfermedades, la pobreza, el desamparo, el exceso de trabajo, odiosas vejaciones, los tormentos de la guerra y la pesadilla de vivir con un perpetuo sentimiento de inseguridad y miedo. La causa de todos estos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía.
Efectivamente, es así de sencillo: Amar a Dios nos hace capaces de amarnos los unos a los otros. Podemos entonces seguir Sus preceptos sobre la vida, la libertad y la felicidad, con lo que todo se arregla y todos nos sentimos satisfechos en Él.
Por eso dijo Jesús que el primer y mayor mandamiento es amar: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. [...] Y el segundo es semejante -casi igual, casi lo mismo-: amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mateo 22:37-39)
En otra ocasión en que Jesús procuraba ilustrar ese mismo principio, un intérprete de la ley le preguntó: «¿Quién es mi prójimo?» La Biblia dice que aquel jurista intentaba enredarlo. Quería saber quién era técnica y legalmente su prójimo. Lo que en realidad se proponía era que Jesús le ayudara a discernir a quién debía amar y a quién no. Pero con la parábola del buen samaritano (Se llamaba samaritanos a los pobladores de Samaria, región de la Palestina central que linda con Judea. Como los samaritanos eran mestizos, los judíos ortodoxos los despreciaban y rehuían.) Jesús enseñó que se trata de toda persona que necesite nuestra ayuda, sea cual sea su raza, el color de su piel, su religión, su nacionalidad o su condición social.
«Un hombre [judío] descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita [asistente del templo], llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.
»Otro día al partir, sacó dos denarios [equivalente a dos días de jornal], y los dio al mesonero, y le dijo: “Cuídamele, y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él [el intérprete de la ley] dijo: “El que usó de misericordia con él”. Entonces Jesús le dijo: “Ve, y haz tú lo mismo”.» (Lucas 10:30-37)
Si estamos provistos de amor verdadero, no podemos presenciar una situación de apuro sin intervenir. No podemos pasar de largo delante del pobre hombre en el camino de Jericó. Debemos actuar, como hizo el samaritano. Hoy en día hay mucha gente que, cuando ve a un necesitado, reacciona diciendo: «¡Ay, qué lástima, qué pena!» Sin embargo, la compasión hay que traducirla en obras. He aquí la diferencia entre lástima y compasión: la lástima no es más que un sentimiento de pena; la compasión lo impulsa a uno a hacer algo.
Debemos manifestar nuestra fe con obras. Es difícil demostrar amor sin una acción palpable. Afirmar que se ama a alguien y no ayudarlo físicamente en lo que pueda necesitar -proporcionándole comida, ropa, techo, etc.- no es amor. Si bien es cierto que la necesidad de amor verdadero es espiritual, éste debe manifestarse físicamente, por medio de obras. «La fe que obra por el amor.» (Gálatas 5:6) «El que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad (1 Juan 3:17,18).»
Por otra parte, consideramos que la forma más sublime de manifestar amor no consiste exclusivamente en compartir simples pertenencias y bienes materiales. Se basa en entregar la vida en servicio a los demás, como expresión de nuestra fe. Las buenas obras y la entrega de dichas posesiones vienen como consecuencia. El propio Jesús no tenía nada material que dar a Sus discípulos, salvo Su amor y Su vida, que dio por ellos y por nosotros, para que todos pudiéramos disfrutar de vida y amor eternos.
«Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos (Juan 15:13).» Profesamos, pues, que lo máximo que podemos dar a los demás es nuestra persona, nuestro amor y nuestra vida. Ese es nuestro ideal.
Con esa finalidad precisamente creó Dios al hombre en un principio. Nos hizo para que lo amáramos, disfrutáramos de Él eternamente y ayudáramos a los demás a hacer lo mismo. Dios fue el creador del amor y el que puso en el hombre la necesidad de amar y ser amado. Él es el único capaz de satisfacer esa ansia profunda de amor total y comprensión absoluta presente en toda alma.
Por eso, aunque las cosas temporales de este mundo puedan satisfacer el cuerpo, sólo Dios y Su amor eterno pueden llenar ese angustioso vacío espiritual que hay en el corazón de cada persona y que Dios creó exclusivamente para Sí. El espíritu humano -ese algo intangible, esa esencia de nuestro ser que habita en nuestro cuerpo- sólo halla plena satisfacción en la unión total con el gran Espíritu amoroso que lo creó.
Él es el mismísimo Espíritu del amor, amor verdadero, eterno, amor auténtico que nunca deja de ser, el amor de un Amante que nunca abandona, el Amante por excelencia, Dios mismo.
Lo vemos reflejado en Su Hijo Jesucristo, que vino al mundo por amor, vivió con amor y murió por amor para que nosotros pudiéramos vivir y amar eternamente. «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16).»
Para recibir el amor de Dios personificado en Jesús no tienes más que abrir tu corazón y pedirle que entre en ti. Jesús prometió: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él» (Apocalipsis 3:20). Con amor y mansedumbre, Él aguarda a la puerta de tu corazón. No la fuerza, no te obliga a aceptarlo; más bien espera a que le pidas que entre. ¿Se lo pedirás?
Una vez que lo hayas hecho, experimentarás toda una transformación. Será como si acabaras de nacer a un mundo del todo nuevo. Te convertirás en un nuevo hijo de Dios, con un nuevo espíritu. Entonces Su Espíritu, que morará en ti, te permitirá hacer lo que resulta humanamente imposible: amar a Dios y a tus semejantes.
Descubrirás la verdadera felicidad, que no se halla buscando de modo egoísta placeres y satisfacciones, sino al encontrar a Dios, comunicar Su vida a los demás y procurar la felicidad ajena. Entonces la felicidad te busca, te toma por asalto y se adueña de ti, sin que la hayas procurado siquiera.
«Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará (Gálatas 6:7).» Si siembras amor, recoges amor. Si siembras amistad, recoges amistad. Obedece, pues, la ley divina del amor, amor desinteresado, amor a Dios y al prójimo. Manifiesta a los demás el amor que les debes, y tú también recibirás amor. «Con la misma vara con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:38.).»
Descubre las maravillas que puede hacer el amor. Hallarás todo un nuevo mundo de amor que sólo habías concebido en sueños. En compañía de otra alma solitaria, puedes disfrutar de los milagros que obra el amor. Pruébalo. El amor que manifiestes volverá a ti.
El amor no se te dio para guardarlo.
Para que sea amor, a otros hay que darlo.
Guerra entre dos mundos
Carta abierta a cuantos desean sinceramente transformar la sociedad
Todos los que hemos respondido al llamamiento de Cristo de seguirlo y llevar Su luz al prójimo libramos una guerra cósmica. Luchamos juntos en defensa de nuestra fe, de la verdad y la libertad. Movidos por el amor, nos hemos comprometido a entregar la vida por nuestros hermanos de todo el mundo. Estamos empeñados en lograr que la gente humilde del mundo tenga a su alcance la posibilidad de alimentarse y vestirse adecuadamente y adquirir una vivienda digna; que pueda gozar de buena salud y trabajar en paz y libertad a fin de satisfacer sus necesidades elementales y alcanzar la felicidad. Nos hemos dedicado de lleno a lograr que todos los habitantes del planeta, sin restricciones, puedan conocer la dicha de vivir fraternalmente y en cooperación unos con otros, de tal modo que cada uno aporte conforme a sus posibilidades y reciba según su necesidad (V. Juan 15:13; 2 Corintios 8:14; Hechos 4:35; 11:29).
Los ideales comunes que perseguimos son que la humanidad se libre de la miseria, de la dominación, del dolor, del mal y del miedo. Los hombres no pueden ser felices cuando padecen hambre, viven bajo el yugo de la opresión, la tiranía y la explotación, o son víctimas de la desnutrición, la falta de salud, las enfermedades y el exceso de trabajo. No pueden conocer la alegría cuando soportan las penalidades que ocasionan interminables guerras y conflictos, y enfrentan la pesadilla de una espantosa inseguridad.
Sostenemos que la causa de todos esos males es la falta de amor de los hombres para con Dios y con el prójimo, y su insistencia en contravenir las leyes divinas de amor, fe, paz y armonía con el Creador, con la creación y con sus semejantes. Esas leyes constituyen el fundamento de nuestra fe y de la de todos los que creen profundamente en Dios y en Su amor.
A demás de saber a favor y en contra de qué luchamos, es necesario tener claro en qué plano debemos hacerlo. La nuestra no es una guerra de armas y ejércitos que combaten físicamente. No es una contienda en el plano material, en la que se enfrenten hombres, naciones o grupos étnicos. No es una guerra entre ricos y pobres ni entre socialistas y capitalistas. No se trata de un conflicto entre sistemas políticos o económicos, entre sociedades o culturas, o entre confesiones religiosas. No nos referimos a una conflagración motivada por el rencor y el odio, la saña y la venganza, que conducen a matanzas y a salvajismo, torturas, sufrimiento y muerte. No se trata de sojuzgar a un pueblo, ni de conquistar territorios, ni de adquirir bienes materiales o satisfacer la vanagloria del hombre.
Tales guerras carnales raramente han contribuido a superar conflictos o a resolver los problemas fundamentales que aquejan a la humanidad. Por lo general, solo han dado lugar a más sufrimiento, angustia, dolor, hambre, esclavitud, resentimiento y revanchas. No han hecho otra cosa que generar más luchas, tormentos, privaciones, destrucción, pérdidas, aflicción, miseria y muerte. El resultado de la inmensa mayoría de las mezquinas y execrables guerras que desatan los hombres no es más que un simple relevo del tirano de turno en el que se invierten los papeles entre opresores y oprimidos, un interminable círculo vicioso de males que enriquece aún más a un sector cada vez más reducido de privilegiados, y a la vez engrosa las filas de los pobres. Y tanto unos como otros son desgraciados e infelices con la vida que llevan, asediada por el espectro del miedo y la muerte.
La nuestra es una guerra que se libra en el plano espiritual, por medio de la fe y el amor, y tiene por objetivo conquistar el corazón y el espíritu de los hombres, influir en sus ideas y salvar tanto su alma como su cuerpo. Combatimos por liberarlos de la maldad que se adueña de su espíritu, de su corazón y de su mente, y los induce a ser egoístas, desconsiderados, ofensivos, crueles y perversos con sus congéneres. La inhumanidad de los hombres para con sus semejantes tiene raíz en su ignorancia de los caminos que conducen a la felicidad. No conocer bien el amor, la fe y el poder de Dios, así como los principios espirituales que Él amorosamente ha instituido para que alcancemos la dicha eterna.
Lidiamos en esta contienda a fin de romper las cadenas de iniquidad y el yugo del Diablo que esclavizan el alma, la mente, el corazón y el espíritu de los hombres, y que son la causa de que nos hayan sobrevenido todas las desgracias que enfrentamos hoy en día. Se trata de una guerra cósmica, una guerra entre dos mundos. Una guerra entre el bien y el mal, entre Dios y el Diablo, la rectitud y la vileza, lo mundano y lo espiritual, ángeles y demonios. Un enfrentamiento entre el amor y el odio, la vida y la muerte, la alegría y la desdicha. Nos referimos a un conflicto universal en el que las fuerzas celestiales defensoras del bien se oponen a las fuerzas espirituales del Infierno, que luchan por nuestro cuerpo y nuestra alma, tanto en el plano terrenal como en la dimensión espiritual.
Por tanto, es menester que, además de defender nuestros derechos humanos, libremos esta guerra espiritual -de mucha mayor trascendencia que cualquier otra- con armas mucho más eficaces como son la fe, el amor y la piedad, acompañadas de palabras y actos de bondad. Para liberar a los hombres del temor es necesario infundirles fe; para librarlos del odio hay que manifestarles amor; para aliviar su angustia es preciso brindarles alegría; para librarlos de la guerra debemos forjar la paz; para sacarlos de la miseria hay que satisfacer plenamente sus necesidades; para salvarlos de la muerte tenemos que indicarles el camino que conduce a la dicha eterna en el Cielo.
La espada vence, la palabra convence. Nuestra guerra se libra con palabras e ideas capaces de encender en los hombres la llama de la fe y la esperanza. Aspiramos a colmarlos de alegría, de paz y de amor, a fin de que su espíritu sea libre. Asimismo, nos proponemos liberarlos del dolor físico con actos de amor y de bondad. Debemos, por tanto, librar una guerra de palabras contra las ideas del mal, una guerra de fe contra el temor y de esperanza contra la duda. Es vital que inspiremos a los hombres a creer en Dios y en Su amor, y que Él ha concebido un plan para llevar al hombre hacia un futuro glorioso, cuando se instaure el Reino de Dios en la Tierra, en el que gobernarán los justos y ya no habrá pesar, ni llanto, ni dolor, ni muerte. Todo será luz y vida, y habrá paz, felicidad y abundancia para todos.
Es necesario enseñar a la gente las amorosas y vivificantes Palabras que Dios mismo nos legó en Su libro sagrado, la Biblia, por medio de Sus santos profetas, a fin de que la humanidad alcance la vida, la dicha y el amor eternos que Dios ofrece. Imperios poderosos construidos a punta de espada desaparecieron con el mismo ímpetu con que aparecieron. En cambio, las divinas Palabras de vida y amor permanecen para siempre y no han dejado de ser fuente de gozo, paz, amor, vida y esperanza para miles de millones de personas generación tras generación. Grandes conquistadores como Alejandro Magno, César, Gengis Kan, Napoleón y Hitler han quedado relegados al pasado. Sin embargo, las ideas, la fe y las palabras de los profetas de Dios son imperecederas.
Trascienden las fronteras. Se extienden por todas las naciones, razas e imperios. No conocen límites de tiempo ni de espacio. No han podido ser reprimidas por personas, por guerras ni por el poder de las armas. Engloban a la humanidad entera, y unen los pensamientos, el corazón y el espíritu de los hombres en la fe y el amor a Dios y al prójimo, para bien de todos.
Los filósofos, maestros, profetas y siervos de Dios en raras ocasiones han dirigido imperios. No obstante, han ganado a multitudes de personas a su causa por medio de sus palabras, su fe y sus ideas, que cautivaron corazones, conciencias y espíritus liberándolos para siempre. Los seguidores de Dios desde el principio del mundo se cuentan por miles de millones, y a diferencia de los efímeros imperios terrenales, que subyugan por la espada, el Reino eterno de Dios conquista los espíritus inmortales de los hombres.
No se puede obligar a nadie a hacer el bien. No se puede imponer la moralidad a fuerza de leyes. Para impulsar al hombre a obrar limpiamente y a abstenerse del mal por iniciativa propia es necesario persuadirlo, ganar su corazón, iluminar su espíritu y salvar su alma. Para conquistar de veras el amor de una mujer, de nada vale forzarla. Hay que cortejarla. No es posible cambiar el mundo de los hombres sin cambiar su manera de pensar. Para eso es imperativo transformar su corazón, lo cual sólo es viable mediante la inspiración del Espíritu de Dios, que no sólo salva el cuerpo, sino también el alma.
Debemos empeñarnos en la salvación integral de los hombres, no solamente de su cuerpo y de su medio ambiente. Nunca podrán ser felices teniendo el corazón amargado, los pensamientos turbados, el espíritu abatido y el alma desprovista de salvación. Tenemos que consagrarnos a la tarea de salvar a los hombres en su totalidad, no en forma parcial. Es necesario bregar por la salvación de la humanidad entera, no sólo de una parte de ella. Esa salvación debe ser eterna y no circunscribirse a la existencia actual.
Sólo el poder, la vida, la luz, el amor y las palabras de Dios pueden lograr ese objetivo. Debemos valernos de cuanto medio haya disponible en el mundo para comunicar esas palabras a toda persona. Debemos hacer llegar a los ojos y pensamientos de todos los hombres en todo lugar los preceptos de Dios, Su esperanza, fe y amor, y los designios que ha determinado para Sus criaturas, a fin de que se transformen todos los corazones, se eleven todos los espíritus y se salven todas las almas, así como los cuerpos que las componen, para que convivan en unidad y armonía para siempre.
Es imprescindible que tengamos por objetivo la salvación universal de la humanidad, no sólo la de nuestra nación. No podemos limitarnos a resolver las nimias cuestiones temporales, los afanes de esta vida, las dificultades de nuestro ámbito o los conflictos de un determinado pueblo, nación, raza, cultura, religión, ideología, filosofía política o sistema económico.
Para que todos los hombres alcancen la felicidad, la salvación no puede exceptuar a nadie; debe abarcar a la humanidad entera. Aunque las noventa y nueve ovejas estaban en el redil, el pastor no se conformó hasta que hubo hallado y rescatado a la perdida. La grey no estaba completa. El pastor no podía descansar mientras una de ellas estuviera sufriendo por su descarrío (V. Mateo 18:12-14; Lucas 15:3-7; Juan 10:1-16 ).
Es preciso que busquemos a todas las ovejas perdidas del Buen Pastor, a fin de transmitirles las palabras de amor, vida y fe. Hay que traerlas a todas al redil, de manera que sean por la eternidad un solo rebaño con un solo Pastor.
Tenemos la obligación de llevar el mensaje a todos, aunque no todos lo escuchen ni respondan ni acepten la salvación. Debemos a todo hombre el mensaje de Dios y la vida de amor que Él quiere dar, pero sobre todo a los que se muestren dispuestos a creerlo y aceptarlo. Dios únicamente sacia al alma hambrienta; a los que creen no tener necesidad de Él ni de una transformación los envía vacíos (V. Lucas 1:53). No tiene sentido perder el tiempo discutiendo con los que se niegan a reconocer la verdad. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Debemos empezar hoy mismo a saciar a los hambrientos, a dar vista a los que ansían luz y amor a los abandonados.
Si Dios está de nuestra parte, nadie podrá hacer-nos frente, por mucho poder que ostente o por muchos que sean sus seguidores. Confía en Dios. «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros (Romanos 8:31)?» ¿Quién podrá detener al que hace el bien? Ninguno podrá resistirse al poder de Dios en ti ni a Sus huestes celestiales si Dios está a tu favor y tú a favor Suyo, y estás obrando conforme a Su voluntad (V. Hechos 5:38-39).
Libramos una lucha sin cuartel, y la victoria es nuestra. Alabado sea Dios. Puede que perdamos algunas batallas, pero estamos ganando la guerra, y muy pronto estableceremos el Reino de Dios en la tierra. No te des por vencido. No desmayes, no pierdas la fe, ten ánimo. No podemos fracasar. Tenemos la victoria asegurada, porque Dios está con nosotros y porque luchamos por una causa justa y santa, basada en la fe y el amor a Dios y al prójimo. El amor es infalible, porque «Dios es amor» (1 Juan 4:8).
Jesús dijo que el cielo y la tierra pasarán, pero las Palabras de Dios no pasarán (V. Mateo 24:35). Para siempre permanecen en los Cielos, y nadie podrá desmentirlas u oponerse perpetuamente a ellas. Invócalas y divúlgalas, junto con el amor de Dios, tanto de palabra como de hecho. Aprovecha para ello todos los medios que tengas a tu alcance, y así brindarás a los demás luz, esperanza, amor, paz, abundancia, satisfacción y felicidad celestial para siempre.
No es de necios dar una vida pasajera por un amor imperecedero.
¿Se equivocó Dios
Se equivocó Dios al poner a Adán y Eva en el Paraíso y permitirles que tomaran por su cuenta una decisión que resultó ser desacertada (V. Génesis 3:6)? ¿No reconoció Dios Su fracaso cuando tuvo que aniquilar a la humanidad por su impiedad mediante el diluvio universal (V. Génesis 6:5-7)? ¿Fue la torre de Babel un desastre total, y la confusión de lenguas una catástrofe? ¿O fue todo ello necesario para cumplir el propósito divino de enseñar humildad al hombre y dispersarlo sobre la faz de la Tierra (V. Génesis 11:1-9)?
¿Fue un error que Moisés matara al cruel egipcio y tuviera que huir para salvar la vida, con lo que acabó pasando cuarenta años en el desierto aprendiendo a ser un humilde pastor de ovejas (V. Éxodo 2)? ¿No fue aquello un terrible contratiempo para la causa y la liberación de su pueblo? ¿O fue necesario que Moisés terminara en el exilio a fin de que aprendiera lo que Dios tenía que enseñarle y se transformara en la persona que tenía que ser para liberar a su pueblo? Es decir, en un hombre que ponía toda su confianza en Dios y no en sí mismo.
¿Se equivocó Dios cuando escogió a Saúl por rey de Israel, teniendo en cuenta cómo salió? ¿Fue Saúl un fracaso? ¿O sirvió para cumplir el plan divino y preparar al rey que Dios realmente buscaba: David (V. 1 Samuel 9-22 )? Dios obtiene algunas de Sus mayores victorias de aparentes derrotas, y hace que la ira del hombre lo alabe (V. Salmo 76:10).
¿Se equivocó Dios cuando dejó que David sucumbiera en los brazos de Betsabé, cayera en desgracia delante de sus súbditos, fuera destronado por su propio hijo, el rebelde Absalón, y se marchara a otro país en medio del oprobio y el escándalo, escoltado por unos pocos amigos (V. 2 Samuel 15)? ¿Será que David cayó? ¿O a raíz de todo ello acabó subiendo? Algunas veces, Dios para levantar derriba... de hecho, casi siempre. Exactamente lo contrario de lo que pensamos. A Dios le encanta hacer las cosas al revés de lo que uno espera, porque eso requiere un milagro y demuestra que son obra de Dios y no del hombre. Gracias a aquello, David fue humillado, junto con todo el reino, lo que les recordó que todo lo que eran y tenían se lo debían al Señor.
De esos aprietos y quebrantos que sufrió David brotaron la dulzura de los Salmos y la fragancia de sus alabanzas al Señor por la misericordia que tuvo con Él. Fue todo obra de Dios, fue todo por gracia, nada de sí mismo ni de su propia justicia. Es una enseñanza que desde entonces ha animado a muchos otros grandes pecadores como cualquiera de nosotros.
¿Se frustró la misión de Elías cuando huyó de Jezabel después de su gran victoria en el monte Carmelo? Cuando se escondió cobardemente en el desierto, ¿quedó en nada la gran valentía exhibida en aquella ocasión? Después de matar a cientos de falsos profetas, huyó de una simple mujer. ¡Qué cuadro (V. 1 Reyes 18-19)! Aquel profeta audaz, formidable e impresionante, el que había descollado entre todos los demás por estar lleno del poder y la fortaleza de Dios, el mismo que en la cima del Carmelo había hecho descender fuego de los cielos, huía esta vez -temerosa y deshonrosamente- de la perversa reina Jezabel. ¿No supuso eso un descalabro, la ruina total de su obra? ¿No menoscabó aquello todo su testimonio? ¿No demostró que a fin de cuentas no era un gran profeta? ¿No ocasionó que sus seguidores lo abandonaran? ¿O será que Dios pretendía enseñarle algo que haría de él un profeta mejor, más humilde, el cual, después de regresar, no temería siquiera al rey, mucho menos a la reina?
¿No fue un desprestigio y un apoteósico revés para la causa de Dios que Jeremías, el gran profeta de males y destrucción, fuera puesto en un cepo frente a la puerta del templo, para que sus hermanos le escupieran en la cara? ¿O que sus enemigos lo hundieran hasta las axilas en barro, y tuviera que ir a rescatarlo en secreto su buen amigo Ebed? Finalmente, ¿no fue lo más ignominioso y escandaloso de todo que terminara en la cárcel, tildado de traidor y delincuente, acusado de ser desleal a su patria y a su pueblo (V. Jeremías 38-41)?
Sí, pero no para Dios. Todo ello formaba parte del plan divino para conservar humilde a Jeremías y evitar que se distanciara de Dios, de manera que pusiera toda su confianza en Él y no en su familia, en sus amigos o en el rey. Dios lo tuvo allí entre rejas para mantenerlo a buen recaudo hasta que lo liberaron los babilonios. Fue protegido, sustentado y alentado por aquellos de quienes menos cabía esperar un trato benigno: los crueles enemigos paganos de su pueblo. ¿Fue todo una equivocación? ¿No había acaso una mejor opción, un modo más correcto de hacerlo (Isaías 55:8-9)?
¡Qué importa lo correcto! Los que se preocupan por hacer las cosas correctamente son los hombres. Dios más bien suele obrar de maneras inesperadas, incorrectas, poco tradicionales, poco ortodoxas y poco ceremoniosas, al revés de como nos imaginamos. «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos Mis caminos -dice el Señor-. Como son más altos los cielos que la tierra, así son Mis caminos más altos que vuestros caminos, y Mis pensamientos más que vuestros pensamientos (V. Isaías 40:13-14; 1 Corintios 2:16).» ¿Quién puede conocer la mente del Señor? Y ¿quién puede enseñarle algo?
¿Quiénes nos creemos que somos para decirle a Dios lo que tiene que hacer y cómo? Dios sabe lo que hace. Su forma de proceder no es asunto nuestro. No nos corresponde a nosotros instruir a Dios en cómo debe hacer las cosas. «Mira, Señor, debes hacerlo de esta forma o de esta otra, para que la gente nos acepte y nos comprenda.» No te preocupes por los que no entienden. Confía en que Él sabe lo que hace. «Fíate del Señor de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas» (Proverbios 3:5-6).
A Dios le encanta obrar al revés de como nos parece que debería hacerlo. Pero ¿es eso un error? ¿Está mal que lo haga así?
¿Por qué no se valió Dios de los 32.000 hombres de Gedeón para aniquilar el ejército de los madianitas? Así habrían podido atribuirse el mérito a sí mismos y jactarse de ser un pueblo superior. En cambio, mandó a una ridícula cuadrilla de 300 hombres a que rompieran vasijas en medio de la noche, montaran un espectáculo luminoso, hicieran sonar sus trompetas y gritaran como desaforados. Sin embargo, eso hizo que les temblara la barba a los soldados enemigos, los cuales acabaron matándose unos a otros (V. Jueces 7).
¡Qué manera más ignominiosa de ganar una batalla! ¡Qué forma más vergonzosa de vencer al enemigo! Una bufonada, un disparate que no tenía sentido; pero fue todo cosa de Dios. Gedeón y su cuadrilla no tuvieron más remedio que dar gracias a Dios por la victoria, pues lo único que se les podía atribuir a ellos eran tonterías como romper platos, agitar antorchas y soltar alaridos mientras Dios se encargaba del enemigo. ¿A quién sino al Señor se le podría reconocer el mérito de la victoria en semejante batalla? Desde luego no a un hombre simple como Gedeón, que tuvo la intrepidez de creer y obedecer lo que Dios le había dicho. Pero con tal de cumplir su misión, no le importó hacer el ridículo ni que se rieran de él.
Quien trate de analizar racionalmente los planes del Señor más vale que desista. Lo más probable es que de todas formas las cosas no resulten como él piensa. No sea que diga: «Mi mano me ha salvado» (Jueces 7:22).
Yqué más digo? Porque el tiempo me faltaría para hablar de Barac y del loco de Sansón. Ese sí que dio un pésimo ejemplo. Semejante melenudo, mujeriego, pendenciero, jaranero, bromista y apostador. Mató a mil filisteos con una quijada de burro, y a veces él mismo hacía tremendas burradas (V. Jueces 14-16). Vaya forma imprudente, insólita y alocada de salvar Dios a Su pueblo, por medio de semejante rebelde. ¿Se equivocó Dios? ¿O será que para demostrar que Él puede servirse de cualquiera, hasta de personas como nosotros, nos dio el alentador ejemplo de esos desastres que tuvieron éxito, esos fabulosos incapaces que se atrevieron a confiar en Él a pesar de sí mismos y le atribuyeron toda la gloria, a sabiendas de que sin Él nada podían hacer!
No habría sido mucho más respetable y correc-to que el Rey de reyes, Jesús, naciera en un palacio, en presencia de ilustres cortesanos, y que lo agraciaran con los honores y alabanzas de la sociedad? En cambio, vio la luz en el suelo sucio de un establo, entre vacas y asnos, y lo envolvieron en trapos para acostarlo en un comedero de animales. Desde entonces, la gente ha venerado tanto el pesebre que olvida el uso que tenía: era simplemente un cajón tosco del que comían las vacas. Los únicos presentes fueron un variopinto grupo de pastorcillos pobres hincados de rodillas en el suelo, y unas cuantas vacas y asnos.
¿No habría sido más ventajoso que Su padre terrenal fuera un eminente potentado en lugar de un simple carpintero? De haber recibido el espaldarazo del orden establecido, ¿no se les habrían facilitado mucho las cosas a Jesús y a Sus seguidores y no se habría agilizado la propagación de Su obra? ¿Y no fue un tanto bochornoso para Sus humildes padres convertirse en fugitivos de la injusticia y salir huyendo del país como delincuentes comunes por haber traído al mundo al caudillo de un gobierno revolucionario opositor, el Reino de los Cielos (V. Mateo 1-2)?
Por lo mismo, ¿no le habría convenido vivir un poco más decente y aceptablemente en lugar de nacer en un establo que ni siquiera era de Él, gorronear comida en campos de otros hombres, dormir en casas ajenas -particularmente en la de un par de adorables hermanas solteras, María y Marta- y ser sepultado en la tumba de otro (V. Lucas 10:38-42; Juan 19:38-42)?
¿Era necesario que estuviera constantemente enfrentándose a las instituciones religiosas, rompiendo convencionalismos, derribando tradiciones y amenazando el statu quo, de tal manera que tuvo que terminar ejecutado junto a delincuentes comunes, dejando atrás la mala reputación de haberse codeado con publicanos y pecadores, de haber sido un comilón y bebedor de vino, de andar codeándose con borrachos y prostitutas, de infringir la ley, de ser un agitador, de alterar el orden público, de ser un fanático endemoniado y un falso profeta. Así lo calificaron (V. Lucas 7:34; 23:2; Juan 10:20). ¿No habría podido recurrir Dios a tácticas menos controvertidas y procedido de forma más pacífica, respetable y aceptable? ¿No habría podido el Rey de reyes empezar con mejor pie en lugar de hacerse odiar desde el principio? ¿No fue aquello un desatino de Dios?
Jesús, ¿por qué ofendiste adrede al orden estable-cido? ¿Para qué escoger a propósito, por discípu-los, a unos malolientes pescadores melenudos y a un odiado recaudador de impuestos? ¿No habría sido más ventajoso actuar a la manera de los hombres y elegirlos de entre los eruditos del Sanedrín [consejo supremo de la antigua nación judía] con la aprobación de las sinagogas, la venia de los principales sacerdotes y la autorización de Roma por intermedio del gobernador? Jesús, ¿no te habría convenido más haberlo hecho así desde el comienzo? ¿No crees que Tus tácticas habrían podido refinarse un poco? ¿No crees que te creaste muchas dificultades desde el principio y te acarreaste penas y persecuciones totalmente innecesarias e inmerecidas con Tus métodos temerarios y Tu imprudencia?
¿Era preciso que te marginaras de tal manera y que escogieras tal amalgama de inútiles, entre ellos algunas de las peores rameras y algunos de los personajes más radicales de la ciudad? Seguro que habrías podido adoptar mejores procedimientos. Se comprende que cometieras algunos errores, pero ¿no fue una tontería que actuaras sistemática y testarudamente contra la lógica, la razón y las buenas costumbres?
Si hubieras dado sólo una paliza a los cambistas del templo, tal vez lo podrían haber pasado por alto como una atolondrada excentricidad de un demente, de un tipo que andaba mal de la cabeza. Pero echarlos a latigazos, destrozar los muebles y esparcir todo el dinero dos veces... ¡Sabes muy bien que eso ya era pasarse! Era inevitable que alguien se enfureciera y terminara eliminándote (V. Juan 2:13-16; Mateo 21:12-13; Marcos 11:15).
Hiciste las cosas de tal modo que nos resulta muy difícil explicar a la sociedad decente por qué tuviste que ser tan inconformista y polémico, semejante iconoclasta. ¿No crees que habrías podido transigir un poco en algunas de esas cuestiones para no enfrentarte tan de plano a las autoridades eclesiásticas con Tus doctrinas revolucionarias? ¿No habrías podido refinar un poco Tu estilo y Tu mensaje para que no resultaran tan difíciles de tragar? Como cuando dijiste a Tus discípulos que comieran Tu carne y bebieran Tu sangre. Santo cielo, habrían podido pensar que profesabas el canibalismo (V. Juan 6:48-63).
Señor, seguro que había mejor forma de proceder. Es indiscutible que habrías podido vivir en mejores condiciones. ¿Cómo se te ocurre acampar en el prado a la sombra de los árboles? Eras perfectamente consciente de que con eso motivarías gestos de extrañeza y levantarías sospechas sobre Tu carácter y moralidad y la de Tus discípulos, ya de por sí personas de dudosa conducta. Es evidente que te equivocaste en algunos de esos métodos de actuación, Señor. Algunas cosas habrías podido hacerlas mejor.
No podemos ser vagabundos como Tú y Tus discípulos, Señor. Ni siquiera como el gran apóstol Pablo. Imagínate lo que sería «no tener morada fija» (1 Corintios 4:11). Eso es inconcebible en esta era moderna. Simplemente no se hace. Sabes bien que esa forma de vida inevitablemente acarrea críticas y concita el aborrecimiento de la sociedad, sobre todo teniendo en cuenta que según la corriente actual la vida no consiste en unos valores espirituales imprecisos sino en la abundancia de bienes materiales.
Francamente, dificultas bastante las cosas. Por lo menos parte de todo eso fue desacertado. Era lógico que Tus estúpidos e ignorantes seguidores cometieran algunos disparates así; pero, ¿Tú, que eras su jefe? ¿Cómo es posible que incurrieras en una conducta tan deshonrosa? ¿Qué esperabas que la gente pensase? Es comprensible que te acusaran de ser un borracho, un glotón, un libertino y un extremista. La verdad es que no pusiste mucho de Tu parte con miras a que te aceptaran. Para los que estamos acostumbrados siquiera a un mínimo de honorabilidad, Tu mensaje y Tu proceder resultaron muy difíciles de tragar. ¿Es que no te importaban nada las opiniones de los hombres? ¿No te interesaba acaso lo que la gente pensara de Ti y de Tus seguidores? ¿No tenían para Ti ninguna importancia los chismes que circulaban en torno a Tu persona y a los hombres y mujeres que te seguían?
Para colmo, elegiste a ese fanático de Pablo como uno de Tus principales apóstoles. Tenías que haber sabido que a los judíos no les iba a hacer ninguna gracia que les arrebataras a uno de sus hombres clave y lo convirtieras en cristiano radical. Te habrías debido percatar de que Tus propios discípulos dudarían de la sinceridad de semejante hombre y de que les iba a costar creer que hubieras hecho semejante barbaridad: escoger a su peor perseguidor y esperar que, después de todo el daño que les había hecho, se convencieran de que a partir de entonces sería su buen amigo y compañero (V. Hechos 9).
Señor, ¿cómo pudiste hacernos esto? Nos compli-caste enormemente las cosas. ¿Cómo hacemos ahora para que la sociedad te comprenda? ¿Qué esperas que crea la sociedad, si Tus actos fueron prácticamente inexcusables? La gente se basa en lo que ve y oye, y en Tu caso, eso de por sí es terrible.
Señor, por lo que más quieras, déjanos mejorar Tus métodos, pulir un poquito Tu mensaje y eliminar algunos rasgos irreconciliables y polémicos de Tu ministerio. Nosotros no queremos cometer los mismos errores que Tú. Por lo que más quieras, ayúdanos a ser mejor vistos por el mundo. ¿No entraría eso en las mayores obras que dijiste que haríamos (V. Juan 14:12), que nosotros, a diferencia de Ti, consigamos ser aceptados por la sociedad; más aún, que podamos granjearnos el reconocimiento y la bendición de la misma y hasta cooperar con ella? ¿No nos permitirías, en este caso, «unirnos en yugo desigual con los incrédulos» (2 Corintios 6:14)?
¿No podrías, en nuestro caso, igualar ese yugo sólo un poquito para que no tengamos que padecer la dura persecución que Tú y Tus primeros seguidores sufrieron? ¿No te parece que algo deberíamos haber aprendido del pésimo ejemplo que diste Tú, para evitar caer en los mismos errores? Está claro que se podría sacar alguna lección de Tus metidas de pata. De otro modo, si a lo largo de la Historia Tus discípulos imitan Tu modelo de inconformismo, se verán en constantes aprietos. Tú sabes que el mundo no va a tolerar esas cosas y que de seguir así el cristianismo acabará por desaparecer.
Otra cosa, Señor, es que debiste haber manifestado mucho más respeto por el templo y las sinagogas. Sabes bien que los templos constituyen la base de toda religión. Sin ellos, ¿qué sería de la nuestra? Válgame Dios, ni siquiera podríamos celebrar cultos. Y si careciéramos de una organización eclesiástica, ¿a qué diríamos que pertenecemos? Nos quedaríamos en la calle, sin otra cosa que hacer que divulgar Tu mensaje. No tendríamos más apoyo y respaldo que el Tuyo. Obrar así no resulta muy eficiente. A ese paso no duraríamos mucho. Fíjate en lo que les pasó a Tus seguidores de todas las épocas que se empeñaron en prescindir de las instituciones religiosas y quisieron predicar en las calles, sin medios económicos tangibles, sin empleo, sin vivienda, sin contar con el reconocimiento de los gobiernos. Casi todos sin excepción -desde Tus primeros profetas hasta Tus mártires más recientes- fueron ridiculizados, escarnecidos, tratados con incredulidad, encarcelados, multados, azotados y hasta llevados a la muerte.
Era de esperarse, Señor. Tenías que haber sabido que la gente no toleraría eso, que la sociedad no accedería a que personas de esa clase anduvieran sueltas sin imponérseles limitaciones. Podrían socavar toda la organización social y minar la confianza que tiene la gente en su religión, sus templos y su clero. Tú sabes que esas cosas no se pueden consentir, Señor. Todo debe hacerse decentemente y con orden. Es inconcebible dejar que todos esos fanáticos anden sueltos gritando: «¡Jesús te ama!» Lo considerarán una alteración del orden público, por cuanto no coincide con el orden que ellos han implantado, el orden tradicional.
No te habrás equivocado, Señor? ¿No habrá una manera mejor de trabajar, con gente un poquito más distinguida, métodos algo más aceptables y un mensaje menos ofensivo, algo que no moleste y no enoje tanto a la gente contra Ti? Por lo general aspiramos a tener un mínimo de reputación y a ser bien vistos y respetados por nuestros vecinos. A la mayoría no nos hace mucha gracia aparecer en los titulares de los periódicos, y menos de una forma francamente desagradable. A pocos les atrae la idea de que se los considere fanáticos religiosos. ¿No crees que Tú y Tus primeros seguidores dieron un ejemplo más bien equivocado, que ya de entrada les acarreó una mala reputación? Soy consciente de que tuvieron mucho éxito en la difusión del Evangelio, pero ¡menudo Evangelio!
Y ¿qué tiene de malo realizar estudios superiores? ¿No crees que de haber sido Tú y Tus discípulos un poco más letrados, cultos y versados en los asuntos del mundo y en todas aquellas cosas que se espera que conozcan unos dirigentes religiosos, habría sido mucho más fácil que tuvieran buena acogida entre la gente de bien (V. Hechos 4:13)?
Y mira que afirmar que su templo sería destruido. ¿No era acaso sacrílego proclamar que lo que a juicio de ellos era la mismísima casa de Dios estaba condenado a la destrucción (V. Mateo 24:1-2)? ¿Quién crees que nos seguiría si nosotros dijéramos barbaridades de ese porte, Señor? Sólo la chusma, como la que te seguía a Ti, a Jeremías, a San Francisco y a algunos de esos rebeldes inconformistas que fueron discípulos Tuyos. No nos beneficiaría en nada ante la sociedad y la opinión pública, como tampoco los benefició en nada a ellos. No los condujo sino a la cárcel, a juicio y ejecución. Estoy seguro de que tendríamos que haber aprendido algo de todo ello. No tenemos ningún interés en repetir Tus errores. En este mundo nuestro, tan moderno y civilizado, es menester aplicar métodos nuevos, más avanzados y refinados, más a tono con la era científica en que vivimos, caracterizada por la cultura y el bienestar económico.
Señor, ¿hace falta que el mundo nos censure de manera tan tajante para poder mantenernos separados de él y firmes en nuestras convicciones, y no ser absorbidos otra vez por él? ¿Tiene acaso que rechazarnos por completo a fin de que acudamos afanosamente a Ti? ¿Es necesario cortarnos la retirada de esta manera tan total, de modo que nos resulte imposible regresar? ¿No es eso pedirnos demasiado, convertirnos en la hez de la humanidad, como lo fue Pablo y como declaró él que eran los apóstoles? La escoria de la humanidad, al estilo de Tus primeros seguidores. Unos inadaptados, gente rara, fanática y chiflada (V. 1 Corintios 4:13; 1 Pedro 2:9). Si llegamos a ese extremo, ya no podremos volver atrás. La sociedad no nos aceptará si decidimos reintegrarnos. Tal postura podría originar una división y dar lugar a que ciertos elementos desleales nos traicionaran, como hizo Judas contigo. Podría hacer tropezar a cantidad de hermanos débiles, y quedaríamos muy pocos. No lograríamos persuadir a casi nadie a imitar tales extremos de lealtad, entrega y doctrina. Sucedería algo parecido a lo que te pasó a Ti después del sermón aquel sobre la carne y la sangre (V. Juan 6:48-66).
Es cierto que Gedeón, por ser tan extremista, despachó a la mayor parte de su ejército; pero eso fue hace muchos siglos. Las cosas han cambiado, Señor. Hoy en día no debes poner pruebas tan difíciles que te hagan perder la mayor parte de Tu ejército. ¿Qué sería de la iglesia oficial si procediera así en estos tiempos? No quedarían muchos fieles. Tus propios discípulos te abandonaron a raíz de algunas de Tus duras Palabras (V. Juan 6:66). Eso es pasarse de la raya. Así nunca lograrás reunir un ejército muy grande. Recurriendo a extremismos de ese estilo jamás llegaremos a tener muy buena acogida entre la gente. Si predicamos y practicamos todo lo que dice la Biblia, nunca disfrutaremos de la aceptación del público. Vamos, no nos vas a pedir eso. Sería excesivo. Tiene que ser una equivocación. No nos exijas eso a nosotros. Te lo suplicamos. ¿Es preciso que seamos tan diferentes? ¿No estarás cometiendo un error, Señor? ¿No habrá otra vía, algún otro camino?
Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida; nadie viene al Padre sino por Mí... Estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan... Muchos son los llamados, y pocos los escogidos... No sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios, y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte... Al oír esto, muchos de Sus discípulos dijeron: “Dura es esta palabra; ¿quién la puede oír?”... Desde entonces muchos de Sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con Él. Dijo entonces Jesús a los doce: “¿Queréis acaso iros también vosotros?”» En otra ocasión, la Escritura refiere que «los discípulos, dejándole, huyeron» (Juan 14:6; Mateo 7:14; 22:14; 1 Corintios 1:26-27; Juan 6:60,66-67; Mateo 26:56).
«Salgamos, pues, a Él, fuera del campamento, llevando Su vituperio... Se despojó a sí mismo [de toda honra], tomando forma de siervo... Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; por cárcel y por juicio fue quitado... y se dispuso con los impíos Su sepultura, mas con los ricos fue en Su muerte... Y seréis aborrecidos por todas las naciones por causa de Mi Nombre... Porque no sois del mundo, antes Yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Si a Mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán... El que a vosotros recibe, a Mí me recibe; y el que me recibe a Mí, recibe al que me envió... El discípulo no es mayor que su maestro, ni el siervo mayor que su señor» (Hebreos 13:13; Filipenses 2:7; Isaías 53:3,8-9; Mateo 24:9; Juan 15:19-20; Mateo 10:40,24).
Dios no se equivoca, y hasta «lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres». No hay mejor camino que el de Dios. «A Él oíd.» Y les dijo [a los que habrían de ser Sus discípulos]: «Venid en pos de Mí y os haré pescadores de hombres». Ellos entonces, dejando al instante todo, le siguieron... hasta la muerte, y muerte de cruz. «El que se avergonzare de Mí y de Mis Palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él cuando venga en la gloria de Su Padre con los santos ángeles.» ¡Cuidado «cuando todos los hombres hablen bien de vosotros» (V. 1 Corintios 1:25; Mateo 4:19-20; Filipenses 2:8; Marcos 8:38; Lucas 6:26)!
Montañeses
Cuando Jesús subió al monte, dejó atrás las multitudes. «Viendo la multitud, subió al monte; y sentándose, vinieron a Él Sus discípulos» (Mateo 5:1). Los picos de las montañas nunca son muy concurridos. He subido a muchas montañas y casi siempre lo hice solo. ¿Por qué? Porque cuesta mucho esfuerzo. No hay mucha gente a la que le guste escalar. Es una actividad solitaria y hay que dejarlo todo atrás. Generalmente se sufren muchos rasguños y golpes. Hasta le puede costar a uno la vida.
En la cumbre hay más luz. Mucho después que ha anochecido en el valle, desde los montes todavía se ve el sol. El valle casi siempre está en sombras, lleno de gente y de cosas, pero normalmente oscuro. En las alturas hace frío y viento, pero es emocionante.
Para escalar una montaña hay que tener la convicción de que realmente vale la pena arriesgar la vida por ello. Cualquier montaña... la montaña de esta vida, la montaña de los triunfos, la montaña de los obstáculos, de las dificultades. Antes de empezar el ascenso hay que tener la sensación de que vale la pena morir por ello y arrostrar el viento, el frío y las tormentas, que representan las adversidades. Pero a solas en la cumbre uno se siente muy cerca del Señor. Allí, la voz de Su Espíritu se oye tan fuerte que casi resulta atronadora. En el valle, en cambio, la voz de la multitud retumba tanto que no se oye la voz de Dios. El silencio que reina en la cima es ensordecedor. Uno se siente verdaderamente transportado. Es estremecedor. Casi escalofriante.
Desde luego, escalar es sumamente peligroso. Nunca se está tan cerca del abismo como cuando se tiene el pie en el borde. Basta un paso en falso para ir a parar al fondo. En el montañismo ocurre algo curioso: la ascensión resulta mucho más fácil que el descenso. Los que consiguen coronar la cima, quizá nunca logren volver. Ese es uno de los riesgos que se corren al escalar. La mayoría de los escaladores que mueren se accidentan en la bajada, ya que cuando uno sube, ve a dónde va; pero no cuando baja.
Allá arriba se tiene una sensación muy peculiar: no se quiere abandonar el monte. No hay inspiración en el descenso. En cambio, en la subida uno siente un impulso, casi una inspiración espiritual. Arriesgaría cualquier cosa. Al descender es lo contrario. No se siente ninguna inspiración, no se persigue ninguna meta, no se logrará nada. Uno sólo se deja arrastrar otra vez al pantano de la humanidad, al fango de la multitud.
Los únicos que escalan montañas son los pioneros, los que quieren hacer algo que nadie ha logrado nunca, los que desean sobresalir de la multitud, superar lo ya realizado o alcanzado. Los pioneros deben tener horizontes, para ver lo que nadie más ve; fe, para creer lo que nadie más cree; iniciativa, para ser los primeros en intentarlo; y valor, agallas para luchar hasta conseguirlo.
Los que están en la cima son los primeros en ver el amanecer y los últimos en contemplar la puesta del sol. Divisan el círculo completo de la gloriosa creación de Dios, los 360 grados del horizonte, lo abarcan todo. Es como ver la vida entera de principio a fin, y entenderla.
Da la impresión de que se vive en la eternidad, mientras que abajo viven en la dimensión del tiempo. En la sierra se ve el mundo con la debida perspectiva, cadenas de cumbres que conquistar, todo un mundo que se extiende más allá del horizonte del hombre corriente, que desde su perspectiva él no alcanza a ver. Se divisan picos que aún no han sido escalados y lejanos valles inexplorados. Se aprecian paisajes que los habitantes de los valles no ven nunca y que ni siquiera comprenden.
En el valle, uno se enreda tanto con la multitud y con la farsa del materialismo que no ve nada más que el tiempo, creaciones temporales y cosas temporales, las cuales pronto pasarán. En cambio, si levanta la cabeza por encima de los que lo rodean, él mismo se convierte en un monte en medio de ellos. Los demás se resienten contra él, lo resisten y lo combaten, porque no lo entienden ni lo aceptan. No quieren ni saber que existen montes. No quieren que otras personas se enteren de que hay montañas ni que respiren siquiera por un instante el aire puro del monte cristalino. Las quieren mantener encerradas, empantanadas en el fango de los valles.
Cuando los demás notan que uno está en un monte mientras que ellos siguen en el valle, le toman odio. Se hace evidente que él se ha elevado sobre ellos, y no quieren que nadie descuelle. Lo quieren mantener atascado en el lodo igual que todos ellos. No quieren que se sepa que existe otro lugar y que se puede salir del valle. Hacen todo lo posible por disuadirlo a uno de subir.
Has observado que desde tiempos inmemoriales se han librado guerras entre los pueblos que vivían en los valles y los que habitaban las montañas? Es histórico. Aunque menos numerosos, los montañeses siempre han sido más robustos. Sobrevivieron porque siempre podían huir a sus montañas. Los del valle no los seguían, pues estaban desprovistos de la fortaleza y resistencia necesarias para ello. Los perseguían un poco monte arriba y luego los dejaban escapar. Lo único que les interesaba era quitárselos de encima. Los montañeses eran espinas en su carne y aguijones en su costado, por cuanto demostraban que era factible vivir fuera del valle, lo cual era imposible según la gente del valle. La Historia abunda en casos en que un pueblo montañés conquistó a un pueblo del valle, pero rara vez sucedió lo contrario.
Así y todo, para los montañeses el gran riesgo ha sido siempre que, tras haber conquistado a los pueblos del valle, ellos mismos se asentaban en éste. El mayor peligro se presenta cuando se hace la paz con el valle, cuando ya no resulta arriesgado bajar. La mayor amenaza es precisamente la sensación de seguridad. Así se pierde la independencia de la montaña, la indómita libertad de la montaña.
El valle es territorio del hombre. Las alturas son territorio de Dios. En el valle domina el hombre. En la montaña sólo Dios domina, y los montañeses lo saben. Por el contrario, los que viven en los valles se creen dioses, porque se gobiernan a sí mismos. Los habitantes de los valles se encuentran protegidos y seguros y creen que no tienen necesidad de Dios. Como ya no pueden ver el cielo se han olvidado de que existe Dios. Los montañeses, por su parte, experimentan cosas tan sobrecogedoras y peligrosas que no tienen más remedio que vivir cerca de Dios.
El camino es arduo y difícil, la carga es pesada y penosa de llevar, y las personas que uno se encuentra en el ascenso no siempre son amables. Pero abajo en el valle son peores todavía. En la montaña no hay muchos sitios donde vivir; sólo refugios toscos y cobertizos. Escasea la comida. Hace frío y viento. Sin embargo, hasta morir en ella es emocionante. Vale más morir en la montaña que vivir en el valle. Los periódicos nunca dan la noticia de alguien que se resbala y se cae en la calle, en la ciudad. En cambio, cuando alguien muere en la montaña, así haya ocurrido en un país lejano, la noticia se publica, porque al menos se atrevió a intentarlo.
Josué y Caleb, dos hebreos del Antiguo Testamento que exploraron la Tierra Prometida, fueron verdaderos adelantados, verdaderos montañeses. Cuando los demás manifestaron temor ante los peligros y dificultades que se les presentaban, Caleb prácticamente dijo: «Los incrédulos se pueden quedar con el valle. Yo tomaré la montaña (V. Números 13:30).» Él seguía siendo un luchador, un pionero. Él y Josué fueron los únicos de toda la generación mayor que sobrevivieron a los cuarenta años en el desierto con Moisés, y Dios les permitió entrar en la Tierra Prometida y disfrutar de ella.
Los caminos trillados son para hombres vencidos, pero las cumbres son para los emprendedores valientes.
Los que se deciden a subir la montaña dejan atrás las multitudes. La Biblia dice que cuando Jesús subió al monte, sólo Sus discípulos se le acercaron (Mateo 5:1). Ellos fueron los únicos que tuvieron el privilegio de oír el sermón más famoso del mundo. Los únicos que oyeron realmente palabras del Cielo aquel día fueron los que dejaron las multitudes y subieron al monte, los que siguieron a Jesús hasta el final.
Me pregunto si hubo muchos que intentaron seguirles un rato y al final se quedaron atrás, cansados y jadeando. No me extrañaría que hubiera servido para eliminar a todos los que no querían más que los panes y los peces (V. Mateo 14:14-21), los que pensaban: «A ver qué saco yo de esto». El precio era muy alto. «Yo no voy a ganar nada trepando esta montaña tan elevada con esos chalados. A fin de cuentas, son unos fanáticos. Si no, no harían esto. ¡Qué estúpidos! ¿No saben que nadie la ha escalado antes? ¿No saben que no se puede? ¿Para qué vamos a jugarnos la vida escalando ese cerro, aunque lleguemos a presenciar un milagro o a recibir otro sandwich de pescado? No vale la pena fatigarnos subiendo. Sentémonos aquí a esperar y ver si consiguen volver. Nos quedaremos aquí descansando tranquilamente mientras ellos suben. Primero veamos si se puede hacer.»
La verdad es que pocas veces se oye hablar de los que esperan a ver si algo es realizable. Los que hacen noticia son los que lo consiguen o mueren en el intento. Pero cuando alcances la cima, oirás la voz de Dios. Él te hablará cara a cara. Él mismo te enseñará y te revelará Sus más grandes secretos.
Qué se oye, entonces, en la montaña? Cosas que harán eco en todo el mundo. ¿Qué se percibe en la quietud? Susurros que alterarán el curso de la Historia. Las leyes más relevantes que ha recibido la humanidad, por las cuales se rige aún la mayoría del mundo civilizado, fueron entregadas a un hombre solitario en la cima de una montaña. Luego de que Moisés descendiera de aquellas cumbres con los Diez Mandamientos, ni la nación hebrea ni el resto del mundo volvieron a ser los mismos.
El sermón más aclamado de la Historia, el de las bienaventuranzas, lo predicó a un puñado de hombres de montaña el más ilustre montañero de todos, Jesús, quien finalmente coronó solo Su última montaña -el Monte Calvario, el Gólgota-, para morir por los pecados del mundo. Ese fue un monte que sólo Él podía escalar por todos nosotros... pero lo logró.
Después de oír el sermón del monte, los discípulos de Jesús descendieron y transformaron el mundo. No volvieron a ser los mismos. ¿Qué los cambió a ellos que a la postre cambió el mundo? Que oyeron la voz de Dios comunicándoles verdades diametralmente opuestas a lo que se pensaba en el valle.
En la montaña justamente Jesús decía: «Bienaventurados los pobres en Espíritu [los humildes], porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mateo 5:3). Unos sencillos pescadores incultos escucharon de la boca de un carpintero enseñanzas que los harían mayores gobernantes que los césares, de un imperio más formidable que Roma. «Bienaventurados los pobres en espíritu -Sus pobres discípulos, ignorantes e incultos-, porque de ellos es el Reino» que regirá el universo.
En el valle proclamaban lo contrario: «Bienaventurados los romanos -los orgullosos, altivos y poderosos-. Hay que ver lo que han logrado. Han conquistado el mundo. Conviene ser romano.» Mientras que de Jesús y Sus seguidores pensaban: «¿Con qué derecho se meten en nuestro valle a contarnos lo que dicen en la montaña. No tenemos otro rey que César. ¡Cómo se atreven a decirnos que hay otro soberano! ¡Fuera! No tenemos otro rey que el César (V. Juan 19:15).» Y cuando martirizaron a los seguidores de Cristo, lo único que consiguieron fue ascenderlos al Reino de los Cielos, reino que un día hará desaparecer a los reinos de este mundo (V. Daniel 2:44).
«Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación (Mateo 5:4).» ¿Bienaventurado llorar? ¿Es más bienaventurado pasar desdichas? Sí, porque se recibirá consolación. En el valle dicen: «Es más bienaventurado regocijarse, estar alegre y hacer fiesta. Nos la pasaremos en grande ahora. ¡Cómo se atreven a venirnos con advertencias de que tenemos que cambiar!» No obstante, tú -el montañés- serás consolado, y ellos condenados.
«Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad (Mateo 5:5).» Los que no se defienden con violencia y están dispuestos a dar la vida por el Evangelio, ganarán la batalla más importante de todas: la que determinará el futuro del mundo. Los que tengan que ir a la cárcel por su fe, poner la otra mejilla y sufrir persecución serán los que rijan el otro mundo, el venidero (V. 2 Timoteo 2:12). Los pobres en espíritu son gente de la montaña. Los que lloran habitan en la montaña. Los mansos son de las montañas.
«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados (Mateo 5:6).» La gente de la montaña tiene un hambre y una sed de la verdad que sólo Dios puede saciar. Los de abajo, del valle, no ven más allá de sus narices. Son individuos satisfechos de sí mismos. Están llenos. Y el Señor los envía de vuelta vacíos (V. Lucas 1:53).
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia (Mateo 5:7).» Los misericordiosos son montañeses. Por ejemplo, en el valle casi no se ve ningún perro San Bernardo. Es una de las razas más famosas del mundo, y son perros de montaña. Rescatan y manifiestan misericordia a los montañeros. De ahí que alcancen misericordia, gloria y fama.
«Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios (Mateo 5:8).» La nieve derretida es el agua más pura del mundo. «Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana (Isaías 1:18)». Los de limpio corazón. El rey David no siempre fue puro; sin embargo, como amaba al Señor, se sabía pecador y se acogía el perdón divino, alcanzó misericordia. A pesar de los pecados y errores que cometió, agradó a Dios (Hechos 13:22). Tenía el corazón limpio. En la montaña no hay contaminación. Tanto el agua como el aire son puros. La gente es limpia de corazón. Ve a Dios.
«Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mateo 5:9).» Los que hacen la paz ¿con quién? ¿Con los enemigos? ¿Cómo va uno a hacer eso? ¿Cómo vas a estar en paz con el valle si el valle se niega a estar en paz contigo? Vienes a hacer la paz y a pregonar la paz, pero, ¿qué pasa? Ellos quieren guerra. No se puede hacer la paz con los que quieren guerra (V. Salmo 120:7).
¿Con quién se puede hacer la paz? Con Dios y con los pacificadores, con los que desean paz. Cuando Jesús nació, los ángeles cantaron: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (V. Lucas 2:14). No «buena voluntad para con los hombres», sino como dicen algunas versiones de la Biblia, «a los hombres de buena voluntad». ¿Cómo se va a estar en paz con los de mala voluntad? Es imposible. Rara vez hay paz entre los de la montaña y los del valle, porque no hay el menor asomo de entendimiento entre unos y otros. Lo único que pueden hacer los de la montaña es conquistar a los del valle. Y la vía más fácil es dejar que se pudran en su propia iniquidad, que se vuelvan débiles y perezosos, obesos, enfermos en su pecado. Así dejan de ser rivales de peso para los montañeses. La Historia lo ha confirmado a lo largo de miles de años. Los de las montañas siempre conquistan a los del valle.
«Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia...» (Mateo 5:10a.) Descienden de la montaña y ofrecen la paz de la montaña a los que están en el valle. Pero éstos los atropellan, los encarcelan y los crucifican. Así y todo, los perseguidos son bienaventurados. Más bienaventurado es ser acosado, encarcelado y crucificado sabiendo que se es de la montaña, que se vive la verdad y que se tiene razón, que vivir una mentira en el valle, una vida de ocio y seguridad.
Te persiguen porque eres justo, porque tienes la razón, y ellos no soportan la verdad. Los del valle llevan tanto tiempo sumidos en la oscuridad que la luz los ciega. No soportan descubrir que tú estás en lo cierto y ellos equivocados. No quieren quedar en evidencia.
«...Porque de ellos es el Reino de los Cielos (Mateo 5:10b).» Terminamos donde empezamos. Los que padecen persecución son precisamente los pobres en espíritu, y al final, tanto unos como otros heredan el Reino de los Cielos.
«Bienaventurados sois cuando por Mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo (Mateo 5:11).» Los del valle dicen: «Están trastornando nuestra falsa sensación de seguridad, perturbando nuestra paz». En realidad lo que se quiere hacer es darles paz, pero eso trastorna su confusión. Lo que pasa es que para ellos la confusión es paz. Esa es la paz que ellos entienden. Detestan que les lleven paz verdadera, por cuanto deja patente que la suya no es tal. Por eso falsean, engañan y dicen toda clase de mal contra nosotros mintiendo.
Mas «gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los Cielos...» (Mateo 5:12.) No siempre en este mundo. Claro que si se goza de la paz y la alegría que brinda el Señor, se vive en la gloria y se recibe buena parte de ese galardón ahora mismo. Espiritualmente ya se está en la gloria. Jesús dijo: «El Reino de los Cielos está dentro de vosotros» (Lucas 17:21). Grande es, pues, ese galardón del Cielo en nuestro corazón, y grande será nuestro galardón en el Cielo por venir.
«...Porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros (Mateo 5:12a).» O sea, «a esos que fueron profetas igual que vosotros». Jesús enseñó a Sus seguidores que ellos también eran profetas. Al recibir persecución por profetizar se alcanza categoría de profeta, y «vuestro galardón es grande en los Cielos» (Mateo 5:12b).
«Vosotros sois la sal de la tierra; pero si la sal se desvaneciere, ¿con qué será salada? No sirve más para nada, sino para ser echada fuera y hollada por los hombres (Mateo 5:13).» Algunos adeptos de las grandes iglesias tradicionales se consideran la sal de la tierra. El libro de los Hechos de los Apóstoles relata que hubo una época, en los albores de la Iglesia, cuando los cristianos eran perseguidos, detenidos y crucificados. Ellos sí que eran la sal de la tierra. Pero hoy en día la mayoría de esos montañeses han bajado a vivir en el valle y se han desvanecido, han perdido su sabor.
Entonces, ¿qué compromiso asumirás tú? ¿Dirás lo mismo que Caleb y Josué: «Yo tomaré la montaña»?, ¿o prefieres vivir en el lujo y la opulencia del valle con sus momias, que llegaron hasta cierto punto y no quisieron ir más lejos?
¿Qué países del mundo han permanecido libres por más tiempo? Suiza -enclavada en los Alpes-, Afganistán -situado en la cordillera del Hindu Kush- y Nepal -en las cumbres del Himalaya-. Otras civilizaciones han dejado de existir, pero ésas todavía perduran. No serán pueblos muy numerosos, de gran poder y prestigio; sin embargo, todavía existen.
En las Escrituras, el poder y la grandeza vienen representados por montañas, nunca por valles. Dios compara Su Reino con un monte que cobra tal magnitud que llena toda la tierra (V. Daniel 2:35,44). Dice que la casa del Señor es como una montaña, a la cual acudirá el mundo entero para adorar a Dios, y que de ella saldrá Su Palabra (V. Isaías 2:2).
«El Señor es mi pastor, nada me faltará; en lugares de delicados pastos me hará descansar, junto a aguas de reposo me pastoreará (Salmo 23:1,2).» ¿Dónde te imaginas esos pastos? Yo siempre los he visualizado como praderas cordilleranas, con apacibles lagunas de aguas cristalinas. «Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de Su nombre (Salmo 23:3).» ¿Cómo es Su senda? Es un sendero de montaña, estrecho y escarpado. «Aunque ande en valle de sombra de muerte... (Salmo 23:4.)» En el valle hay muerte. La vida está en la montaña. Sal del valle. Escapa al monte cual ave (Salmo 11:1).
Atrévete a ser diferente
Cuando un famoso inconformista llamado Jesús exhortó a Sus discípulos a seguirlo y dejar atrás la vida que llevaban, les advirtió que serían como «ovejas en medio de lobos» (Mateo 10:16). «Si fuerais del mundo -les dijo-, el mundo amaría lo suyo. Pero no sois del mundo; por eso el mundo os aborrece (V. Juan 15:19).»
Con ello en realidad les estaba diciendo: sean diferentes. Atrévanse a disentir de las normas impuestas por los adictos al sistema, del comportamiento que exige el orden establecido, y serán odiados por osar cuestionar esa autoridad que se atribuyen para determinar lo que está bien y lo que está mal.
Si te atreves a pensar, actuar, vivir o enseñar de una manera distinta que la vasta mayoría -según dicen, silenciosa-, ya verás que no es tan silenciosa. No pasará mucho tiempo antes que esa mayoría -esa masa robótica, narcotizada, convencionalista, presuntuosa, conformista, insensibilizada y obsecuente que engloba al común de la gente mundana- se haga oír, porque cuando se pone el dedo en la llaga, la verdad duele. Y si andas con esos lobos, aprenderás a aullar, sobre todo cuando alguien se atreva a afirmar y demostrar que existe otro modo de vida aparte del considerado normal.
La Historia ha demostrado una y otra vez que la mayoría generalmente está equivocada. Como dijo Jesús: «Ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan» (Mateo 7:13,14). Al parecer se cumple lo dicho por historiador inglés Arnold Toynbee: «Lo único que aprendemos de la Historia es que nunca aprendemos de ella». En consecuencia, los sórdidos anales de la Historia no cesan de repetirse.
Cuando un valeroso iconoclasta osa destruir los ídolos del comportamiento socialmente aceptado por la vasta y descarriada mayoría, o cuando un valiente innovador en cuestiones espirituales o científicas es tan temerario como para sugerir siquiera que hay aspectos en que la sociedad podría estar equivocada, lo abuchean como a un maniático, lo tildan de demente, lo persiguen por desviacionista, y a veces hasta lo condenan como a un criminal, lo mandan a la horca por hereje o lo crucifican por constituir una amenaza para la sociedad.
¿Por qué? Porque las tinieblas no soportan la luz, los descarriados no aguantan a quienes llevan la razón, la gran mentira no tolera la verdad, y los confinados se resienten amargamente de la independencia de que gozan los libres. Todo ello deja en evidencia a la mayoría descaminada. Saca a relucir sus tenebrosos pecados, su hipocresía, su codicia y su opresión de los explotados. No le queda entonces a esa mayoría otra alternativa que empeñarse afanosamente en apagar la luz, afirmar que lo malo es bueno, tratar de ahogar a gritos la voz de la verdad, frustrar las tentativas de los libres y exterminar a quienes harían patente la hipocresía de la sociedad y le pondrían fin.
Cuando Noé construyó su enorme arca y afirmó que habría un diluvio -pese a que hasta el momento jamás había llovido-, fue ridiculizado por la abrumadora y bulliciosa mayoría de su época, que a la postre acabó pereciendo en aquel diluvio; mientras que Noé y su familia se dieron la última carcajada (V. Génesis capítulos 6-8; Hebreos 11:7).
Cuando Abraham, a la edad de 100 años, predijo que se convertiría en padre de muchas naciones y que sus descendientes serían tan numerosos como la arena del mar, su propia esposa -que era estéril- se rió de él con desdén. Pero Abraham fue pronto el último en reírse, pues Sara, de más de noventa años, dio a luz a Isaac, antepasado de los judíos. Y la sierva de Sara, Agar, engendró a Ismael, padre de los árabes (V. Génesis 17:1-21; 18:1-19; 21:1-5).
Cuando un humilde pastor del desolado Sinaí afirmó que iba a liberar él solo a seis millones de esclavos judíos de las garras de sus poderosos y explotadores amos egipcios, su propio pueblo se mofó de él. Pero fue él quien se lo pasó en grande al conducirlo milagrosamente a través del Mar Rojo sobre tierra seca (V. Éxodo 3:1-10; 14:8-30).
La gente de Jericó se burló cuando Josué mandó a los judíos dar siete veces la vuelta alrededor de aquellos muros infranqueables; pero cuando los hombres de Josué hicieron sonar trompetas, los muros se desplomaron (V. Josué 6:4-5,15-16,20).
El ejército de miles de madianitas se debió de morir de risa cuando la mayor parte de las tropas de Gedeón se marchó y éste quedó con apenas trescientos hombres. Pero cuando aquel reducido batallón les dio en mitad de la noche un susto de muerte con apenas unos cántaros, les tocó a ellos el turno de huir (V. Jueces 6:11-14; 7:1-23).
Los poderosos jerarcas de los conquistadores filisteos miraban con desprecio a Sansón, el hombre fuerte de los judíos, a quien habían hecho cautivo y cegado. Pero cuando esté separó las columnas del templo de ellos, se tomó la revancha matando a más filisteos con su muerte que durante toda su vida (V. Jueces 16:23-30).
El gigante Goliat ridiculizó al muchachito de la honda; pero cuando David lanzó certeramente un guijarro, el filisteo grandulón cayó de bruces y los hijos de Dios cantaron de júbilo (V. 1 Samuel 17:1-10,42-51).
Los profetas que vaticinaron el fin de los imperios dominantes de su época fueron acusados de chiflados y bufones; pero al caer cada una de esas potencias en el momento y del modo predichos, dejaron de ser motivo de risa.
Cuando Jesús dijo a Sus hipócritas adversarios religiosos, los fariseos, que su ostentoso templo sería destruido, lo denunciaron con escarnio. Pero cuarenta años más tarde, cuando los romanos redujeron el santuario a cenizas y lo desmontaron piedra por piedra para hacerse con el oro fundido que se había escurrido entre las grietas, lo profetizado por Cristo dejó de ser tan gracioso (V. Lucas 19:37-44).
Cuando los primeros cristianos auguraron la caída del Imperio Romano, Nerón los exiló, los decapitó, los crucificó, los quemó y los echó a los leones. Sin embargo, él acabó sus días cual maníaco pervertido, y Roma ardió. A la larga el imperio sucumbió, y los cristianos mismos se hicieron cargo de sus restos.
Los mártires cristianos de la iglesia primitiva fueron vilipendiados, escarnecidos, torturados, divididos y separados por los paganos que procuraban acabar con ellos. No obstante, esos mismos paganos fueron conquistados por la verdad, el amor y la paz de aquella magnífica banda de marginados.
Más tarde, cuando el cristianismo tuvo el poder, la institución eclesiástica intentó sofocar los hallazgos de los hombres de ciencia y acallar las voces de la libertad. Pero con ello la iglesia firmó su propia sentencia de muerte para dar paso a la nueva ilustración y al renacimiento de las artes y las letras.
Casi todos los profetas y dirigentes de Dios que vivieron en tiempos bíblicos o en otras épocas fueron considerados chiflados por el resto del mundo. Los tildaban de soñadores y visionarios que alucinaban, oían voces y estaban medio trastornados por la religión.
El convencionalista, el tradicionalista, el conformista nunca hace noticia y jamás cambia nada. Es un borrego, como los demás. ¿A quién le interesa saber de alguien que no difiere de los demás y se aviene estrictamente a la norma establecida por los hombres? Quien por lo general hace noticia es el original, el que se sale de los cánones, el inconformista, el radical, el fanático, el iconoclasta.
Los que se quedan donde están, los que nunca se aventuran a ir a ninguna parte y se atienen a lo que hace el resto de la gente, jamás causan extrañeza, no despiertan a nadie, no producen revuelo. Siempre piensan y hacen lo que se espera de ellos, lo que la sociedad les dicta. Ni por casualidad se los encuentra haciendo algo que no se estila o que nadie hace.
Nunca se oye hablar de los mequetrefes, los cobardes, los pusilánimes y los blandengues que van a la deriva y se dejan llevar por la corriente, igual que todos los demás; esos que nunca cambian nada ni hacen nada diferente, que jamás disienten de las tendencias mayoritarias ni defienden la verdad y lo que está bien; los que nunca se salen de la fila y siempre van al paso de la gran mayoría silenciosa. Se dejan llevar por la manada en medio de los residuos, los desechos, la espuma y el cieno de la normalidad. Jamás dicen ni pío. No contribuyen en modo alguno al progreso. Jamás cambian ni una pizca. No dejan huella alguna ni causan la menor impresión. El mundo ni siquiera sabe que existen. Se hunden junto a todos los demás en la ciénaga del anonimato, en la dimensión de la nada, y en consecuencia quedan relegados al olvido y jamás pasan a la Historia.
En cambio, los tildados de locos saltan a los titulares. La Historia está llena de ejemplos de personas que se atrevieron a desafiar al sistema, a ser diferentes, a nadar contra la corriente, o a escandalizar a los de su generación; de gente que tuvo las agallas para cuestionar los principios científicos o morales de su época, para defender una causa impopular o para hacer más de lo que exige el deber. Los que figuran en los anales de la Historia son aquellos que se apartaron de la norma, los radicales, los inadaptados, los presuntos herejes, los descubridores, los inventores, los exploradores, etc.
Ellos fueron soñadores locos que concibieron hacer algo que nadie había hecho antes, cuyo pensamiento y conducta diferían de los de sus predecesores. En casi todos los casos la sociedad pensaba que les faltaba más de un tornillo o que eran medio excéntricos comparados con el resto de la gente. Fueran héroes o canallas, buenos o malos, criminales diabólicos o santos angelicales, sin duda todos sobresalieron; ninguno fue indiferente.
Vivieron rodeados de fama y murieron en la infamia; pero nada ni nadie podía detenerlos, porque nadie sabía cómo reaccionar a ellos o hacerles frente. No se sabía a dónde se dirigían, dado que nadie había emprendido aquel camino ni acometido esa empresa antes. Los demás simplemente no estaban preparados para tales acciones, motivo por el cual les llevó un buen rato darles alcance.
Huelga decir que la mayoría generalmente se las arregló para sofocar la llama. Sólo lo lograron a fuerza de echarle encima cadáveres. No obstante, jamás han podido borrar de la memoria de la humanidad la existencia de hombres y mujeres que se distinguieron por sus logros. Se atrevieron a discrepar e hicieron lo que todos les advertían que no hicieran, o lo que les aseguraban que no era viable. Se lanzaron a ello por considerar que era menester hacerlo y que eran capaces, dijeran lo que dijeran los demás. Lo hicieron, y el mundo entero oyó hablar de ellos.
Los caminos trillados son para hombres vencidos. Prender nuestra vela por ambos extremos puede parecer disparatado, pero así emite más luz. Aunque no dure tanto, genera mucho calor. Y cuando llegues al final de esta vida y los ángeles te reciban en las moradas eternas, el mundo te recordará. Si obraste como debías, Dios no lo olvidará. Resplandecerás para siempre como las estrellas, y te dirá: «Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor», a ti y a todos los demás que se atrevieron a ser «insensatos por amor de Cristo» (V. Daniel 12:3; Mateo 25:21; 1 Corintios 4:10).
¿Eres un simple turista o un vidente?
Esta revelación me vino durante un recorrido en tren por las colinas de Italia. Mi esposa y yo contemplábamos por la ventanilla las ruinas de castillos, palacios y majestuosas mansiones de otros tiempos. Con el transcurso de los años aquellas grandes construcciones, aquellos gloriosos edificios, aquellas magníficas obras humanas se habían convertido en ruina y desolación.
Mientras observaba esas históricas colinas, con sus soberbias estructuras en ruinas, reviví las glorias de otros tiempos, los ejércitos que por allí pasaron, primero en una dirección, luego en la otra; las legiones romanas y las hordas de sus enemigos, siempre alterando la faz de la Historia. Uno construía, y el otro destruía; uno edificaba, y el otro derrumbaba; uno creaba, y el otro derribaba, según las variables corrientes de la Historia. Nada fue permanente. Cada nuevo régimen barría con todo, salvo unos pocos vestigios del pasado, a fin de que quedara muy poco de qué jactarse. A veces no quedaba piedra sobre piedra que no fuese derribada. En otros caso, gigantescos bloques amontonados obstaculizaban el camino del progreso. Resultaban completamente inútiles y sólo de interés para el historiador y el arqueólogo.
Uno de los mayores motivos de orgullo para el hombre son sus edificaciones, «las obras de sus manos». Éstas siempre han sido la causa de su debacle, desde las torres de Babel del ayer hasta los templos de Mamón [el materialismo] de hoy en día. La gloria del hombre está en lo que hace. Se ensoberbece de lo que piensa que serán sus obras eternas, las cuales tienen por objeto provocar el asombro de las generaciones venideras.
Pero su fin es siempre igual: los despojos de los siglos, los escombros de muchos lustros, que luego suelen retirarse para levantar un nuevo monumento a los inútiles esfuerzos y reiterados fracasos del hombre. Tienen escaso sentido en el presente, y a la larga su destino es el mismo: el sepulcro del olvido. Son escandalosos recuerdos de la transitoria existencia del hombre, clásicos testimonios de sus vanas tentativas de inmortalizarse prescindiendo de Dios.
En el transcurso de nuestros viajes misioneros nos preguntan con frecuencia: «¿Han visto esto? ¿Han visto aquello? ¿Fueron aquí? ¿Fueron allá? ¿Vieron tal creación del hombre, el edificio tal y tal, la torre tal y cual?» Y descubren con asombro que generalmente les decimos que no, incluso en lo que se refiere a los puntos de interés más conocidos que aparecen en todo folleto turístico. Las cosas que quiere ver todo el que va a Nueva York, a Londres, a París o a Roma, nosotros ni siquiera nos hemos molestado en ir a echarles un vistazo. No nos interesan las exánimes construcciones humanas que tienen una existencia efímera. No son más que gravosos, inertes y costosos montones de escombros.
Más bien lo que suscita nuestro interés son las eternas criaturas de Dios, ver cara a cara las almas inmortales de los hombres, infinitamente más fascinantes; sentir la unión de corazón con corazón, de espíritu con espíritu; descubrir el sello divino en Su creación, la hechura de Sus manos, Su obra más perdurable: la inmortal alma humana. La percibimos en cada persona con la que nos cruzamos, en todos aquellos con quienes trabamos relación. Vemos la maravillosa vida espiritual del hombre, vibrante, eterna, inmortal, creada por la mano de Dios.
Por eso, a los que nos preguntan si hemos visto algún lugar histórico o punto de interés, nos alegramos de responderles enfáticamente: «¡No! Ni siquiera nos interesa. Solo nos interesas tú. No nos preocupamos por objetos inertes, inanimados, sino por lo vivo.»
Eso es lo emocionante. Eso es lo conmovedor. Eso es lo que nos conduce a tierras lejanas, a recorrer continentes y cruzar océanos, a buscar y salvar a los perdidos, en vez de pasear y contemplar los rotundos fracasos de los hombres. Lo que vale la pena ver es la anhelante mirada de una joven temerosa, el espíritu aventurero de un muchacho viajero; la sed de conocer al Creador que hay en el corazón de una persona; el espíritu inmortal, el destello de la eternidad que brilla en el corazón de los vivientes, no los escombros inertes y ridículos de las cosas del pasado.
Por eso, nos hemos hartado del turismo y de los tours para ver las maravillas de los hombres. Hemos llegado a despreciar sus ridículas creaciones, tan exaltadas y proclamadas por los hijos de los hombres, tan elogiadas por quienes les rinden culto. En toda ciudad, en todo país, en toda gran feria, las obras humanas son siempre las más aplaudidas. El hombre se felicita a sí mismo por haberse elevado a la categoría de deidad.
El culto a los lugares, objetos y templos es culto al hombre: su religión, sus intenciones, su vida, su muerte, sus obras muertas, no la obra viva de Dios. Nosotros queremos ver criaturas vivientes, seres vivientes, seres humanos creados por la mano de Dios. Queremos ver gente: niños, muchachos, muchachas, hombres, mujeres, ¡seres humanos! Queremos ver la tierra de los vivientes, no las creaciones de los muertos; las moradas del Espíritu, no las tumbas del pasado. Queremos ver la vida, queremos vivir, palpar y comunicar calidez. Por medio del amor de Dios queremos conquistar y ganar a los vivos, no a los difuntos.
¡Deja que los muertos entierren a sus muertos! Que los muertos vayan a ver los mausoleos. En cuanto a mí y los de mi casa, viviremos en la tierra de los vivientes, en la tierra del Dios vivo, en el corazón, el alma y la vida de los inmortales, en los templos del Dios vivo: tú y yo y todos nosotros.
Jesús dijo a Sus seguidores: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura, y haced discípulos de todas las naciones». No somos turistas, sino videntes -profetas- de las maravillas del Reino de Dios. «Las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.» Por eso, no pongas la mira en las cosas de la Tierra, sino en las que están arriba, en la dimensión espiritual y en los corazones de los hombres, el Reino de Dios, cuyo edificio somos cada uno de nosotros, piedras vivientes, organismos vivientes de una morada espiritual no hecha de mano, sino eterna, en los cielos. Por eso, «buscad primeramente el Reino de Dios» (V. Marcos 16:15; Mateo 28:19-20; 2 Corintios 4:18; Colosenses 3:2; 1 Pedro 2:5; Mateo 6:33).
Eres un simple turista o un vidente de lo espiri-tual? ¿Eres un turista de tumbas o un evangeli-zador de los vivientes? ¿Haces partícipes a los demás de la Buena Nueva de Jesús? Él dijo a Sus discípulos: «Deja que los muertos entierren a sus muertos, y tú, ven y sígueme, y te haré pescador de hombres» (Lucas 9:60; Mateo 4:19). No hay en el mundo nada más conmovedor que ver un alma salvarse.
Tommy, el misionero lisiado
Aveces, cuando hablamos de la importancia de transmitir nuestra fe a los demás, me acuerdo de Tommy, un chiquillo lisiado del que me hablaron cuando era joven. Tommy vivía muy humildemente con una tía suya en un pequeño apartamento del tercer piso de un edificio viejo y ruinoso que daba a una calle bastante transitada. Tenía sus facultades físicas tan disminuidas que no podía levantarse de la cama.
Un día pidió a un vendedor de periódicos amigo suyo que le trajera el libro sobre un Hombre que fue por todas partes haciendo el bien. El otro chiquillo buscó y rebuscó aquel libro sin título hasta que un librero finalmente cayó en cuenta que debía de referirse a la Biblia y la historia de Jesús. El vendedor de diarios juntó sus escasos ahorros y el bondadoso librero le entregó un ejemplar del Nuevo Testamento, el cual llevó a Tommy.
Comenzaron a leerlo juntos y, a raíz de aquellas palabras, Tommy acabó por convertirse. Acto seguido resolvió dedicarse él también a hacer el bien, como el Hombre maravilloso del libro. Pero era inválido, y ni siquiera estaba en condiciones de salir de aquel apartamento de un solo ambiente. De modo que luego de orar y pedir a Dios que lo ayudara, se le ocurrió una idea.
Laboriosamente se puso a copiar en papelitos versículos de la Biblia que pudieran ayudar a otras personas. Luego los arrojaba por la ventana para que cayeran en la transitada acera de aquella calle. Los transeúntes los veían caer revoloteando y la curiosidad los llevaba a recogerlos para ver de qué trataban. Al leerlos descubrían que hablaban del Hombre que fue por todas partes haciendo el bien: Jesucristo. Muchos de ellos cobraban ánimo, encontraban consuelo y ayuda e incluso se salvaban gracias a la sencilla obra misionera de aquel chiquillo que leía la Biblia.
Cierto día un acaudalado empresario se convirtió al leer uno de aquellos versículos. A la postre retornó al lugar donde había hallado el papelito que lo había conducido a su Salvador, deseoso de averiguar su procedencia. De pronto notó que otros papelitos caían a la acera. Observó que a una agobiada anciana se le iluminaba el rostro y que cobraba renovadas fuerzas luego de agacharse con dificultad para recoger una de aquellas misteriosas misivas y leerla.
El empresario se quedó clavado en aquel lugar mirando fijamente hacia arriba, resuelto a determinar el origen de aquellos papelitos. Tuvo que esperar bastante rato, pues al pobre Tommy le tomaba varios minutos de esfuerzo garabatear siquiera un versículo en un papelito. De repente, se fijó en una ventanita por la cual vio extenderse una escuálida mano que arrojó un papelito igual al que había transformado por completo su vida. Tomó nota con atención de la ubicación de la ventana, subió presuroso las escaleras del viejo edificio y finalmente encontró la humilde morada del pequeño Tommy, el misionero lisiado.
Enseguida el empresario entabló amistad con el muchacho y le proporcionó toda la ayuda y atención médica que pudo. Un día le preguntó si le gustaría irse a vivir con él a su mansión, ubicada en las afueras de la ciudad.
La respuesta de Tommy le causó asombro:
-Tendré que consultarlo con mi Amigo -dijo, refiriéndose a Jesús.
Al día siguiente, el empresario regresó con gran expectativa por saber la respuesta de Tommy. Le resultó extraño que el chiquillo le hiciera más preguntas:
-¿Dónde dijo que quedaba su casa?
-Ah -contestó el empresario-, en el campo, en una lujosa propiedad. Tendrás un cúarto hermoso para ti solo, sirvientes que te cuiden, comidas deliciosas, una buena cama, todas las comodidades y atenciones habidas y por haber y cualquier cosa que quieras. Mi esposa y yo te prodigaremos todo nuestro cariño y te cuidaremos como si fueras hijo nuestro.
Titubeando, Tommy preguntó:
-¿Y pasará alguien delante de mi ventana?
Sorprendido, el empresario respondió:
-Pues... no. De vez cuando algún sirviente. Tal vez el jardinero. Es que no entiendes, Tommy. Se trata de una mansión en el campo, lejos del tumulto de la ciudad. Allí gozarás de tranquilidad y podrás leer, descansar y hacer todo lo que desees, lejos de toda esta mugre y contaminación, del ruido y de las multitudes.
Al cabo de un largo silencio durante el cual Tommy reflexionó profundamente, su expresión se tornó triste, pues no quería ofender a aquel hombre de quien se había hecho amigo. Al fin, con los ojos llenos de lágrimas, dijo en voz baja, pero con firmeza:
-Lo siento, pero nunca podría vivir en un sitio donde nadie pasara delante de mi ventana.
Esta sencilla historia marcó un hito en mi vida. Cuando mi madre me la contó, resolví en ese mismo momento que, por la gracia de Dios, nunca viviría donde nadie pasara delante de la ventana de la obra de amor que Dios me encargara. Como dijo Tommy: «Nunca podría vivir en un sitio donde nadie pasara delante de mi ventana».
Habiendo conocido a Jesús, el Hombre que fue por todas partes haciendo el bien a todos los que pasaban delante de Su ventana, ¿cómo iba a volver yo a llevar una vida egoísta? Jesús dijo: «De gracia recibisteis, dad de gracia» (Mateo 10:8), y: «A todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le demandará» (Lucas 12:48 ).
Y tú? ¿Tienes tu ventana situada de tal forma que haya personas que pasen por delante de ella? ¿Haces algo por esas personas? En todo momento pasa alguien delante de nuestra ventana. ¿Obtendrá lo que necesita?
El muchacho de este relato era tan sencillo y tan desvalido que fácilmente habríamos podido prescribir que era incapaz de desempeñar obra alguna. Habría tenido el mejor de los pretextos para no ayudar al prójimo, sino más bien esperar que lo ayudasen a él. Pero movido por amor descubrió un medio de ayudar.
Todos los días pasa alguien delante de la ventana de tu vida. ¿Ha hallado tu amor la forma de ayudarlo? ¿Te ha indicado el amor de Dios -Jesucristo- cómo puedes ayudar a esa persona? Lo hará si lo deseas, sean cuales fueren las circunstancias en que te encuentres o las limitaciones a las que estés sujeto. Dios también tiene una ventana, y ha prometido que si le obedecemos y abrimos a los demás la ventana de nuestra vida, Él «abrirá las ventanas de los Cielos y derramará bendición hasta que sobreabunde» (Malaquías 3:10).
¿Te interesas tú también por los demás y dejas que el sol del amor de Dios brille a través de la ventana de tu vida? Te ruego que no les falles. Esfuérzate por darles lo que necesitan. Transmite a los demás el amor de Dios y Su Palabra. Haz «las obras del que [te] envió entre tanto que el día dura», antes que venga la noche y ningún hombre pueda trabajar (V. Juan 9:4). «Aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos (Efesios 5:16).» Si te brindas a los demás en mayor medida y pregonas más tu fe, Dios mismo hará más por ti, ¡mucho más de lo que nunca soñaste!
En cambio, si te niegas a los demás egoístamente, aun lo que tienes se desvanecerá. «Hay quienes reparten y les es añadido más; y hay quienes retienen más de lo que es justo, pero vienen a pobreza. El alma generosa será prosperada, y el que saciare, él también será saciado» (Proverbios 11:24-25 ). Por mucho que des, Dios siempre te dará más.
David Livingstone, famoso misionero y explorador escocés que lo dejó todo para llevar el amor de Dios a los pueblos de África y murió allí sirviendo al Señor, dijo en cierta ocasión: «Jamás hice un sacrificio». Descubrió que no podía dar más que Dios. Aunque entregó su vida, cosechó vida y dividendos eternos a modo de almas inmortales. Dios siempre paga con creces todo sacrificio.
Pero cuesta. El rey David declaró una vez: «No ofreceré al Señor mi Dios holocaustos que no me cuesten nada» (V. 2 Samuel 24:24). Tienes que dar algo, tienes que abrir la ventana de tu vida y tienes que ser fiel. Hay que dar para recibir, verter para llenarse, sembrar para segar, invertir para obtener dividendos, morir a uno mismo a fin de vivir. «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24).
«¿Qué hombre es este?»
Vino a la Tierra como un recién nacido débil e indefenso, hijo de una humilde muchacha que lo concibió milagrosamente sin haberse acostado con varón alguno. Es más, la noticia de su embarazo fue tan escandalosa que, cuando el hombre con quien debía casarse se enteró, decidió romper el compromiso y suspender la boda. Eso hasta que intervino un majestuoso ser celestial y le instruyó que se quedase con ella y criase a aquel niño tan singular.
Si bien estaba predestinado para ser rey -y lo que es más, Rey de reyes-, no nació en un palacio rodeado de ilustres cortesanos. En cambio, vio la luz en el suelo sucio de un establo, entre vacas y asnos. Sus padres lo envolvieron en trapos para acostarlo en un comedero de animales.
Su nacimiento no le proporcionó reconocimiento, honores ni fanfarria alguna por parte de las instituciones y gobiernos de Su época. Sin embargo, aquella noche, en una colina cercana, un abigarrado grupo de pastorcillos pobres quedó atónito cuando una luz casi cegadora los iluminó desde el cielo estrellado y un coro de ángeles llenó la noche con su proclama y cántico celestial: «¡Gloria a Dios en las alturas! Paz a los hombres de buena voluntad. Porque os ha nacido hoy un Salvador, que es Cristo el Señor.»
Lejos de allí, al Oriente, apareció otra señal en los cielos. Una estrella resplandeciente llamó la atención de ciertos sabios, quienes interpretaron su significado y la siguieron. La estrella los condujo a través de cientos de kilómetros de desiertos hasta el pueblito de Belén, donde honraron al niño con sus valiosos presentes.
El padre terrenal de este niño era carpintero, un humilde artesano, con el cual vivió y trabajó mientras crecía. Se adaptó a nuestra forma de vida, costumbres, lenguaje y vestimenta a fin de comprendernos mejor y poder comunicarse con nosotros al humilde nivel de nuestro raciocinio humano. Aprendió a amar a la humanidad. Vio nuestro sufrimiento y tuvo gran compasión de nosotros. Además de sanar nuestros cuerpos enfermos y quebrantados, ansiaba salvar nuestras almas inmortales.
Cuando le llegó el momento de comenzar Su obra maestra, fue por todas partes haciendo el bien, ayudando a la gente, interesándose por los niños, consolando, fortaleciendo a los cansados y salvando a cuantos creían en Él. Además de predicar Su mensaje, lo vivió entre la gente. No solo atendía las necesidades espirituales de las personas, sino también sus necesidades físicas y materiales, sanándolas milagrosamente cuando estaban enfermas y dándoles de comer cuando tenían hambre. En todo momento compartió Su vida y Su amor.
Su religión era tan simple que afirmó que había que volverse como un niño para aceptarla. No dijo que hubiera que celebrar cultos en templos; no predicó que hubiera que asistir a la sinagoga o a la iglesia. Nunca enseñó a la gente que tenía que observar complicados ritos ni reglas difíciles de cumplir. Lo único que hizo fue pregonar y manifestar amor, procurando conducir a los hijos de Dios al verdadero Reino Celestial, en el que las únicas leyes son «amarás al Señor con todo tu corazón» y «amarás al prójimo como a ti mismo».
Se relacionó muy poco con los pomposos dirigentes eclesiásticos de Su época, a excepción de las ocasiones en que insistían en importunarlo con sus preguntas capciosas. En ese caso los reprendía públicamente y los ponía en evidencia demostrando que eran «ciegos guías de ciegos». Hasta llegó a compararlos con sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, inmaculados y santos, pero por dentro están llenos de corrupción, inmundicia y apestosos huesos de muertos.
No fue un mero reformador religioso, sino un revolucionario. Se negó a transigir con el falso sistema religioso, y obró completamente al margen del mismo. Comunicó Su mensaje y Su amor a la gente corriente y a los pobres, la mayoría de los cuales hacía mucho tiempo que se habían apartado de la religión institucionalizada y habían sido abandonados por ésta.
Nunca entró en un bar látigo en mano para romper botellas y echar al barman. Tampoco irrumpió en un prostíbulo para golpear a las pobres muchachas, volcar las camas y a arrojar a los hombres por las ventanas. En cambió, sí condenó a los dirigentes religiosos por convertir el templo -que debía ser casa de oración- en cueva de ladrones. Dos veces improvisó un azote, entró en el templo, volcó las mesas, desparramó el dinero y expulsó a los codiciosos cambistas.
Su reputación lo tuvo sin cuidado. Fue compañero de borrachos, prostitutas, publicanos y pecadores, de los marginados y oprimidos por la sociedad. Hasta llegó a decirles que ellos entrarían en el Reino de los Cielos antes que la llamada gente buena: los farisaicos dirigentes religiosos que lo rechazaron y despreciaron Su sencillo mensaje de amor. El poder de Su amor y de Su convocatoria era tal e inspiraba tanta fe entre los que buscaban sinceramente la verdad que muchos no vacilaron en dejarlo todo y seguirlo de inmediato.
En cierta ocasión, mientras Él y Sus discípulos cruzaban un extenso lago, se desató una feroz tempestad que amenazaba con hacer zozobrar la nave en que se encontraban. Ordenó a los vientos que se calmaran y a las olas que se aquietaran, y enseguida hubo gran bonanza. Sus discípulos, atónitos ante tal demostración de poder, exclamaron: «¿Qué hombre es este, que aun los vientos y el mar le obedecen?»
En el transcurso de Su obra, dio vista a los ciegos y oído a los sordos, sanó a leprosos y resucitó muertos. Tan prodigiosas fueron Sus obras que uno de los jerarcas del orden religioso que se oponía enconadamente a Él llegó a afirmar: «Sabemos que has venido de Dios, porque nadie puede obrar estos milagros que Tú haces si no está Dios con él».
A medida que Su mensaje de amor se fue propagando y Sus seguidores se fueron multiplicando, los envidiosos dirigentes eclesiásticos se dieron cuenta de la amenaza que suponía para ellos aquel carpintero desconocido hasta hacía poco tiempo. Al liberar a la gente de la autoridad y dominio de la cúpula eclesiástica, la sencilla doctrina de amor que pregonaba iba socavando el orden religioso de la época.
Finalmente Sus poderosos enemigos obligaron a los gobernantes a detenerlo sobre la base de falsas imputaciones de sedición y subversión. Y aunque fue declarado inocente por el gobernador romano, aquellos hipócritas lo presionaron y lo convencieron para que lo mandara ejecutar.
Horas antes de Su detención, este hombre, Jesús de Nazaret, había dicho: «No podrían tocarme siquiera sin el permiso de Mi Padre. A una simple señal Mía, Él enviaría legiones de ángeles a rescatarme.» En cambio optó por dar la vida por ti y por mí. Nadie se la quitó. Él la entregó, la renunció por voluntad y decisión propia.
Pero ni siquiera Su muerte satisfizo a Sus celosos enemigos. Para impedir que Sus seguidores sustrajeran el cuerpo y afirmaran que había resucitado, cerraron el sepulcro con una enorme piedra y apostaron en el lugar a un grupo de soldados romanos para que la custodiaran. Aquella estratagema resultó inútil, pues esos mismos guardias fueron testigos del más grandioso de los milagros. Tres días después que Su cuerpo fuera depositado en aquel sepulcro frío, resucitó de la muerte, triunfando sobre ella y sobre el infierno para siempre.
Ni la muerte fue capaz de detener Su obra o de silenciar Sus palabras. Se levantó para conducir a Su pequeño grupo de seguidores a la mayor de las victorias: el derrocamiento del Imperio Romano por medio del amor y el poder del Evangelio. El amor de Dios arrolló a Sus envidiosos adversarios cual gigantesca marea que cubrió la Tierra, y fueron dejados atrás, tan inertes y áridos como Él predijo.
Desde aquel día milagroso de hace casi 2.000 años, este Hombre, Jesucristo, ha hecho más por cambiar el curso de la Historia, de nuestra civilización y de la condición humana que ningún otro dirigente, grupo, gobierno o imperio. Ha salvado a miles de millones de personas de la desesperanza, del temor a morir y de la muerte misma, y ha concedido la vida eterna y manifestado el amor de Dios a cuantos invocaron Su nombre.
Jesús no fue un simple filósofo, maestro, rabí o gurú. Ni siquiera un profeta, sino el mismísimo Hijo de Dios.
Dios, el gran Creador, es Espíritu, omnipotente, omnisciente, omnipresente. Semejante concepto sería para nosotros demasiado difícil de captar. De ahí que para manifestarnos Su amor, acercarnos a Él y llevarnos a comprender Su esencia, dispuso que Su propio Hijo, Jesucristo, tomara forma corporal y bajara a la Tierra. Si bien muchos grandes maestros han vertido enseñanzas sobre el amor y sobre Dios, Jesús es la quintaesencia del amor. Es Dios. El único que murió por los pecados del mundo y que resucitó de entre los muertos. Se encuentra, pues, en un plano totalmente distinto a todos los demás, porque es el único Salvador. Dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por Mí» (Juan 14:6).
Epílogo
¿Cómo puedes saber a ciencia cierta que Jesucristo es el Hijo de Dios, el camino de la salvación? Muy sencillo: ¡basta con ponerlo a prueba! Pídele humildemente que se te manifieste y te revele Su amor. Pídele que entre en tu corazón, te perdone tus pecados y llene tu existencia de amor, paz y alegría.
Jesús es real y te ama. Tanto es así que se sacrificó por tus pecados y murió en tu lugar a fin de evitarte el sufrimiento. No pide otra cosa de ti que aceptes Su perdón y la vida eterna que te ofrece gratuitamente. Sin embargo, Él no puede salvarte a menos que tú quieras. Su amor es todopoderoso, pero Él no entrará a la fuerza en tu vida. Jesús dice: «He aquí, Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye Mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Apocalipsis 3:20). Él toca con suavidad la puerta de tu corazón. No la rompe ni la abre de un empellón, sino que aguarda mansa, paciente y amorosamente que le abras tu vida y le pidas que entre.
¿Aceptas a Jesús? Será tu más íntimo amigo y compañero. Permanecerá siempre a tu lado. Él vino por amor, vivió con amor y murió por amor, para que todos pudiéramos vivir y amar eternamente.
Puedes recibir a Jesús en tu corazón ahora mismo. No tienes más que hacer esta breve oración:
«Buen Jesús, perdóname todas mis malas acciones. Creo de verdad que eres el Hijo de Dios y que moriste por mí. Te abro la puerta de mi corazón y te invito a entrar en mí. Regálame la vida eterna que prometiste a los que creyeran en Ti. Ayúdame a comunicar Tu amor y Tu verdad a los demás. Amén.»
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