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jueves, 20 de enero de 2011

LIBRO: CONECTADOS CON DIOS


Introducción

Dios no vive en algún rincón lejano del cosmos, ni está jamás demasiado ocupado para prestarnos atención. Está aquí mismo con nosotros. Nos observa y está esperando para resolver todos nuestros problemas y satisfacer todas nuestras necesidades. Es un Dios tierno y simpático que ansía tener una relación personal de amor con cada uno de nosotros. Y como con toda relación feliz, productiva y mutuamente satisfactoria, quiere edificarla sobre la base de la reciprocidad en la comunicación. Espera a que te conectes con Él.
Los temas centrales que aborda Conéctate con Dios tratan precisamente de cómo se puede establecer y mantener esa conexión. Se trata de diez artículos de carácter informativo y motivacional que señalan el camino al amor infinito, envolvente e incondicional de Dios, que es lo único que puede satisfacer nuestros más hondos anhelos, transformar nuestra vida y proporcionarnos un cimiento firme para nuestra fe.
Conectados con Dios puede resultar de interesante lectura para personas de toda edad y condición social, tanto para los que buscan una forma de establecer comunicación con Dios como quienes deseen afianzar su conexión y aprender más sobre el amor y los preceptos divinos.
¿Por qué trajinar por la vida limitándonos a nuestros propios recursos cuando podemos contar con la ayuda de Dios? Él dice: «Clama a Mí, y Yo te responderé; y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces» (Jeremías 33:3).

Los redactores


Para... Mira... Escucha

Cuando el cristiano se ve obligado a tomar una decisión, uno de los principios fundamentales para hacerlo con acierto es no ponerse a analizar el asunto o hablar de él con otra persona, sino orar. A Dios le gusta que lo honren un poco. Orar no es solamente arrodillarse y decir todo lo que se quiere, sino más que nada dejar que Dios diga todo lo que quiera. Si hacemos eso, nos dirá a cada uno lo que debemos hacer.
No entiendo como se puede escuchar al Señor si no se guarda silencio y se presta oído. En una ocasión di el siguiente consejo: «Ustedes me recuerdan a Samuel el profeta niño, pero al revés. Cuando oyó al Señor en el silencio de la noche, le dijo: “Habla, Señor, tu siervo escucha”. En cambio, lo que muchos dicen cuando se ponen a orar es: “Escucha, Señor; tu siervo habla”» (1 Samuel 3:2-10).
Hoy en día, a muchos cristianos les interesa más que Dios los escuche a ellos que escuchar ellos a Dios. Pretenden convencerlo a Él del plan que se han trazado. Quieren que ponga Su firma en el plan que le presentan. La pregunta que deben hacerse no es si pueden presentarle su plan a Dios para que le estampe el sello de aprobación; ni tampoco si están dispuestos a que Él les presente Su plan para que ellos lo rubriquen. Más bien deben preguntarse si están dispuestos a firmar una hoja en blanco y dejar que Él la llene sin que sepan siquiera cuál va a ser Su programa».
Por muy bien que uno conozca la Biblia o muchos dones que tenga, si no se mantiene en contacto con el Señor en todo momento, acaba metiéndose en problemas.
Los cristianos que no dedican tiempo a escuchar al Señor me recuerdan a una niña que al oír a su gato ronronear, exclamó: «Mira, mamá, el gatito se quedó dormido y dejó el motor en marcha». Es posible andar de un lado para otro y estar al mismo tiempo espiritualmente adormecido y carente de dirección, «como quien golpea el aire» (1 Corintios 9:26). A menos que guardemos silencio y acudamos al Señor, ¿cómo vamos a recibir algo de Él?
Me encanta estar a solas con el Señor, porque en la quietud y el silencio podemos escucharlo muy claramente. Sin lugar a dudas, lo he escuchado más estando solo con Él, en silencio y actitud atenta, que de ninguna otra manera. Porque a solas puede hablarnos, y le podemos dedicar toda la atención y reverencia que se merece y escucharlo. Aunque Él habla con una voz delicada y apacible, es muy clara, firme y amorosa; pero si se hace mucho ruido no se lo oye.
Uno mismo puede ser su peor distracción. Cualquiera es capaz de hacer mucho ruido. En cambio, para guardar silencio hay que hacer un gran esfuerzo. Si al orar nos ponemos a gritar a pleno pulmón y hacemos tanto ruido que ni oímos a Dios, si no guardamos silencio ni prestamos atención, no tiene sentido hacerlo. Él no está sordo; hay que esperar un rato a ver si nos va a decir algo. Es preciso detenerse, guardar silencio y esperar la respuesta.
La única forma de escuchar a Dios es quedarse en silencio. Si de verdad quieres escuchar al Señor, Él te habla, pero casi nunca grita. Cuando tiene que gritar para hacerse oír por encima de tu alboroto, es probable que andes mal. Por eso tiene Dios que tumbar a tantos por medio de accidentes, enfermedades o la muerte de un ser querido: quiere que se detengan el tiempo suficiente para escuchar. Los entierros son prácticamente el único momento en que la gente detiene su febril actividad durante el tiempo suficiente para pensar en el Señor y escucharlo.
Que el Señor nos ayude a guardar silencio delante de Él y escucharlo. Todos necesitamos pasar ratos tranquilos con Él a fin de que nos motive e instruya. Yo lo escucho con más claridad cuando estoy solo en la quietud de la noche, cuando reina un silencio total y no hay distracciones. Si me despierto y no puedo conciliar el sueño, supongo que Él quiere que ore. En cuanto termino de rezar por todo lo que tengo pendiente me vuelvo a dormir.
Si de verdad quieres escuchar al Señor, te hablará. Pero para eso es perciso tomar un momento de recogimiento a solas con Él algún lugar; pasar un rato en silencio. Él dice: «Estad quietos, y conoced que Yo soy Dios» (Salmo 46:10). ¿Has aprendido a permanecer en silencio ante el Señor? ¿Cuántos momentos de silencio dedicas a aprender a estar en silencio? «En quietud y en confianza será vuestra fortaleza» (Isaías 30:15). ¿Sabes lo que quiere decir confianza? Es fe. El hecho mismo de guardar silencio es señal de que tenemos fe. Demuestra que estamos a la expectativa de que Dios haga algo, en vez de tratar de actuar por nuestra cuenta.
Cuando no sepamos qué hacer, parémoslo todo. Guardemos silencio y esperemos a que Dios haga algo. Lo peor que podemos hacer cuando no sabemos qué rumbo tomar es seguir adelante. Ese fue el error del rey Saúl. Siguió como si nada, aun cuando ignoraba qué hacer. Creía que tenía que mantenerse ocupado y seguir adelante a toda costa. (1 Samuel 13:7-14) Y le costó el reino.
Guardar silencio ante el Señor demuestra que se tiene fe en que Dios va a resolver la situación, en que Él se va encargar de todo. Demuestra que se confía en el Señor. «Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en Ti persevera, porque en Ti ha confiado» (Isaías 26:3). Si no confiamos en el Señor, vivimos en confusión perpetua. Me recuerda a unos versos que dicen:
«Cuando confiamos,
no reflejamos ninguna inquietud;
cuando nos inquietamos,
no estamos confiando aún»
Si estamos perdidos en un laberinto, confundidos, preocupados, impacientes y alterados, es falta de confianza. No tenemos la fe que debiéramos. La confianza denota reposo, paz y serenidad total de mente, corazón y espíritu. Aunque el cuerpo tenga que seguir trabajando, se tiene una actitud de serenidad, un espíritu calmado.
Ahora bien, tampoco hace falta que nos postremos de rodillas y nos pongamos a suplicar frenéticamente para que Dios nos oiga. Orar debe ser algo continuo, independientemente de lo que se esté haciendo. No se puede esperar hasta que se haya terminado de hacer esto o aquello para ponerse a orar. A veces no se pueden tomar esos momentos de quietud. Hay que orar sobre la marcha. Algo así como pensar mientras realiza uno sus actividades habituales.
Es como el soldado que se prepara para la batalla; es importante que tenga un rato de tranquilidad. Cualquier soldado sensato ora antes de la batalla y mientras combate. A nosotros, que libramos las batallas del Señor, la mayoría de las tácticas se nos dan con antelación.

La confianza plena nos permite gozar de paz en medio de la tormenta, disfrutar de calma en el ojo del huracán. Me acuerdo de un concurso de pintura en que se pedía a los artistas que ilustraran el concepto de la paz. La mayoría de los participantes presentaron escenas camprestres en las que reinaba una tranquilidad absoluta. Esa es una faceta de la paz. Sin embargo, la paz más difícil de alcanzar es la que retrataba el cuadro que ganó el premio. Representaba los rápidos de un río, rugientes, atronadores, cubiertos de espuma por la violencia de la corriente. A pesar de ello, en una ramita que se extendía sobre el trepidante río se veía un nido en el cual, a pesar del torrente, un pajarillo piaba serenamente. Es en esos momentos cuando se pone a prueba nuestra fe: en medio de la tormenta. La tranquilidad es señal de fe.
Moisés tenía a varios millones de personas pendientes de él en pleno desierto, todas tirándose de los pelos, preguntándose: «¿Qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿adónde vamos?, ¿qué hacemos?» ¿Y qué se le ocurre a Moisés en ese momento? Se retira a la cima de la montaña y se pasa allí cuarenta días seguidos con el Señor.
¿Qué habría sucedido si hubiera pasado todo ese tiempo impaciente y nervioso? «¿Y si pasa algo? Tengo que regresar. ¿Qué va a pasar si Aarón hace un becerro de oro?», que fue precisamente lo que sucedió. Más tarde, cuando Moisés se alteró y rompió las tablas en que Dios había escrito los Diez Mandamientos, tuvo que pasar otros cuarenta días en la montaña, en quietud y silencio, para volver a obtenerlos. ¿Qué ganó con enfadarse? Más le habría valido afrontar la situación con tranquilidad y calma. Se habría evitado tener que pasar otros cuarenta días en la montaña.
Jesús mismo, al empezar Su ministerio, fue y se quedó cuarenta días con sus noches a solas en la montaña. Por lo que se ve, pasó buena parte de ese tiempo con el Diablo. Es que primero tuvo que derrotarlo. (Mateo 4:1-11.) Si uno no empieza por retirarse a solas con el Señor y derrota al Diablo, no consigue nada.
¿Quién sabe cuántos años pasaría Noé orando de los 120 que tardó en construir el Arca? Algún tiempo tuvo que pasar a solas con el Señor. De lo contrario, no habría podido recibir instrucciones detalladas para armar aquella embarcación. Seguramente Dios le dio las pautas y medidas exactas para cada centímetro, y Moisés se pasó 120 años construyendo arca con toda la calma del mundo. Habría podido ponerse nervioso pensando que la lluvia se desencadenaría de un momento a otro y construirla chapuceramente. En cambio, se pasó 120 años armándola. A nosotros a veces nos parece excesivo pasarnos 120 días preparándonos para algo. Desde luego quedó demostrado que Noé tenía fe. (Génesis 6:3, 9-22 y capítulo 7; Hebreos 11:7.)
Por eso dicen que los campesinos se convierten en los mejores misioneros, porque no esperan que todo suceda de un día para otro. Viven rodeados por la creación de Dios y dependen de Él. Tienen mucha paciencia durante el largo proceso de crecimiento de las plantas, y mientras los animales producen. El agricultor no tiene más remedio que despreocuparse y confiar en que el Señor haga crecer lo sembrado. La mayor parte del trabajo la hace Dios. Él manda la lluvia, hace crecer los cultivos y que los animales produzcan.
Los campesinos son la personificación del sosiego. La gente de la ciudad se burla de ellos. Pero si no se lo tomaran con calma, se volverían locos, como tantos en en la ciudad. Se podría decir que su lema es: «Quien va despacio llega lejos». El suyo es un ejemplo ideal de fe y paciencia. Deberíamos aprender de ellos.
Por eso hay tan pocas personas que quieran vivir en el campo: porque hay que depender mucho de Dios. Hay que dejarlo todo en manos de Él. En muchos países la gente está abandonando el campo en tropel. Allí Dios es demasiado dueño de la situación. El silencio es excesivo. Dicen que el campo es muy aburrido, que no pasa nada. Pero si se fijaran bien se darían cuenta de que es mucho lo que se oye y lo que se ve. Se puede contemplar una tormenta, estudiar los árboles, observar los animales, escuchar los truenos.
Los hay que siempre tienen que estar activos, siempre haciendo algo. Yo creo que en parte es porque no quieren pensar. Por eso tienen tantas distracciones, para evadirse y no tener que pensar. La gente le tiene pavor al silencio y la quietud, porque sabe que podría llegar a oír la voz de Dios. Esa es la razón por la que el Diablo le llena constantemente la cabeza, ojos y oídos de ruidos y escenas violentos.
Por eso son semejante maldición las ciudades. ¡Están saturadas de ruido y confusión! Son ambientes en su mayor parte artificiales donde apenas se encuentra un árbol o una brizna de hierba. Multitudes viven y trabajan donde no se ven el cielo, las estrellas, el sol ni la luna. El ruido es incesante: tráfico, sirenas, el estruendo de los trenes y del metro, la horrible bulla del tránsito. Se dan muchos más casos de sordera entre los niños de la ciudad que entre los que viven en el campo, porque viven en un ambiente de ruido constante, mientras que los del campo generalmente tienen un oído muy fino.
Del mismo modo, si uno vive en un ambiente de confusión física y espiritual, deja de oír bien la voz de Dios, porque se ve obligado a ensordecerse a fin de protegerse de los ruidos que lo rodean, y acaba por no oír tampoco al Señor. En cambio, cuando se vive en silencio, paz y quietud, el oído se vuelve muy fino y es mucho más fácil escuchar al Señor cuando nos habla al corazón.
Considera los años que pasó Abraham, el padre de la fe (Romanos 4:11,16), en el campo apacentando el ganado. Con razón escuchó al Señor: tuvo tiempo de sobra para hacerlo.

Que Dios nos perdone. Llevamos una vida tan ajetreada. Si por tener tanto que hacer no nos queda tiempo para orar, es que estamos demasiado ocupados. Si estamos tan atareados que no podemos pasar un rato a solas con Dios orando es que estamos demasiado ocupados. Como si el sirviente de un rey le dijera: «Lo siento, pero hoy estoy tan ocupado sirviendo a vuestra majestad que no tengo tiempo para escuchar sus órdenes?» La tarea más importante que tenemos es escuchar al Rey: parar, mirar y escuchar. Antes que nada, es preciso que aprendamos a escuchar al Señor.
No corresponde al Rey andar detrás de Sus siervos gritando y tronando para que hagan lo que Él quiere. Hay que acercarse a Él callada y respetuosamente, presentarle la petición y aguardar la respuesta en silencio. Tenemos que respetar y reverenciar al Señor, y tratarlo como el Rey que es. Creo que a veces algunos están tan familiarizados con el Señor y con Su Espíritu que no los aprecian como deben, y yo diría que en muchos casos esa excesiva familiaridad hace que se le pierda el respeto. El Señor es tan tierno y lo tienen tan cerca que no lo respetan como deben.
Hay muchos cristianos que se entretienen con los dones de Dios, los del Espíritu Santo, y se olvidan del propio Dios. Como cuando un padre vuelve a casa con regalos para sus hijos: los niños echan mano de los regalos y, olvidándose de besarlo y saludarlo, y se ponen a jugar.
Son como la niña que quería hacerle un regalo a su padre para su cumpleaños, y en vez pasar el tiempo acostumbrado con él cada día, se dedicó a confeccionarle unas pantuflas. Y casi lo mata de la pena. Dios aprecirá las pantuflas que le estás haciendo, pero Él prefiere tu compañía. Además, probablemente te saldrán muy mal si no le dedicas tiempo a Él.
Mi madre contaba que llegó a estar tan ocupada al servicio del Señor que Él tuvo que postrarla en cama para obligarla a dedicarle toda su atención. Esa era la única dirección en que podía mirar: hacia arriba. Resumió la experiencia en el siguiente poema:

EL PRIMER LUGAR

Quise servir al Maestro,
y me dejaron de lado
en los campos donde muchos
segaban con entusiasmo.
Los obreros escaseaban,
y yo no podía entender
el por qué de mi inacción.
¡Yo quería segar la mies!

Me moría por servir,
y muy necesario era.
Trabajar no me costaba;
lo penoso era la espera:
quedarme quieta en silencio
escuchando las tonadas
que, alegres, los segadores
trabajando entonaban.

Solo quería servir,
pero a un lugar apartado
el Maestro me condujo,
y mostró Su desagrado
con una tierna mirada.
¿Pensaría que el servicio
me resultaba molesto
o que era un sacrificio?

—Yo sólo anhelo servirte,
Señor; faltan operarios.
Permíteme que te sirva
laborando en Tu campo—.
Implorante dirigí
a Su rostro la mirada.
—Hija —repuso—; ¿no sabes?
Servir sin amor no es nada.

Cómo ansiaba servirle.
Otro anhelo no tenía.
Le suplicaba incesante:
—¡Déjame cortarte espigas!
Y en aquel lugar desierto,
alejada del bullicio,
fui comprendiendo de a poco
el gran error cometido.

Afanosa por servirle,
acabé lejos de Él,
y Él ansiaba la más grata
comunión que pueda haber.
Con los ojos aún llorosos
pedí y obtuve perdón,
y aunque estimo aún Su Obra,
lo primero es el Señor.
Virginia Brandt Berg

Dios no cabe en un segundo lugar, ni aun cuando el primero sea para el servicio a Él. «No tendré dioses ajenos delante de Mí; no te inclinarás a ellos ni les honrarás; porque yo soy el señor tu Dios, celoso» (Éxodo 20:3,5). Seguramente, el error más grande de los cristianos sinceros sea convertir el servicio a Dios en un dios.

Un día que a Lutero y su ayudante Melanchton les aguardaba una jornada especialmente ardua y atareada, éste último propuso que redujeran a la mitad el tiempo que dedicaban a orar al comienzo del día. Lutero se negó en redondo e insistió en que en vez de sus acostumbradas dos horas de oración tendrían que pasar cuatro horas en presencia del Señor porque tenían mucho que hacer.
El siguiente es otro de mis poema favoritos:

NO TUVE TIEMPO.

Madrugué una mañana
y empecé el día corriendo.
Tanto tenía que hacer
que de orar no tuve tiempo.

Los problemas me llovían.
Todo se me hacía un mundo
¿Por qué Dios no me ayudaba?
«No lo pediste», repuso.

Acudí a Su presencia,
traté de abrir por mi cuenta,
y Él con ternura me dijo:
«No has golpeado la puerta».

Ansiaba sol y alegría,
Y todo era triste y gris.
¿Por qué Dios no me alumbraba?
Dijo: «No acudiste a Mí».

Hoy me levanté temprano
y empecé orando con calma.
Tanto tenía que hacer
que otra no me quedaba.

Cuando Moisés era un joven inteligente de cuarenta años y se creía muy capaz, se metió en un lío tremendo y tuvo que huir para salvar la vida. Dios necesitó otros cuarenta años para enderezarlo y hacerle ver que tenía que recurrir a Él. (Éxodo, capítulos 2 y 3.)
La prisa es señal de que tememos llegar tarde, lo que significa que tenemos miedo, el cual a su vez indica que necesitamos más fe. Si te retrasas, tómatelo con calma. Confía en el Señor. Cuando vamos retrasados y decidimos apresurarnos suele ser porque la culpa es nuestray no queremos tener que pagar las consecuencias.
Otra razón por la que nos apresuramos es que no confiamos en el Señor. Tenemos miedo de que si no llegamos a tiempo nos vayamos a perder algo. No somos capaces de confiar en que Dios es capaz de detener el mundo o el sol, como hizo para Josué (Josué 10:12-14.)
Una vez en que iba corriendo para tomar el tren, el Señor me advirtió que si continuaba con esa tensión física y nerviosa acabaría matándome. Entonces le pedí que impidiera que saliera el tren, lo dejé en Sus manos, me tranquilicé y me lo tomé con calma. Después de subir al vagón, estuve cuarenta minutos esperando sin saber por qué el tren, normalmente puntual, no salía de la estación. Al final se lo pregunté al Señor, y me respondió: «Me pediste que lo hiciera esperar, pero todavía no me has dicho que querías salir».
Vísteme despacio, que tengo prisa. Relájate, tranquilízate, no corras tanto. No te precipites. Si es preciso, el Señor hará que todo vaya más despacio para ti.
Son numerosos los ejemplos de paciencia en la Biblia: Job, Moisés, y fíjate en David. Se pasó veinticuatro años trabajando para el viejo cascarrabias del rey Saúl. El Señor le enseñó mucho observando a Saúl. Este se ponía muy nervioso y apresurado, trataba de hacerlo todo por sus propias fuerzas, y descubrió que no era lo suficientemente fuerte. David aprendió que hay que dejar que Dios lo haga todo y esperar a que Él actúe.
Algunos me recuerdan al rey Saúl. Le preguntan algo al Señor, y si Él no les responde al instante, siguen adelante como buenamente pueden. Mira lo que pasó cuando Saúl no esperó la bendición del Señor a través del profeta Samuel. Prosiguió con la ceremonia de dedicación él solo, en vez de esperar al Señor o al profeta. En consecuencia, perdió todo el reino. (1 Samuel 13:7-14.)
Ve más despacio. Para.... Mira.... Escucha.... Espera al Señor. Sobre todo cuando no sabes qué hacer y todavía no lo has escuchado. ¿De dónde surgió Juan el Bautista? ¿De la gran ciudad de Jerusalén? ¿Fue allí donde cursó sus estudios, donde recibió su ungimiento, su gran poder? Nada de eso. Salió del desierto, del monte, de lugares inhóspitos donde pudo pasar tiempo apartado de las masas y escuchar al Señor. Y cuando saltó a escena, su mensaje no fue cualquier cosa. (Lucas 3:1-21.)
Jesús estuvo treinta años preparándose, y apenas poco más de tres ejerciendo Su ministerio público. Cuánta prisa tenemos.
San Juan, para escribir su evangelio, algún tiempo debió de pasar con el Señor. No obstante, su obra maestra, el Apocalipsis, la escribió Dios estando Juan exiliado en una isla. Su mayor realización fue el fruto de dejar que Él lo dirigiera todo, le mostrara todo y lo hiciera todito. Vayamos más despacio. Paremos.... Miremos.... Escuchemos.
El mundo vive en una prisa constante. Es una conjura del propio Diablo: acelerar el mundo, hacer lo que sea para que todo se mueva más rápido. Dios creó el mundo hace 6.000 años, y no ha variado su velocidad desde entonces. A Él nunca le entró prisa: la tierra todavía gira a la misma velocidad cada día. Dios no ha acelerado las estaciones ni los años en lo más mínimo. El hombre es el que lo está acelerando todo, y por consiguiente, el mundo va rápidamente camino a la destrucción.
Aminoremos la marcha. Tomémonoslo con calma. Y sobre todo deténgamos a escuchar y esperar. Para, mira, escucha y espera. En algunos países se ven letreros así en lugares peligrosos, pasos a nivel, puntos críticos en que se da una alteración de lo habitual, una interrupción de la marcha, un corte en la carretera. De no ser por esas advertencias, atravesaríamos la vía férrea como si nada, y podríamos terminar arrollados un tren.
Algunos dirán: «No tengo tiempo para parar, mirar y escuchar». Pero si no lo hacen, es posible que no lleguen a su destino. Más vale tarde que nunca. ¿Qué es más fácil? ¿Tratar de cruzar antes de que pase el tren, abrirse paso a través de él, saltar por encima, o simplemente parar y observarlo mientras pasa? Enseguida se habrá ido y se podrá proseguir tranquilamente el viaje.
No se gana nada tratando de forzar la situación y empeñándose en abrirse paso. De nada sirve correr de un lado para otro, impacientarse y ponerse nervioso por tratar de llegar a algún sitio para hacer algo, cuando lo que hay que hacer es esperar las instrucciones del Señor y así averiguar sin asomo de duda dónde quiere que estemos y qué quiere que hagamos.
Él quiere enseñarnos a decidir. Al tomar una decisión, el primer paso no es analizar el asunto ni hablar con otras personas. Hay que empezar por preguntar al Señor. A Dios le gusta que le honren un poco. La oración no se reduce a decir todo lo que uno quiere; más que nada, es permitir que Dios diga todo lo que quiere, esperando en silencio y confianza a que Él responda.
No solo hay que ponerse a orar; también hay que sintonizarse con el Espíritu. Debemos dejar de lado otros pensamientos y ser partícipes del Espíritu de Dios, por medio de la comunicación con Él. De ese modo, Él nos dirá a cada uno lo que debemos hacer. Tenemos que ser conscientes de que no podemos hacerlo por nuestra cuenta, y desear a toda costa la respuesta y solución del Señor, detener todo lo demás y escuchar. Guardar silencio ante Él demuestra que se tiene fe en que la situación está en manos de Dios, en que Él va a resolverla. Dediquemos tiempo a escucharlo, y Él dedicará tiempo a solucionar el problema. La actividad febril no sirve para nada. Nuestro servicio no vale nada si no prestamos atención al Rey, le dedicamos tiempo, le manifestamos amor y vivimos en comunicación con Él.
Recuerda que la prisa es falta de fe, y la inspira el Diablo. Si andamos con prisas, angustiados e impacientes, nos resultará imposible concentrarnos del todo —la atención, la vista, el oído, el corazón y los pensamientos— en el Señor para encontrar la solución al problema, obtener la respuesta a la pregunta o tomar la decisión más acertada. En cambio, cuando hayamos aprendido a parar, mirar, escuchar, esperar en comunión con el Señor y recibir Sus respuestas, habremos aprendido a tomar decisiones. Habremos aprendido a orar y a seguir verdaderamente a Dios.
Dios da lo mejor de lo mejor a los que dejan que Él elija.


Diamantes de polvo

El otro día Dios montó un espectáculo de luz que tuvimos ocasión de presenciar. También nos dijo muchas cosas, y procuramos prestarle atención. Estoy seguro de que nos lo había mostrado antes, pero todos andábamos demasiado ocupados para fijarnos.
El Señor hizo penetrar en nuestra habitación tres rayitos de luz. No se colaron por los postigos, que obstruían la luz, sino por diminutos agujeros, que la dejaban entrar. En nuestra relación con el Señor es igual: cuanto más pequeños somos, más claramente ven los demás a Jesús. Cuanto menos hay de nosotros, más dejamos pasar Su luz.
Eran rayos multicolores: aunque cada uno mostraba un tono distinto de la luz de Dios, eran todos componentes de la misma luz. Es parecido a lo que dice la Biblia: que cada cristiano recibe diversos dones, pero todos proceden del Espíritu Santo (1ª a los Corintios 12:4). Cada uno reflejamos a nuestra manera la luz de Dios. Cada cual deja brillar la luz del Señor, deja ver las obras particulares que realiza a fin de que los hombres glorifiquen la belleza de Dios. (Mateo 5:16).
Podemos ser como rayitos de luz en esta ciudad tan sombría. Hasta unos pocos haces de luz pueden causar impresión. No creas que porque haya mucha oscuridad no vale la pena tener una lucecita; de noche, la llama de una vela puede divisarse a más de un kilómetro de distancia.
Hasta un granito de polvo —a pesar de su pequeñez— es capaz de resplandecer como un diamante si lo ilumina un rayo de sol. Cuanto más densa es la oscuridad, más brilla la luz. Un pequeño diamante de polvo, o un rayito de sol, resaltan más cuando la habitación está muy oscura, porque «cuando el pecado abunda, sobreabunda la gracia» (Romanos 5:20).

No nos atrevemos a mirar directamente al sol, porque nos cegaría. Vemos su reflejo en lo que ilumina. De la misma manera, sólo puede verse a Dios en la medida en que Sus hijos lo reflejan, como si fueran diminutos diamantes de polvo. No se lo puede mirar cara a cara porque es demasiado luminoso: deslumbra. Los demás nos tienen que mirar a los creyentes para ver el reflejo que proyectamos de Él.
La luz de Dios no se ve si no la reflejas. Los demás solo ven a Dios en ti en la medida en que lo reflejas. «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mateo 5:16). De no ser por el polvo, no se vería la luz; y de no ser por la luz, no se vería el polvo. Uno y otra son necesarios.
Puede que no se vuelva a ver al pequeño diamante de polvo, porque algunos son impulsados hacia la luz, brillan apenas por un momento y vuelven a desvanecerse en la oscuridad. Solo tienen un momento de verdad. Claro que aunque no resplandezcan más que una vez en la vida con la luz del Señor, vale la pena. Aunque solo una vez en su existencia brinden vida y alegría a alguien, no es en vano. Pero si pudieran permanecer en la luz del Señor, pasarían su existencia centelleando hasta agotarse, como la vela que alumbra la casa hasta extinguirse. Cuanto más tiempo siga la mota de polvo en la luz, más seguirá brillando como un diamante.
Esos diamantes de polvo brillan por un breve instante y luego desaparecen, como la vida del hombre, como la hierba del campo, que hoy es y mañana deja de ser. ¿Qué es vuestra vida? Ciertamente es neblina, un vaho que refleja por un momento los rayos de luz de Dios y luego se desvanece (Salmo 103:15,16). No tenemos el mañana asegurado. Mejor será que resplandezcamos ahora, en tanto que tenemos la luz, o caeremos en el olvido (Santiago 4:14), y apenas se sabrá que hemos existido. Porque casi nadie habrá visto la luz de Dios reflejada en nosotros, lucir a través de nosotros, ya que no nos quedamos en la luz. «El que practica la verdad viene a la luz para que se ponga de manifiesto que sus obras son hechas en Dios (Juan 3:21).
Los rayos de luz que vemos siguen una línea muy recta y muy estrecha. Brillan en una sola dirección, y se difunden desde su origen en un solo sentido. Del mismo modo, no hay sino un camino para alcanzar la Fuente, que es Dios. Si no se sigue ese camino, no se llega nunca. Jesús es la luz del mundo (Juan 8:12). Él es el único camino. Solamente en Él hay luz. Él es el rayo recto y estrecho que nos conduce al amor de Dios. Si no nos ponemos en medio de ese rayo de amor, no llegaremos a brillar; porque Él dijo: «Yo soy el Camino, y la Verdad, y la Vida; nadie viene al Padre, sino por Mí» (Juan 14:6).
Hay que ver cuánto puede enseñarnos Dios aun a partir de un rayito de luz si somos lo bastante sencillos, como niños, para apreciarlo. «Si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios» (Mateo 18:3).
Para aprender del Señor hace falta detenerse, mirar y escuchar. Si no, nos vemos desbordados por los mil y un afanes de esta vida, en lugar de estar desbordantes de la verdad, amor y alegría de Él. Nos vence el mundo en vez de vencer nosotros al mundo por medio de Dios. Si vivimos muy atareados, o si tenemos prisa y andamos sumidos en nuestras preocupaciones y asuntos, nunca aprenderemos nada.
Observa los diamantes de polvo. No se esfuerzan por relucir. Simplemente dejan que la luz se refleje en ellos. No se afanan por resplandecer ni por moverse. No se dirigen a ninguna parte; no tienen prisa. Lo único que hacen es flotar silenciosamente en el aire de Dios.
Para... mira... escucha...y deja que tu polvo se convierta en diamantes que muestren la belleza de Dios.


La fe

Es fácil escuchar al Señor. Es cuestión de tener fe. Cuando se le pide una respuesta, hay que contar con ella y aceptar lo primero que venga. Si realmente creemos y le pedimos una respuesta al Señor, y queremos escuchar o ver algo, Él no nos defrauda. Y lo que veamos u oigamos con los ojos y oídos de nuestro espíritu será la respuesta del Señor, y nos proporcionará un alivio muy grande. Tenemos que contar con que Dios nos conteste. Nos basta con abrir el corazón para que entre.
Escuchar al Señor constituye nuestro alimento espiritual. Es preciso que aprendamos a escuchar a Dios a fin de crecer espiritualmente, por así decirlo. Un bebé es un magnífico ejemplo de dicho principio. Cuando pedimos a Dios que nos hable, se podría comparar con una criatura que llora porque tiene hambre. En este caso, se trata de nuestro alimento espiritual, lo que necesitamos para vivir.
Cuando un bebé llora para llamar la atención de su madre, a ella ni se le ocurriría negarse. En muchos casos, ese recién nacido tiene más fe que muchas personas mayores cuando oran, porque llora con la seguridad de que lo van a oír. Sabe —Dios le ha inculcado ese instinto— que si llama la madre le va a responder. Cuenta con que reaccione y lo consigue. Si pide leche, la madre no se la niega ni le da otra cosa (Lucas 11:1-13). Le da lo que necesita. De igual manera, cuenta con que lo primero que te venga a la mente o al corazón proviene del Señor.
Cerrar los ojos te ayuda a ver con el espíritu y dejar de pensar en las cosas y personas que te rodean; así te concentras en el Señor con actitud relajada, sin que nada te distraiga. Cuando le pidas que te hable, cree firmemente que lo que oyes o ves es un mensaje o visión de Él. Al pedirle que te hable, eres como un bebé que llora porque tiene hambre. En este caso, para que te dé el alimento espiritual que necesitas para vivir.
Cuando la madre toma en brazos a su hijo y se dispone a amamantarlo, ¿qué hace? Se descubre ante él. Digamos que se revela a su hijo. Si se trata de un recién nacido, debe llevarle el alimento a la boca. Le muestra donde está. Le pone el pezón en la boca. Con el tiempo el niño aprende dónde encontrar la leche. Lo mismo pasa al escuchar al Señor. Mientras más se practique recibir el alimento de Él, mejor se sabe dónde encontrarlo. Solo hay que abrir los ojos del espíritu para verlo y extender la mano para tomarlo.
La fe es la mano del espíritu que se extiende y recibe. Es la parte que hacemos nosotros, nuestro esfuerzo espiritual. Una vez que el pezón está en la boca de la criatura, esta empieza a mamar. Cuando pides a Dios alimento espiritual, Él te lo mete en la boca, pero si no succionas no sacas nada. Debes tener fe para empezar a extraerlo. Tienes que alimentarte de Dios mismo. Si no chupas, no sacarás nada. El niño succiona porque Dios ha puesto en él ese reflejo. Muchas veces tiene que hacerlo por un rato sin darse por vencido hasta que por fin saca algo.
La fe es una especie de fuerza extractora. Uno mismo extrae energía de Dios. ¿Cuál es el principio físico que saca la leche del pecho? Cuando el bebé chupa, crea intencionalmente un vacío dentro de la boca, y ese vacío extrae la leche. Del mismo modo, tienes que crear ese espacio en tu corazón. «Señor, aquí tienes este hueco; ¡llénalo!»
Al reducirse la presión, ¿qué es lo que llena ese espacio vacío? En realidad no es el niño. Lo único que hace él es crear ese espacio reduciendo la presión dentro de la boca, haciéndola inferior a la del pecho. De esa manera pasa la leche del seno de la madre a la boca del niño. El esfuerzo del niño consiste en succionar. Todo lo demás lo hace la madre.
La oración crea un vacío, y lo llena la presión del Señor. Cada vez que uno abre su espíritu, crea una zona de baja presión, y entra el Espíritu de Dios con todo Su poder.
¿Qué pasaría si el niño succionara con fuerza una vez y, viendo que no sacaba nada, se desanimara y diera por vencido? Tarde o temprano tendría tanta hambre que querría mamar otra vez sin parar. Cuando te pongas a succionar como si te fuera la vida en ello, deseando el alimento espiritual de todo corazón, acabarás por conseguirlo.
Hay que creer que lo que se recibe proviene del Señor y empezar a partir de ahí. Si no traga lo que ha recibido, el bebé no puede ingerir más. En la boca sólo cabe cierta cantidad de una vez. Uno se llena la boca y traga. Y luego el Señor la vuelve a llenar. Lo mismo pasa cuando se reciben mensajes de Él.
Dios da un poco para empezar. Luego, hay que hacer una pausa y dejar espacio para recibir más. En este caso, uno vacía la boca, traga creyendo que esas palabras o versículos de las Escrituras que Dios nos recuerda provienen de Él y diciéndolos en voz alta o anotándolos. Y luego hay que seguir tragando. El Señor no va a lanzar leche al aire para que se desperdicie ni a la boca de un bebé que no se la quiere tragar. No podemos tomar más cantidad de la que nos cabe en la boca. Si no tragamos, no recibimos más.
Del mismo modo, cuando pidas al Señor una visión y la recibas, ponte a describirla. Describe lo que veas, y te dará más. ¿Qué haces cuando ves una película? Absorbes las escenas de una en una. Sería imposible captarla del todo con una sola imagen. Se va asimilando de a poco.
A diferencia de la madre, la capacidad de Dios para dar es ilimitada, y lo que recibas solo está limitado por tu capacidad para recibir. Cuando recibe mensajes del Señor, al cabo de un rato uno se llena tanto que no aguanta más. Dios lo nutre hasta que deja de estar vacío. Tiene el estómago satisfecho y el espíritu contento.
El Señor siempre está presente. Es capaz de hablarnos y está más que dispuesto a hacerlo. Eso sí, no nos obliga a escucharlo. La madre puede acercar el pecho a la boca del bebé , pero si este toma un poco y deja de tragar, no recibe más. Hay que estar deseoso de lo que Dios ofrece.


La eficacia de la oración

El Señor deja que mucho dependa de nosotros, de nuestro interés y oraciones. Si solamente clamamos a medias, obtendremos media respuesta. En cambio, si clamamos con todo el corazón, nos da una respuesta clara y de todo corazón. Cuanto más intensa sea la oración, más nítido será el reflejo. La oración se refleja o es respondida con la misma intensidad con que se origina, como cuando se proyecta un haz de luz sobre un espejo.
Dios deja mucho en nuestras manos: si nosotros actuamos, Él también lo hace. Muchísimo depende de nosotros, de nuestra fe y oraciones y de lo que queramos que suceda. Si nos avivamos para rogar por una persona o una situación que lo necesite, Dios también se moverá y hará algo. Muchos tienen una actitud un poco perezosa y por lo visto piensan que Él lo hará todo, pase lo que pase. Pero lo cierto es que depende mucho de nosotros. Dios quiere que manifestemos interés orando, y que le pidamos en concreto lo que queremos.
Si de verdad tienes fe, Dios escuchará y responderá cada una de tus oraciones. Pero si no oras, no pasará nada. Depende muchísimo de nosotros. Tenemos que visualizar a las personas por las que oramos, rogar específicamente por ellas y pedirle al Señor que haga tal o cual cosa por ellas.
La oración se refleja en la respuesta con la misma intensidad con que se origina. Lo podríamos comparar con una onda de radio que da contra un satélite y se refleja según su intensidad. La potencia con que se genera determina la potencia con que se refleja y, a su vez, la que se recibe. El resultado de nuestra oración —la respuesta o ayuda que reciba la persona por la que oramos— depende de la intensidad o fervor de nuestra súplica. La persona no recibirá más de lo que enviemos.
¿Por qué hay respuestas tardan más en llegar que otras? Algunas oraciones se podrían comparar con ondas de radio que llegan a un planeta distante y rebotan. A veces tardan años, pero terminan por regresar.
Aunque nos gustaría que nuestras oraciones se respondieran de inmediato, es posible que eso no ocurra porque el Señor sepa que no es el momento indicado. Lo podríamos comparar con cuando se envía una nave espacial a la Luna. El momento depende de la posición de la Tierra y de la Luna. ¿Por qué se elige determinada fecha? Porque la Luna tiene que estar lo más cerca posible de la Tierra cuando llegue la nave espacial, a fin de que al momento del regreso a nuestro planeta, todavía esté lo bastante próxima para que la nave pueda realizar la travesía.
El billar también nos da una buena analogía. El juego tiene sus variantes, pero una de las más comunes se juega en una mesa con seis troneras o agujeros, y se utiliza una bola blanca para impulsar a las otras a las troneras.
La dirección y el impulso iniciales los determina el jugador, y de ello depende el resto de la partida. Las modalidades más típicas del juego son así: se mpieza juntando quince bolas numeradas, formando con ellas un apretado triángulo en uno de los extremos de la mesa. Un jugador da la tacada inicial para dispersarlas por la mesa. A continuación, dos o cuatro jugadores tratan de meter en las troneras tantas bolas como puedan de las numeradas. No está permitido cambiarlas de posición con la mano, ni siquiera la bola blanca, salvo en ciertos casos concretos. El jugador debe procurar darle a la bola blanca con el taco de tal forma que golpee a una de las bolas con el ángulo preciso para empujarla hasta una tronera o para que golpee a otra, si es necesario haciéndola rebotar una o más veces en las bandas laterales.
La oración funciona de manera muy parecida. Dios es el autor de las reglas del juego, y Él dio la tacada inicial. Las diversas personas y situaciones están en la posición que Él ha determinado, y hay que jugar conforme a Sus reglas. Él dispone en un principio la posición de las bolas, y tenemos que jugar a partir de ahí.
Lo que pase después depende mucho de la ubicación de las diversas personas y situaciones, pero nuestra forma de orar por ellas también determina el resultado. La manera en que formulamos la oración y pedimos a Dios que la responda se podrían comparar con la forma de golpear la bola blanca con el taco. La fuerza, el ángulo y el efecto de la tacada se complementan para determinar el resultado de la jugada.
En ciertas modalidades del juego, hay que golpear las bolas en un orden determinado. No se puede golpear una bola hasta que le toque su turno a su número. Naturalmente, el que numeró las bolas fue el creador del juego.
En tu condición de jugador, no determinas la posición que ocupará la bola blanca o las otras cuando les llegue su turno. Todo eso depende de dónde hayan quedado al esparcirse por la mesa al comienzo y de las jugadas posteriores. Hay que esperar a que la bola blanca y la que se quiere golpear estén en la ubicación precisa para entronerarla. Y luego hay dar un buen tacazo para meterla donde se quiere.
En cierto sentido, Dios es el jugador principal. Fue Él quien dio el tiro de apertura esparciendo las bolas. Conforme avanza la partida, entre Él y los demás jugadores van alterando la posición de las bolas con sus jugadas. La única diferencia es que Dios no trata de vencerte. Si estás de Su parte, te ayuda a ganar.
Como en las partidas por parejas, tu compañero es Dios y el de tu rival es el Diablo. Dios hace Sus jugadas para facilitarte las tuyas. Claro que por muy bien que te lo prepare todo, si no apuntas bien no servirá de nada.
Por otro lado, por muy buenas tacadas que des, la bola —o sea, la persona o situación por las que estés orando— tiene que estar en una posición determinada para que la puedas golpear bien. Aunque estés jugando muy bien, si el camino hacia el objeto de tus oraciones está obstruido, tus oraciones no le llegarán. Depende mucho también del destinatario de tus oraciones. Para que se beneficie de ellas, tanto tú como él tienen que estar en la posición debida.
Otro ejemplo que podemos poner son las ondas de radio. Digamos que se envía un mensaje vía satélite al otro lado del mundo. Para empezar, el mensaje no se transmitirá si el aparato no está enchufado a la corriente. En segundo lugar, el transmisor tiene que estar en buenas condiciones. Si es defectuoso o no está sintonizado, o lo está en una frecuencia errónea, no transmite bien y el mensaje no llega con claridad. Además, la antena debe estar bien apuntada para que el mensaje llegue al satélite de comunicaciones.
En esta ilustración, tú eres el transmisor con su antena, el Espíritu Santo la fuente de energía y la voluntad de Dios el satélite. El Señor determina y limita el rumbo de tu oración, en cierto sentido, porque si no la diriges a la zona que cubre el satélite, el mensaje no llegará. El satélite, que es la voluntad de Dios, está en una órbita fija que no puedes cambiar, al igual que el designio general de Él, que también es fijo. Tienes que servirte de la antena para enviar tu oración dentro de los límites de la órbita fija del satélite. No servirá de nada si diriges el mensaje a otra parte. Tienes que apuntar bien.
Si estás bien sintonizado, el Espíritu Santo la dirige. Si tu transmisor es automático y el Espíritu Santo lo dirige, todo se sintoniza por sí solo, la potencia, la emisión y la dirección, mediante la computadora del Señor, sin que haya posibilidad de error. En cambio, si te pones a manosear los controles por tu cuenta, puedes echarlo todo a perder. Además, el satélite de la voluntad del Señor debe estar en la posición precisa para que la comunicación rebote hacia el receptor, y este debe encontrarse en la posición debida para tener recepción.
Como ves, son muchos los factores que influyen en el curso de la oración. Naturalmente, ese es uno de los motivos por los que no siempre se obtienen respuestas inmediatas. Puede que el problema esté en uno, o que no sea el momento indicado por Dios debido a que Su satélite aún no se encuentra en la posición debida. El problema también podría estar en el otro extremo.
Eso nos lleva a otra pregunta: ¿es necesario seguir rezando la misma oración una y otra vez hasta que Dios la responda, tal vez dentro de años? Para responder a eso, yo diría que lo más probable es que con la primera oración bastaría. Pero puedes continuar orando y recordarle al Señor que estás verificando si todavía está conectado, o si ya se ha comunicado con el destinatario. También puedes seguir emitiendo ondas rastreadoras confiando en que el receptor se sintonice y la capte.
En resumen, la oración depende de tres factores principales: tu posición, la de Dios, la de la persona o situación por la que ores y la manera en que lo hagas.
Volviendo a la ilustración de las bolas de billar, diríamos: depende de la posición de la bola blanca, la de la bola la que vas a golpear y la de la tronera, además de la manera en que tires o golpees la bola. Tú no determinas totalmente el resultado, tampoco la persona por la que oras, y Dios se ha fijado límites para no determinarlo totalmente, dejando que influya tu posición y la de los demás.
En la ilustración de la transmisión por radio, la posición del satélite de Dios es fija, pero la manera en que se utiliza depende de ti y del beneficiado. Dicho de otro modo: Dios ha fijado la posición general de Sus designios; pero el lugar que ocupes dentro del plan dependerá de tu posición y de la de la persona o situación por la que ores, y de que apuntes bien para que llegue la señal al satélite.
Él ha dejado mucho en nuestras manos, y también en manos del destinatario. Él siempre hace Su parte; Su órbita es fija, y Su satélite siempre está en la posición precisa. Por tanto, lo único que puede alterar el resultado es tu posición y la del beneficiado, así como la energía y dirección en que transmitas.
La oración es también como un problema matemático: mientras más complicado sea y más factores tenga, más difícil será dar con la solución. En un problema sencillo como cuánto son dos más dos, la solución es fácil. En cambio, para resolver los problemas más complejos hace falta tiempo.
Así funciona la oración. Si lo que se pide se ajusta a la voluntad de Dios —lo que a Su juicio es lo mejor para todos los afectados—, si tanto tú como el destinatario de tu oración están en la posición debida, y si apuntas con precisión y en el momento preciso, ¡darás en el blanco y lograrás el efecto deseado!


Pies de fe

(Carta dirigida a un matrimonio al que le nació un bebé con los pies deformes.)

Apreciadísimos hijos:
Estamos orando por su bebé. El Señor ha hecho una promesa sobre los pies: «Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sion: “Tu Dios reina”» (Isaías 52:7).
Recuerden que nada ocurre por casualidad. Dios escribe derecho con renglones torcidos, aunque no sea por otro motivo que obligarnos a ejercitar nuestra fe para la curación y ponerla de manifiesto a fin de estimular la fe de otros. Quién sabe si el Señor les va a encomendar esa misión. Él necesita más cristianos que tengan el don de curación, no solo por el bien de ellos mismos, sino también para despertar la fe de los que no creen y animarlos a confiar en el Señor.
Así que «no seas incrédulo sino creyente» (Juan 20:27). Mientras rogaba por ustedes y por el niño, recibí el siguiente versículo del pasaje del Evangelio de Juan acerca del ciego: «No es que pecó este, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él» (Juan 9:3). ¿Habrá algo difícil para el Señor? Qué va, eso es poca cosa para Él, para el Dios que lo creó (Jeremías 32:27). Si Él puede crear un niño, sin duda también puede enderezarle los pies. El que lo creó puede también corregir lo que no esté bien, indudablemente.
Les aconsejo que rueguen con fervor por su hijo, tal vez con otras personas, y cuenten con un milagro. Hagan la parte que les corresponde, y dejen lo demás en manos de Dios.
«Nada hay imposible para Dios», y «al que cree todo le es posible». (Lucas 1:37; Marcos 9:23). Confíen en el Señor. Él nunca falla. Él nunca ha dejado de cumplir ninguna de Sus promesas (1º de Reyes 8:56).
Mi familia y yo hemos sufrido muchas dolencias. Hemos tenido muchas enfermedades y lesiones graves, pero Dios las ha curado todas. «El hombre honrado pasa por muchos males, pero el Señor lo libra de todos ellos» (Salmo 34:19, versión Dios habla hoy). Cuando yo tenía tres años, me pasó un auto por encima del pie. El médico dijo que tenía muchos huesos triturados y no volvería a caminar. Pero mis padres tuvieron fe en Dios y oraron, ¡y desde entonces no he dejado de caminar! El Señor me restituyó completamente el pie, como si no hubiera pasado nada.
En cierta ocasión, trabajé para uno de los cristianos más ejemplares que haya conocido: el doctor A.U. Michelson. Jamás conocí a un hombre más humilde, más amable, más compasivo, con más amor y más trabajador. Fue un célebre misionero que desempeñó su labor entre sus hermanos judíos de los EE.UU. Había fundado la primera sinagoga judeo-cristiana del mundo, y tenía un programa evangélico dirigido a los judíos que se emitía por cientos de emisoras de muchos países. Ganó sin duda miles de almas, y estoy seguro de que Dios debe de haberlo galardonado generosamente en el Cielo.
Sin embargo, tenía los pies tan torcidos que daba pena, y se pasó la vida sufriendo constantemente y caminando con muletas. Quizás por eso tenía tanta compasión de los demás. Consolamos a otros con el consuelo que nos da Dios (2 Corintios 1:4). ¿Cómo podemos ser más que vencedores? Siendo buenos perdedores, e incluso alabando a Dios en el dolor. El doctor Michelson tenía una fe prodigiosa para ganar almas y recaudar fondos con los que mantenía a misioneros en muchas partes del mundo. Pero por lo visto nunca tuvo la fe para curarse, a pesar de que muchos otros sí se sanaron gracias a sus oraciones.
¿Quién sabe cuál será la voluntad de Dios? Lo único que podemos hacer es creer en Sus promesas, orar y contar con que responda. A veces estas cosas nos suceden para acercarnos mucho más al Señor, para mantenernos humildes y más dependientes de Él, y otras veces para que maduremos espiritualmente. En cualquier caso, Dios lo hace por una razón y por amor. Cuando hayamos aprendido lo que quiere enseñarnos, o bien las circunstancias sean propicias al resultado que Dios desea, Él dice: «Que sea sanado» (Hebreos 12:13). Él prefiere curar. Quiere sanarnos, pero también desea que aprendamos de nuestras enfermedades y que dejemos que estas cumplan el propósito de Él.
Aunque en algunos casos fueron necesarios años de paciente espera para que Jesús o los discípulos llevaran la salud a personas enfermas, en el momento indicado Dios hizo el milagro, como cuando sanó al cojo de nacimiento y a consecuencia de ello se convirtieron cinco mil almas en un día impulsando a la iglesia primitiva por sendas de gloria. (Hechos 3:1-12; 4:4.) Así que cuenten con milagros que glorifiquen a Dios.
Estudien las Escrituras y entiendan lo que significa «los cojos arrebatarán el botín» (Isaías 33:23) y «el cojo saltará como un ciervo» (Isaías 35:6). «Para ustedes que temen Mi nombre se levantará el sol de justicia trayendo en sus rayos salud» (Malaquías 4:2, NVI). Como señal de que era el Mesías, Jesús hasta dijo que había hecho andar a los cojos (Mateo 11:5). Y también promete: «Yo soy el Señor Tu sanador (Éxodo 15:26). «Él es quien sana todas tus dolencias, el que perdona todas tus iniquidades» (Salmo 103:3). No hay excepciones; ¡Dios puede curar cualquier cosa!
Los milagros no son cosa del pasado. El nuestro sigue siendo un Dios de milagros. En nuestro ministerio actual ponemos más el acento en los milagros de salvación y transformación espiritual. Sin embargo, Dios todavía se dedica a transformar el cuerpo de quienes lo necesiten, no solo el corazón, la mente y el espíritu.
Yo mismo soy un testimonio viviente del poder sanador de Dios, porque hará unos treinta años me desahuciaron. Cuando tenía veintidós, estaba tan enfermo del corazón que el médico me dijo que si guardaba cama tal vez viviría un año, pero prometí al Señor que si me curaba le serviría, y desde entonces no he dejado de hacerlo. Ya tengo cincuenta y dos años (1971), y gozo de mejor salud que nunca. Jesús nunca falla. Dios no sólo es capaz de sanar, sino que además quiere hacerlo. Está más dispuesto a dar que nosotros a recibir.
«No perdáis vuestra confianza que tiene grande galardón, porque os es necesaria la paciencia para que habiendo hecho la voluntad de Dios obtengáis la promesa» (Hebreos 10:35-36). Crean a Dios. Él nunca falla, aunque le seamos infieles, aférrense a Su Palabra. Él dice: «Mandadme» (Isaías 45:11). Exijan la respuesta, cuenten con ella. Dios la ha prometido.
Y no olviden que todo redunda en bien de los que aman al Señor (Romanos 8:28) y que esta situación contribuirá al bien de ustedes y glorificará a Dios. Ámenlo, confíen en Él y alábenle más que nunca, y yo sé que no los defraudará. Él no puede negarse a Sí mismo. Lo obliga Su Palabra. Recuérdensela. Aférrense a Sus promesas, apréndanselas de memoria y cítenlas continuamente, y no duden ni por un instante que Dios va a responder. ¡Claro que responderá! Tiene que hacerlo. Quiere. Confíen en Él. Y denle gracias por la respuesta, aunque no la vean de inmediato. La prueba de vuestra fe es mucho más preciosa que el oro (1 Pedro 1:7). Que Dios los bendiga. Los tengo presentes en mis oraciones.


La operadora

¿Tenemos conciencia del alcance de nuestras oraciones? Las activa el Espíritu de Dios, que tiene un poder ilimitado. Da igual que se pida por algo importante o de poca monta, por quién se ruegue o dónde se encuentre esa persona. Nuestras oraciones llegan hasta ella, esté donde esté. Dios ni siquiera tiene que averiguar su dirección; ya la conoce.
Deberíamos rezar más por los demás. Hay muchísimas personas a las que podríamos ayudar con nuestras oraciones. Cuando pensamos en alguien o nos enteramos de una situación que lo requiere, podemos hacer una oración.
El mero hecho de pensar en alguien o en algo no constituye en sí una oración. El pensamiento es solo el principio de la plegaria. Es como un empleado a la espera de que le digan lo que tiene que hacer. Si se queda cruzado de brazos nunca hará nada. No basta con pensar en alguien. Hay que enviar al mensajero. Hay que poner el pensamiento por obra convirtiéndolo en oración. «Todo cuanto pidiereis al Padre en Mi nombre, os lo dará» (Juan 16:23). Cuando se reza en el nombre de Jesús, la oración corre como si fuera un mensajero. Esa es la diferencia entre un pensamiento y una oración.
Muchísimo depende de nuestras oraciones, porque aunque Dios es todopoderoso, se ha comprometido a obrar en gran medida a través de nosotros. Cuando pensamos en alguien a quien queremos o que nos inspira compasión o sabemos que necesita ayuda, es Dios quien nos infunde ese pensamiento. Es como una llamada telefónica. Dios, desde Su Espíritu, envía la llamada inicial a nuestra mente. Nosostros hacemos las veces de la operadora que está en la central. Nos da el número que quiere marquemos, y a nosotros nos corresponde establecer la conexión para transmitir el mensaje a quien vaya dirigido. Cuando Dios hace la llamada y la conecta en nuestra mente, pensamos en cierta persona. Pero luego tenemos que establecer la conexión y transmitírsela a esa persona. Somos el enlace entre Dios y ella, y nuestras oraciones son las que entablan la comunicación.
No podemos limitarnos a pensar: «Pobre, ¡qué pena me da!» Si en vez de conectar con el número de teléfono correspondiente y transferir la llamada nos conformamos con apenarnos del destinatario, es como si le dijéramos a Dios que no tiene caso, que ni Él ni tú pueden hacer nada. Esto es lo que pasa cuando no se entiende o no se cree en la eficacia de la oración. Si se cree, se envía esa oración, esa comunicación. La operadora tiene que creer que la comunicación proviene de Dios, y también que puede conectarse y comunicarse con el destinatario; en eso consiste la oración. Nuestra fe es la mano que acciona el conmutador, que transmite el mensaje de Dios al receptor.
Dios es el que llama, aunque trata de hacer pasar la llamada a través de nosotros porque quiere enseñarnos lo que es de verdad amar: establecer contacto entre Dios y alguien que necesita nuestra atención. Por medio del amor nos convertimos en el enlace entre Dios y esa persona que necesita nuestro amor y el de Dios. Por amor, nos convertimos en la conexión entre Dios y esa persona. Por nosotros mismos, enemos muy poca capacidad para actuar, pero si estamos dispuestos a entablar conexión podemos llegar a cualquier persona a quien Dios quiera comunicar Su amor. ¿Verdad que es una maravilla?
En primer lugar, hay que conectarse a la fuente de energía, que es Dios, para estar en condiciones de establecer el enlace. En segundo lugar, hay que hacer establecer la conexión. Aunque haya corriente, hay que aprovecharla, y para ello hay que accionar el interruptor a fin de que llegue la comunicación. Si somos perezosos, lentos o negligentes y no hacemos la conexión, la comunicación y el amor no llegarán a las personas a las que quiere hacérselo llegar el Señor.
Depende en muy buena parte de la oración, y también depende mucho de nosotros. Hay cantidad de personas que necesitan y desean captar la señal, y desgraciadamente son muchos las casos en que no hacemos conexión. No accionamos el interruptor ni enchufamos la clavija para hacer posible la llamada. Tenemos un interruptor en la mente; solo hace falta accionarlo. Por mucho que llame Dios, algunos no reciben las comunicaciones de Él por culpa de operadoras despreocupadas que no se molestan en conectarlos.
Ahora bien, las operadoras no siempre consiguen comunicarse por diversos motivos: malas conexiones, líneas congestionadas, interferencias o una avería en el otro extremo de la línea. Aunque no siempre se consigue, hay que hacer el intento. Tenemos el deber de orar. Hay que orar y procurar comunicarse. A partir de ahí, si algo anda mal en el otro extremo, no es culpa nuestra. Ni las mejores telefonistas consiguen siempre comunicarse, aun después de muchos intentos, pero al menos hacen su parte. Y así debe ser también nuestra fe.
En cuanto oras por alguien, el mensaje ya está en camino. La llamada ya pasó por la central y está sonando el timbre del teléfono de la persona a la que se llama, que lógicamente tiene que contestar. Sin embargo, algunos no oyen el teléfono o no lo descuelgan, y por tanto no les llega el mensaje. No se les puede obligar a responder. Nuestro deber se limita a pasar la llamada. Una vez que el mensaje se transmitió, la responsabilidad es del destinatario.
Muchos obtendrían todas las respuestas a sus interrogantes, la solución a todos sus problemas y el mensaje de Dios con solo contestar el teléfono y escuchar, pero algunos ni quieren escuchar. También hay quienes contestan y escuchan un poco pero no les interesa el mensaje, o les parece que no es importante y cuelgan; ¡qué pena!
¡La oración es así de simple! Cuando Dios nos induce a pensar en alguien, nos está enviando un mensaje. Está telefoneando a una persona y quiere que hagamos las veces de operadora y pasemos la llamada por medio de la oración.
¡Cuánto podríamos hacer orando! Podemos rogar por una pobre chiquilla, por una persona sin techo, por un presidente, un país o cualquier otra persona o cosa. Podemos invocar a Dios y poner en marcha Su poder. La Palabra de Dios dice: «Está el corazón del rey en la mano del Señor; a todo lo que quiere lo inclina» (Proverbios 21:1). «Así dice el Señor, el Santo de Israel, y su Formador: Preguntadme de las cosas por venir; mandadme acerca de Mis hijos y acerca de la obra de Mis manos» (Isaías 45:11). Nuestras oraciones son capaces de hacer portentos y alterar el curso de la historia.
El mundo jamás sabrá cuánto se perdió o no sé logró por falta de oración, así que no nos olvidemos de orar. Tú eres la telefonista. Tienes el deber de comunicar el mensaje. Por lo que más quieras, no dejes de hacerlo, o alguien podría perderse una importante llamada de Dios. Sé una operadora eficiente. ¡Ora!


La oración ferviente

¿Cuándo te pones a orar en serio? ¿Cuándo desahogas tu corazón ante el Señor? Debería haber algún momento en que realmente te conectaras con el Espíritu y establecieras una comunicación estrecha con Jesús. Es muy importante; desahogar el corazón ante el Señor en oración es provechoso para tu alma y para tu estado espiritual.
Hay momentos en que no tienes más remedio que ponerte serio con Dios. Tiene que haber algún momento en que clames al Señor de todo corazón. Entonces sí que te responde (Jeremías 29:13).
Todas las oraciones que rezamos a diario son legítimas y está muy bien que las hagamos. Estoy seguro de que el Señor las escucha, sabe que son sinceras, y por tanto las responde. Pero hay veces en que tenemos que clamar a Él con fervor por ciertas situaciones y personas que necesitan de nuestras plegarias.
A veces Dios tiene que permitir que nos sobrevengan dificultades o contratiempos para que acudamos a Él en serio, para que roguemos con fervor. Él quiere que seamos felices, y normalmente lo somos. Sin embargo, es inevitable que haya momentos en que no estemos satisfechos con la forma en que transcurre nuestra vida, momentos en los que acudamos al Señor afanosamente y le roguemos con fervor que efectúe algún cambio que necesitamos. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste eso? ¿Lo haces alguna vez?
¿Cuándo te empeñas de verdad y oras con fervor y mediante el Espíritu por tus hijos u otros familiares, por tus amigos y allegados? El profeta Isaías dijo: «Nadie hay que invoque Tu nombre, que se despierte para apoyarse en Ti» (Isaías 64:7). Si no nos despertamos para orar, a veces me pregunto qué alcance tendrán nuestras oraciones.
El Señor nos espolea diciéndonos: «Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón» (Jeremías 29:13). Doy por descontado que tus oraciones de todos los días son sinceras, pero hay ocasiones en que también tenemos que rogar fervorosamente por alguna situación seria. Es algo que debemos hacer todos, ¡y más nos vale! De otro modo, puede que Dios deje nos suceda algo que nos obligue a ponernos afanosos y a orar en serio.
¿Y tú? ¿Ruegas al Señor con toda el alma? Clama a Él con todo tu corazón, y de seguro te responderá. ¡Lo ha prometido!


Las 7 maneras de conocer la voluntad de Dios

¿De qué modo debemos abordar los cristianos la toma de decisiones? En el fondo, ¿qué buscamos cuando nos vemos frente a una alternativa? La voluntad de Dios. La pregunta fundamental es entonces: ¿cómo averiguar la voluntad de Dios?
Un buen pasaje sobre el tema se encuentra en Romanos 12, versículos 1 y 2: «Hermanos, os ruego que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que conozcáis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta».
Por tanto, ¿cuál es el primer requisito para averiguar la voluntad de Dios? No tener voluntad propia. Entregarle nuestra voluntad, nuestro cuerpo y nuestra mente al Señor. Naturalmente, todos tenemos libre albedrío; la diferencia estriba en que en nuestra condición de cristianos se entiende que ya optamos por someter nuestra voluntad a Jesucristo, y por tanto permitimos que sea Él quien tome las decisiones. El siguiente es uno de mis poemas preferidos sobre el tema:

Dios lo sabe, te ama y te cuida,
nada puede borrar Su Verdad.
A los que dejan que Él elija,
lo mejor de lo mejor les da.

Aunque no está tomado de las Escrituras, se ajusta mucho ellas: «Dios lo sabe, te ama y te cuida»... ¿crees que es así?; «nada puede borrar Su Verdad». ¿Es cierto? «A los que dejan que Él elija, lo mejor de lo mejor les da». Si eres hijo Suyo y le permites que decida por ti, ¿qué va a escoger? Lo que más te convenga, lo que a la larga te haga feliz.
Algunos dirían: «Sí, yo he sometido mi voluntad a Dios, le he entregado mi vida, confío en Él; pero todavía no consigo descubrir Su voluntad. Sigo confundido. Ni siquiera comprendo el problema, menos aún la solución.» Ese es un problema al que casi todos nos hemos enfrentado alguna vez.
¿Cómo se averigua entonces la voluntad de Dios? ¿Cuál es el primer requisito según ese pasaje del capítulo 12 de Romanos? Entregarle nuestra mente, nuestro cuerpo y nuestra voluntad. Así se averigua, y sin necesidad de esperar mucho, pues uno adopta una actitud propicia para que Dios se la revele.

1. La Palabra
El lugar primordial donde buscamos la voluntad de Dios es en Su Palabra, en la Biblia. Esa es la voluntad de Dios patente, certera, absoluta y revelada. No hay lugar a dudas, es la verdad. Así Dios nunca nos vuelva a hablar, si nos limitamos a actuar conforme a las enseñanzas de la Biblia, nos irá de maravilla.
Aunque nunca recibamos una sola revelación, ni oigamos voces celestiales, ni recibamos profecías ni obtengamos nunca ciencia, sabiduría, discernimiento ni dotes para sanar; aunque jamás obremos un milagro, con solo actuar de acuerdo con la Palabra de Dios lograremos mucho. Encima, es probable que con el tiempo consigamos todos los otros dones espirituales por añadidura.
Algunos no aprecian la Biblia como deberían. Se la tienen que servir en bandeja. No saben extraer por sí mismos el alimento espiritual, la nutritiva Palabra de Dios. Para ciertas cosas es preciso esforzarse. «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la Palabra de verdad» (2 Timoteo 2:15).

2. La voz de la Palabra
La segunda manera de conocer la voluntad de Dios es por la voz de Su Palabra. Además de hablarnos directa y llanamente en ella, el Señor también lo hace por medio de lo que se denomina la voz de Su Palabra. El Salmista dice: «Bendecid al Señor, vosotros Sus ángeles, poderosos en fortaleza, que ejecutáis Su Palabra, obedeciendo a la voz de Su precepto». (Salmo 103:20).
¿Te ha pasado alguna vez que al leer determinado pasaje de las Escrituras, de repente un versículo, una frase o incluso una palabra cobran vida y se te hacen tan claros como el agua? Pareciera que se hubieran escrito para ti y que esa fuera la solución que buscas. O quizá estés orando para saber que hacer en cierta situación y el Señor te recuerda un versículo o un pasaje que es precisamente la clave para salir de la encrucijada en que te encuentras. Está tan claro que Dios no habría podido decírtelo más categóricamente. Esa es la voz de la Palabra; nos habla a través de la Palabra escrita. Quizá se trate de un texto dirigido a algún personaje de hace 6000 años, y sin embargo, de golpe te habla a ti.
De modo que la primera forma de descubrir la voluntad de Dios es por medio de Su Palabra, la Biblia. En segundo lugar está la voz de la Palabra: un versículo, frase o pasaje de la Biblia que parece saltar de la página y nos habla personalmente.

3. Revelaciones directas
¿Cuál sería la indicación más segura de que algo es la voluntad de Dios? Una revelación que venga directamente de Él en forma de profecía, sueño, visión o voz.
Una profecía tanto puede ser uno o más versículos de la Biblia que Dios nos recuerde, como algo totalmente nuevo. Cuando le pido a Dios la solución a un problema determinado, muchas veces me da algo de las Escrituras, algo que ya estaba escrito en la Biblia. Me recuerda a aquella antigua canción:

Qué base más firme, santos del Señor,
tenéis para vuestra fe en la Palabra de Dios.
¿Qué más va a decir que no haya dicho ya?
Cuando un refugio fuisteis en Cristo a buscar.

Comprueba que la revelación directa no contradiga la Palabra de Dios. «No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo» (1 Juan 4:1). Cerciórate de que concuerde con Su Palabra.

4. Consejeros inspirados por Dios
El cuarto lugar de la lista lo ocupan los buenos consejeros. «En la multitud de consejeros hay seguridad. [...] Los pensamientos son frustrados donde no hay consejo; mas en la multitud de consejeros se afirman» (Proverbios 11:14;15:22). Están en condiciones de aconsejarnos por inspiración divina las personas que no se limitan a creer en la Biblia, sino que predican con el ejemplo. No son tan solo oidores; también son hacedores de la Palabra de Dios. (Santiago 1:22.)
Un consejero inspirado por Dios es alguien que ama al Señor y demuestra por su manera de vivir el buen fruto de una vida en comunión con Él. (Mateo 7:15-20). Si quiero aprender a tocar el piano, no iré a la facultad de administración de empresas; acudiré a un pianista que toque bien. Si deseo aprender a cocinar, no recurriré a un técnico en computación; me dirigiré a alguien que sepa cocinar y cuya comida ya haya probado. Del mismo modo, los consejeros inspirados por Dios son personas en quienes se puede confiar porque en su vida se observa el buen fruto espiritual que llevan.
Dios no sigue necesariamente este orden exacto en cuanto a los medios de revelar Su voluntad. Puede ser que primero hable con una profecía que luego se pueda confirmar con Su Palabra. O también puede hablar por la voz de su Palabra, y luego se pueden estudiar otros pasajes para ver qué dice en general del tema. No podemos encasillarlo y afirmando que debe hablarnos de tal o cual manera o en determinado orden. Estos son simplemente diversos métodos de los que se vale. Lo decimos por experiencia y por lo que ha dicho en Su Palabra escrita.

5. Puertas abiertas y cerradas
La quinta manera de conocer la voluntad de Dios es por medio de las circunstancias. En general, es un medio poco eficaz de averiguar lo que Dios quiere que hagamos, pero a veces puede servir de indicación. Algunos llaman a este método puertas abiertas y cerradas. (1 Corintios 16:9; 2 Corintios 2:12; Apocalipsis 3:7-8).
En una ocasión, hace muchos años, los dirigentes de mi iglesia decidieron no enviarnos a mí y a mi familia de misioneros a cierto país, y me dieron varias razones por haber tomado aquella determinación: que el país no admitía más misioneros, que había escasez de alimentos y que yo no había logrado reunir el dinero para nuestros pasajes. Al ver todas esas puertas cerradas, opiné, igual que ellos, que no debíamos trasladarnos a ese país. Justo entonces abrió Dios una puerta de par en par, un lugar en que servirle donde había millones de personas a la espera del Evangelio.
A fin de determinar cuáles son las puertas que están abiertas y cuáles están cerradas, conviene hacerse las siguientes preguntas: ¿Hacia donde parece que nos quiera llevar Dios? ¿Donde hay oportunidades para servirle? ¿Dónde habría una buena posibilidad de trabajo? ¿Para qué dirías tú que está proporcionando los medios y en qué dirección está abriendo camino? Esta es una forma de descubrirlo: observar la situación, las circunstancias, las puertas abiertas y cerradas.

6. Fuertes impresiones, o el testimonio del Espíritu
Eso nos lleva al número seis: el testimonio del Espíritu. Hablo de una convicción intuitiva y precisa que nos infunde fe. Uno está seguro de que seguir determinado rumbo es la voluntad de Dios. Es posible que el Señor no nos lo comunique con una voz audible o una señal visible; más bien se trata de una suave y serena vocecilla que nos habla al corazón (1 Reyes 19:12), una convicción profunda. Algunos lo llaman fuertes impresiones.
No es que me guste guiarme por impresiones, ya que a veces pueden desencaminarnos. Pueden provenir de un espíritu que no sea de Dios. No obstante, algunas impresiones nos las da el Señor a modo de indicación de que cierto proceder es Su voluntad. El Espíritu de Dios nos habla al corazón respecto de una decisión que debemos tomar o nos da una firme convicción sobre algo que quiere que hagamos.
A veces, el testimonio del Espíritu nos advierte que no hagamos algo, nos avisa que no es Su voluntad. Oimos en nuestro interior una vocecilla que nos dice. «Detente, no lo hagas. Cuidado». Aunque el Espíritu Santo no nos lo comunique con palabras, sabemos de sobra lo que nos quiere decir.
Así pues, la sexta manera de conocer la voluntad de Dios es por medio del testimonio del Espíritu.

7. Señales o vellones
Por último, ¿cuál es la séptima manera de determinar la voluntad de Dios? A veces se le puede pedir una señal específica. Es lo que se llama un vellón. El término viene de un relato sobre Gedeón en el Antiguo Testamento (Jueces 6:36-40). Él quería saber cuál era la voluntad de Dios en un asunto concreto, y una noche puso un vellón en el suelo y le dijo: «Señor, si mañana el vellón queda seco y toda la tierra húmeda, entenderé que eres Tú quien me habla y me dice que haga tal y tal cosa». Aunque Dios cumplió y le dio aquella señal, Gedeón no quedó del todo convencido, de modo que le pidió que le diera la señal contraria: «Ahora, Señor, si mañana el vellón está mojado y la tierra seca, lo creeré». De modo que si recurres a señales o vellones, haz una segunda verificación.
A mí me gusta recibir una señal del Señor, confirmar Su voluntad con un vellón, para saber que voy bien encaminado. Ese es un medio de hacerlo: pedirle una señal, poner un vellón, pedirle que se dé una circunstancia en particular.

Conclusión
¿Cómo averiguar entonces la voluntad de Dios? Sometiéndonos del todo a Él. «No os conforméis a este mundo —la forma terrenal de hacer las cosas—, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta».
A veces, para saber cuál es la voluntad de Dios es preciso averiguar lo que no lo es. Luego de probar los otros métodos, si todavía no sabes cuál es Su voluntad, te aconsejo que te mantengas ocupado. No tardarás en saber si lo es. Limítate a pedirle que te guíe y ponte a trabajar. El barco tiene que estar en movimiento para que el timón funcione.
No se puede llegar a saber cuál es la voluntad de Dios quedándose cruzado de brazos. En una ocasión, alguien que conocí me dijo que estaba haciendo precisamente eso. Afirmó que el Señor lo había llamado a las misiones, y que desde que lo descubrió se limitó a esperar, haciendo poco o nada, ya que estaba «esperando a que el Señor actuara». Pues bien, según lo veo yo, mientras él esperaba a que Dios hiciera algo para ponerse en marcha, en realidad Dios estaba esperando a que él se pusiera manos a la obra.
Así pues, que Dios nos ayude no solo a saber cuál es Su voluntad, sino también a actuar conforme a ella. «Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis» (Juan 13:17).

Resumen
Las 7 maneras de conocer la voluntad de Dios

La Palabra
La voz de la Palabra
Revelaciones directas
Consejeros inspirados por Dios
Puertas abiertas y cerradas
Fuertes impresiones (el testimonio del Espíritu)
Señales o vellones



Escoge

(Carta dirigida a una persona que estaba a punto de tomar una decisión trascendental relacionada con una propuesta de matrimonio.)

Tal vez te sorprenda saber que a Dios le gusta que Sus hijos decidan por sí mismos dentro del marco de la voluntad de Él. En tanto que se deleiten en el Señor por encima de todo y quieran hacer Su voluntad, Él también se deleita en concederles deseos personales, pues Él mismo nos infunde esos deseos cuando lo complacemos. Su Palabra dice: «Deléitate en el Señor, y Él te concederá las peticiones de tu corazón» (Salmos 37:4). Si lo amamos con todo el corazón, esos deseos suelen ser buenos, ya que no queremos otra cosa que complacerle. Por eso, nuestro deseo personal en cada situación tiene mucho que ver con la voluntad de Dios. Él nos da lo que deseamos y aquello para lo que tenemos fe.
Mi madre siempre decía: «En la duda, abstente». La Biblia también nos advierte: «Todo lo que no proviene de fe es pecado» (Romanos 14:23). Si se tiene la firme convicción de que algo es la voluntad del Señor, y la Palabra de Dios lo corrobora, hay que hacerlo, digan lo que digan los demás. Igualmente, si se está seguro de que algo no se ajusta a la voluntad de Dios, no debe hacerse, independientemente de lo que les parezca a otros. Y si uno no está seguro de que sea conforme a la voluntad de Dios, naturalmente, lo mejor que puede hacer en la incertidumbre es esperar en el Señor hasta que Él lo esclarezca de una manera u otra.
Entre tanto, no te dejes convencer por otros de que tal o cual cosa es del Señor y está bien hacerla, o de que tal otra se ajusta a la voluntad de Dios, si Él todavía no te lo ha revelado a ti con claridad. Simplemente explica que estás esperando a que Él te indique Su voluntad. Todo puede ser, porque para Dios nada es imposible, ya que al que cree todo le es posible (Lucas 1:37; Marcos 9:23). Eso sí, uno tiene que estar convencido y no dejarse influir por otros. Debe ser una decisión personal, aquello para lo que se tenga fe. En ese caso, si se ajusta a la Palabra de Dios, es que proviene de Él.
Cuando se toma una decisión trascendental, como la que vas a tomar ahora, muchas veces conviene ver si supera la prueba del tiempo. Por eso, yo aconsejaría esperar hasta estar convencido —mentalmente y de corazón— de cuál es la voluntad de Dios. Como dijo Pablo: «Cada uno esté plenamente convencido de lo que piensa» (Romanos 14:5).
En los asuntos del corazón, no se debe actuar impulsado tan solo por el sentido del deber. Tiene que haber una gran medida de amor sincero, de amor personal y también de amor a Dios. Si es Su voluntad, Él nos da esa clase de amor, amor verdadero. En toda relación sentimental en que no exista esa clase de amor, es probable que uno sólo se acarree pesares y haga sufrir a muchos, él mismo incluido. Por el contrario, si se trata de verdadero amor, del de Dios, se sobrepondrá a todo. Mientras tanto, en tu lugar, yo esperaría a estar seguro.
En esto del matrimonio, Dios sabe que los dos necesitan a alguien que les brinde compañía y consuelo, que sea una fuente de ánimo y dé buen ejemplo. Me refiero al alma gemela que Dios sabe que necesita cada uno de Sus hijos. Es posible que los dos ya hayan dado con la voluntad de Él. Si no, puede que la hayan interpretado mal a causa de consejos desacertados aunque bien intencionados de otros o de uno de los dos. Y en todo caso, si no se quieren de verdad, puede que al casarse cometan un error aún más grave.
Tú mismo tienes que decidir. No permitas que otro elija por ti. Si de verdad amas a esa persona y ella te corresponde tu amor, y es la voluntad de Dios, ninguna otra cosa te satisfará. Sea como sea, la decisión es tuya y de nadie más. Nadie puede decidir en tu lugar, ni siquiera Dios.
Ese es uno de los misterios relacionados con la voluntad y los designios de Dios: que nos haya concedido a cada uno la inmortal soberanía de elegir. Y por extraño que parezca, al Señor le agrada concedernos la oportunidad de escoger —dentro de Su voluntad— entre varias alternativas, si así lo queremos. Es lo mismo que haríamos nosotros con nuestros hijos al dejarles escoger un juguete o un juego, en tanto que sea seguro y buenos para ellos y no perjudique a otros. Se trata de un concepto que muchos no entienden: por ser nuestro Padre celestial que nos quiere, a Dios le gusta mucho que escojamos nosotros.
Si una decisión que tomaste no resultó acertada, es posible que el error fuera tuyo. O quizá dejaste que otros influyeran de más en tu decisión. Que no te vuelva a suceder. Esta vez decide tú mismo. Si algo es beneficioso para nosotros, Dios siempre nos da lo que queremos, porque nos ama y «no quitará el bien a los que andan en integridad» (Salmo 84:11). Si se trata de algo bueno para nosotros y para aquellos a los que pueda afectar, nos lo da más que gustoso. Aunque a veces, cuando insistimos y nos empeñamos en lo que, a juicio de Él, es una mala decisión, muchas veces permite que paguemos las consecuencias. Nos concede nuestros deseos pero da pesar a nuestra alma (Salmo 106:15).
Así pues, al contrario de lo que muchos piensan, normalmente Dios no decide por nosotros. Tenemos que escoger por nuestra cuenta, averiguar nosotros mismos cuáles son Sus designios, acudir a Él con diligencia para conocer Su voluntad y, por medio del conocimiento que tenemos de Su Palabra y las experiencias que hayamos acumulado consultando con Él, ver qué nos conviene más. Para eso nos puso en la Tierra, eso es lo que tenemos que aprender, lo más importante de la formación que adquirimos en nuestra vida cristiana: a decidir bien basándonos en nuestro contacto personal con el Señor, nuestro conocimiento de Su Palabra y de Su voluntad y nuestro amor a Él y al prójimo. Tenemos que hacer lo que sabemos que debemos.
Esto nos lleva de nuevo al versículo «cada uno esté plenamente convencido de lo que piensa» (Romanos 14:5). Hay que estar seguro de que se está en lo correcto, y luego actuar y hacer lo que se considere acertado, digan lo que digan los demás, porque se está convencido de que es la voluntad de Dios, no contradice Su Palabra y se ha confirmado por otros medios. Lo mejor que se puede hacer es consultar con el Señor. A Él le gusta que acudamos a Él y descubramos Su voluntad para que luego actuemos sin sombra de duda.
Hasta entonces, si no estás seguro cuando vayas a tomar una decisión, no dejes que nadie te presione a hacer esto o aquello. El Señor quiere concederte tus deseos, siempre y cuando te deleites en Él. Pero tienen que ser tus deseos, no los ajenos; tu decisión, no la de otro.
Que Dios te bendiga y guarde, haga de ti una gran bendición y te conceda todos tus deseos, en tanto que te deleites en Él, en Su amor. «No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el Reino» (Lucas 12:32.) Que se haga tu voluntad conforme a la de Dios. Lo que el Señor quiere es que seas tú quien decida.


Entra en el templo

(Describe una visión:) Veo a un grupo de personas que se encuentran en una amplia sala central bajo una cúpula. Miran hacia arriba, como a la espera de algo. Fuera, en los otros sectores, la gente corre de un lado a otro apresuradamente [simboliza el servicio que le rinde a Dios]. Por el contrario, los que están bajo la cúpula central permanecen en silencio, con la vista levantada, bañados en un hermoso resplandor dorado que baja de lo alto. Inhalan profundamente el aire celestial que desciende sobre ellos. Es el templo del Señor.
(Oración:) Señor, cuánto anhelamos respirar Tu aire celestial para que nos refresque, nos despeje la mente, nos inspire el corazón y nos dé visiones estremecedoras que nos apasionen por Ti, Jesús.
Las personas que circulan por los alrededores tan atareada y apresuradamente se cansan y tienen que entrar en la sala central para renovarse y recobrar fuerzas bajo la cúpula.
(Oración:) Ayúdanos a hacer eso, Jesús, a recordar que no podemos seguir adelante sin la visión celestial que nos das, sin respirar el aire puro del Cielo, sin el sonido de esa música serena. Simplemente no podemos seguir sin escuchar Tu voz e inspirarnos mirando hacia lo alto.

No estaríamos tan preocupados, nerviosos y alterados si pasáramos más tiempo con el Señor, mirando hacia arriba por la cúpula estrellada, respirando ese aire celestial y escuchando esa música tan bella. Encontraríamos paz y reposo para nuestra alma. Nos renovaría por entero; cobraríamos fuerzas y nos infundiría una nueva motivación, tranquilidad, paz y alegría.
¿Has estado ahí?
¿Has dedicado tiempo en quietud a presentarte delante de Dios? ¿Has entrado a Su templo? ¿Has estado ahí para aspirar una bocanada de aire puro del Cielo? Si no, no sabes lo que te pierdes. Terminarás agotándote, alterándote, temiendo, desanimándote, preocupándote, estrésandote y con los nervios de punta. Perderás el contacto con el Señor y se te agotarán las fuerzas, el amor, la paciencia y la capacidad para decidir con acierto por no haberte renovado en el templo de Dios mediante Su Espíritu.
¿Te atareas demasiado? ¿Vas demasiado aprisa? ¿Es tan importante tu trabajo que no puedas detenerte a gozar de unos minutos de inspiración y alivio de lo alto, a fin de renovar tu alma, dar descanso a tu cuerpo y disfrutar de unos momentos de cariño con el Señor? Como no te detengas un rato bajo la cúpula, nunca lograrás nada. Si no vas para que te dé un poco de Su luz, no la reflejarás mucho para los demás.
Lo único que tienes que hacer es quedarte a solas con el Señor y levantar la mirada hacia las bellezas que te muestre, aspirar Su aire celestial, escuchar Su música y contemplar Sus visiones celestiales.
No tiene que ser a una hora fija. Puedes alzar la vista y mirar a través de la cúpula a cualquier hora del día, en cualquier parte, donde sea que estés e independientemente de lo que estés haciendo. Unos momentos de quietud con el Señor bastan. A cualquier hora, en cualquier lugar, puedes dejar rápidamente lo que estés haciendo y entrar en el templo de espíritu (Juan 4:24). Contempla y vive. Levanta la mirada. Haz un templo de tu corazón. Y verás lo que puede hacer Dios en el hermoso mundo espiritual.
Cuesta mucho hacerlo si se está rodeado de voces y en medio del bullicio de tantos asuntos como hay que atender. Aunque esas otras cosas sean necesarias, hay que regresar bajo la cúpula en busca de nuevas energías. Sin Jesús, no podrás salir adelante. Sin Su poder no lograrás nada. Aunque te mantengas en marcha por un tiempo, si no te conectas a la corriente, irás perdiendo velocidad hasta quedarte sin energía.
Afuera, el trabajo puede ser francamente pesado. Si no volvemos a entrar bajo la bóveda, nos quedamos sin las fuerzas y la motivación necesarias para llevarlo a cabo.
Dios puede resolver todos nuestros problemas en un instante. Basta respirar hondo para que nos renueve el espíritu. Basta escuchar Su suave y celestial melodía por unos segundos para que nos aclare las ideas. Él puede hacer que se esfumen nuestros temores y pesares si tan solo nos tomamos un instante de reposo en esa completa paz que Él nos da cuando nuestro pensamiento persevera en Él y en nadie más porque en Él confiamos (Isaías 26:3).
Basta una breve visión de Jesús para que todo cobre sentido. Y para que nos ayude a hacerlo todo. El tiempo que se pasa en el templo es provechoso. ¡Pasa un tiempo en el templo hoy!


Epílogo

¿Cómo puedes saber sin lugar a dudas que Jesús verdaderamente es el Hijo de Dios, el camino a la salvación? La respuesta es simple: ¡Pruébalo! Acércate a Él con humildad y dale la oportunidad de que te manifieste Su amor. Pídele que entre en tú corazón, que te perdone los pecados y que llene tu vida de Su amor, paz y gozo.
Jesús es real y te quiere más de lo que puedas imaginar, tanto así que Él mismo eligió sufrir por tus pecados para que no te tocara hacerlo a ti. Basta con que lo aceptes, y Él te brindará Su perdón y Su regalo de vida eterna. Claro que no puede salvarte si no lo deseas. Su amor es todopoderoso, pero no te va a obligar a aceptarlo.
Él dice, «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo» (Apocalipsis 3:20). Está tocando la puerta de tu corazón. No la va a derribar ni va a tratar de meterse a la fuerza. Está ahí tranquilamente, con amabilidad y paciencia, esperando que le abras la puerta y le pidas que pase.
¿Lo recibirás? Si lo haces, será tu amigo más fiel y siempre te acompañará. Vino por amor, vivió con amor y murió por amor, para que nosotros podamos vivir y amar para siempre. Recibe a Jesús ahora mismo, si quieres. Haz esta sencilla plegaria:
Jesús, te pido que me perdones todas mis faltas. Creo sinceramente que eres el Hijo de Dios y que moriste por mí. Te abro la puerta de mi corazón, Jesús. Por favor, entra en mí y regálame la vida eterna. Ayúdame también a compartir Tu amor y verdad con los que me rodean. Amen.
Dios prometió que responderá a tu oración. Eso quiere decir que a partir de este momento perteneces a Él. Nunca te dejará (Hebreos 13:5). ¡Tal es el amor que tiene por ti!

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